Había una vez un humilde minero que trabajaba a destajo desde que el sol sobresalía hasta que tocaban las tantas de la noche. Habiendo logrado, al final, ahorrar unos pocos dineros después de una laboriosa temporada de trabajo, manifestó un día a su hermano menor pues él le sacaba casi veinte años: - Tú eres mi hermano, e igual de hermano que yo, aunque seas el pequeño. Has de saber, por lo tanto, que nuestro buen padre nos dejó hace tiempo, hace bastante tiempo este dinero –le mostró un saco lleno de monedas de escaso valor-. Con esto no tenemos para mucho; pero tú te quedarás con algo más, hermano.
- ¿Y eso? –preguntó el beneficiado-. ¿Y eso por qué? Pero no nos llevamos lo que nos tenemos que llevar cada uno. Eso no es justo. Cada uno por igual, hermano.
- Pero tú quieres formarte, prefieres estudiar. Querías ir a la universidad como yo iré pronto, ¿no es cierto?
- Pero no estamos en condiciones para eso ahora mismo, hermano.
- Bueno, pero como me queda un mes para antes de matricularme y de empezar la universidad, te ayudaré hermano en todo lo posible.
- Pero tengo sólo una pala para cavar.
- ¿Y la mía, hermano? ¿La guardaste en la caseta del jardín?- Acuérdate que se rompió el otro día cuando la dejaste fuera. Aunque era obvio que antes o después se estropease.
- ¿No teníamos otra de sobra?- No, es una lástima, pero esta vez no.
- ¿Se la puedes pedir al vecino que le conoces mejor? –dijo tal hermano de menos edad.
Cuando el buen vecino les prestó una pala, gran amigo del hermano mayor, se dirigieron a primera hora de la mañana hacia las minas que colindaban con un bosque oscuro y frío, aunque de día era un lugar lindo y apacible. El mayor estaba abriendo un hoyo respetablemente hondo para conectar la galería principal y poder ahondar y llegar a fondo al interior de la cueva para dar con las ricas minas, recurso del que vivían. El menor se dejó la espalda también en la trabajosa labor, pues no pararon de picar piedra. A mediodía, cuando el sol caía sobre ellos lentamente, dijo el viejo hermano: - Vamos a descansar y a comer algo antes de seguir un par de horas.
Cogiendo el joven una rebanada de pan y queso, dijo: - Descansa hermano este rato. Yo no estoy cansado; voy a caminar un poco en busca de algún palo para la chimenea de esta noche.
- No seas impaciente, hermano –exclamó.
- No tardo nada. Me vendrá bien para despejarme.
- Pero vas a acabar agotado, con los brazos cansados y vas a hacer mal lo que nos queda de trabajo.
- Descuida, hermano, en nada estoy de regreso.
El joven hermano fue al bosque y se entretuvo cogiendo palos. Como al principio no encontró muchos se internó si dar cuenta adónde le conducían las piernas. Al final de una senda que se abría entre matas y cerezos, descubrió, que a un lado, docenas de tronquitos partidos y ramas rotas yacían por el suelo, como si un enorme árbol hubiese sido arrancado de cuajo; pues las raíces y el pie de lo que antes fue un roble, permanecían en el mismo sitio inicial. <<En este lugar tendré la oportunidad de coger tantos palos para la hoguera comoquiera necesite; y de suerte no tendré que penetrar más adentro>>, se dijo con consolación. Se abrió paso por otros caminos que no conocía, bebió de las aguas de un río de aguas opacas, atravesó varios hayedos y tropezó con una cuesta en la que creyó matarse, despertando, al poco tiempo, del desmayo, pues en semejante caída recibió un gran golpe en la cabeza y en las rodillas. Al levantarse se sentía ya mucho, muchísimo mejor. Tomó aire y se orientó mientras pensaba cómo volver atrás o ir adelante para coger más palos. De forma repentina, el farragoso muchacho, oyó una voz que en tono agobiante rogaba: - "¡¡Dejadme salir de la oscuridad!! ¡¡Auxiliooo!! ¡¡Oh!! ¡¡Dejadme salir!!"
La voz daba la sensación de que estaba debajo de la tierra, debajo del suelo.
- ¿Dónde estás? –preguntó el hermano menor-. ¿Dónde te encuentras?
Contestó esa temblorosa voz:
- ¡Estoy en este lugar! ¡Aquí!... ¡Bajo las profundas raíces del avellano!
El hermano menor se puso a desbrozar el pie del árbol y a cavar en la espesa tierra, entre las raíces, hasta que al final, descubrió un mineral desconocido hasta entonces (puesto que ambos hermanos eran no sólo mineros, sino también expertos en tal sabia materia). El mineral reverberaba y una especie de susurro sonó dentro de él diciendo de nuevo: - ¡Estoy dentro! ¡Dentro!...
<<Es exactamente la misma voz de hace unos segundos. ¡No puede ser! ¡La misma!>>, se aseguró el hermano menor, convencido. Al oírse aquella voz de forma constante, decidió arrojar el mineral contra el suelo, y lanzándolo con vigor consiguió quebrarlo, escapando de las roturas que se originaron, un gas raro y verduzco que se personificó en un espantoso fantasma.
- ¿Sabes, inconsciente, qué te sucederá?... –dijo con terrible tono tras una cortina de vapor que se desvaneció pronto.
- ¿Con qué? –no lo comprendió el joven-. ¿Qué me sucederá de qué?
- ¡Con qué, con qué!... –le imitó y se choteó del despistado chaval-. ¡¿Qué me sucederá?! ¡Oh! ¡¿Qué me sucederá?! Mememememe… ¿No sabes decir más que chorradas o qué, mocoso?
Tras un corto silencio.
- ¿Qué me pasará por haberte liberado? –le preguntó más serio y ofendido-. ¡Me lo llegas a decir antes y no te hubiese sacado de esas raíces!
- ¡Pues demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!... –le entró al fantasma la risa, una risa seca y malévola.
- ¡Pero no es bonito que me hagas eso!
- Me estás pareciendo tan lamentable que al final va a ser que llegaremos a un acuerdo…
- ¿A cuál acuerdo? –preguntó el jovenzuelo. La noche mientras iba cayendo sobre ellos y el bosque se oscurecía y entristecía-. ¿Qué acuerdo dices?
El fantasma que era una especie de sábana blanca fosforescente se lo estaba pasando de muerte, angustiando a ese jovenzuelo.
- Si frotas el mineral contra la corteza de éste árbol tres veces –le contestó con un tono mortuorio-, las roturas que se han formado se repondrán, y bien la roca obtendrá la virginidad de antes, como si nadie la hubiese manipulado ni provocado daño alguno.
- ¿Si hago tal cometido me dejarás libre, desconocido espíritu?- En efecto. Sólo… si lo haces –acabó con una voz helada, transparentándose en el aire y fosforesciendo horriblemente.
El jovenzuelo se dispuso a frotar el mineral contra la corteza del roble truncado. Al cabo de varias frotaduras, la roca empezó a cerrarse y de un momento a otro se presentó nueva e intocada, como al principio.
- Con esto será suficiente –asintió el joven hermano dándole el mineral-, será lo justo para que me dejes como bien hemos acordado.
Tanto lo dio por hecho el hermano pequeño del minero, que sin esperar a la contestación dio por sentado que era tiempo de irse ya, y cuando se estaba marchando el fantasma le dijo: - ¿Quién te ha dicho que te vayas.
- Mi parte de lo acordado lo he cumplido. Tengo asuntos que atender y ayudar a mi hermano.
- A tu hermano… tu hermano ese que… ese que trabaja en una mina, ¿no es cierto?
El joven minero le observó sin saber adónde quería llegar ese desconfiable fantasma.
- Mira –prosiguió el blanquecino espíritu-, si me acompañas a la tumba donde murió mi mujer y pones sobre ella esta piedra en un hueco de su pétrea sepultura jamás te atormentaré y bienvivirás por siempre.
- Está lejos?
- No.
- A cuánto?
- Cincuenta robles más adelante detrás de un antiguo panteón hallarás su tumba.
Al joven no le hizo mucha gracia que se diga (es más le entró un escalofrío), pero aceptó aun a riesgo de jugarse el pescuezo. ¿Quién no le aseguraba que eso era una trampa? ¿Pero qué iba a hacer de lo contrario? Estas y otras preguntas rondaban por la cabeza del chico que lo único que quería es volver con su hermano que estaría empezándose a enojar, terminar con el trabajo que le correspondía en la mina, cumplir con su parte y regresar al hogar como otro día más. Entre esto y otras cosas, sin darse cuenta olió que el aire era nauseabundo y que el frío le congelaba los dedos. El jovenzuelo pasó los robles y, tras la rumba y el panteón descrito, llegó. Una neblina escenificaba el lugar donde estaba la tumba. El joven estaba casi en la oscuridad total. Cuanto más se acercó a la sepultura, tanto más percibió el hedor que despedía y los gusanos que se deslizaban por las baldosas que enmarcaban la renegrida tumba.
- ¿Dónde estará…? –mientras se preguntaba dónde se situaba ese hueco, empezó a sentir más frío y sintió que los dedos se le paralizaban.
Miró por los lados de la sepultura, por los vértices; miró por sobre la piedra y, al final, a un lado, encontró aquel hueco que buscaba e introdujo el mineral especial dentro.
De un momento a otro la piedra de la tumba se quebró y una decena de grietas desconcharon la sepultura. El joven hermano del minero se echó hacia atrás del susto, y, bien pues, creyó que despertaría de aquel lecho mortuorio una muerta cadavérica, pero, en su defecto, como confieso, no fue lo que vieron los ojos del muchacho, sino que de la tumba escaparon entre aleteos, chillidos y graznidos, más de cien cuervos coléricos que se transformaron, en un instante, en una mujer vieja y asquerosa que al principio era repugnante, pero que luego su repugnancia fue desapareciendo hasta mejorar, embellecer, hermosear de tal modo que cuando las estrellas la sumieron en su luz pura e inmaculada, se presentó como una doncella morena, de piel blanca y bonita, de labios rojos y carnosos, y de una belleza que los números no conocían de límites y que las palabras no poseían palabras alcanzables para describir la beldad de aquel ser angélico.
Tan agradecida de ser salvada, dijo la extraordinaria mujer al joven que se quedó sin palabras ante radical cambio: - So pena de mí la que me ataba. So pena la que no me dejó morir en paz. Darte gracias, joven, pues de no ser por tu gracia no estaría en tal situación como la de ahora.
El joven minero, sonriente y con el corazón encendido de pasión, al observar el contento de la mujer la dijo después de un leve trance para asimilar el suceso:
- Por favor, no me las deis, señora. No hace falta. Sólo contadme, ¿qué os sucedió? Pues, bien es claro, que me siento tan dichoso de liberaros que estoy ansioso por escuchar vuestra misteriosa historia.
De dicha manera, la mujer le dijo que una bruja de un reino colindante la raptó, mató a su esposo que era conde y lo obligó a vagar en condición de muerto (pues lo ahorcó de una almena). Luego le confesó que la bruja le había asesinado a ella ahogándola en un lago y que había encerrado el alma de la bonita mujer en un extraordinario mineral. El joven minero quiso saber que había sido de esa bruja, a lo que la mujer le respondió que nada más hacerlo el gran príncipe de ese reino decretó que la degollaran. Y, por justicia, sin deslealtades, así se cumplió la orden real. Sin embargo, la fechoría, la matanza, la desgracia se perpetuó y triunfó y, por lo tanto, no hubo remedios que ya impidiesen el infortunio que engendró la realidad contra aquel matrimonio que en adelante padeció por doquier malandanzas. Por eso, ese fantasma era el famoso conde, un fantasma irritado e irritable, desgraciado y oscuramente vencido, que vagaba de aquí para allá, de un dominio a otro de los bosques, maldiciendo todo, no acordándose bien del pasado, y echando en falta a esa amada. “¡Qué terrible! ¡Menuda condena!”, pensaba el muchacho.
Mientras la mujer acabó de relatarle eso al minero, fueron de camino a donde se supone que les esperaba el conde. El fantasma estaba allí, sin moverse, contemplando a su mujer, a la condesa, como si fuera una estrella, una constelación divina. Dicho esto, no tardaron en abrazarse y en bailar y rieron y le abrazaron al joven minero, que, cuando se libró de tal sentido abrazo no vio a nadie más que a él, solo, sentado y sin nadie más, en las raíces del roble del principio. Dio por hecho que se habría quedado dormido y, viendo que era de noche, tiró hacia la mina donde su hermano estaba terminando el trabajo de la jornada. Cuando el hermano fue a hablarle, se dio cuenta que el hermano estaba sentado recogiendo los bártulos que cargaba para el trabajo y que resoplaba más de lo normal y se susurraba cosas que no eran perceptibles para el muchacho. Entonces bien, comprendió que su hermano llevaba ahí horas esperándole al límite de la locura y de la preocupación, llevaba horas preguntándose en qué estaría metido su hermano menor. Pero eso dio igual, porque el mismo joven minero dio cuenta a sí mismo, recapacitando, de que si había podido ver al fantasma era porque antes por el camino se había matado aunque, en cualquier caso, no se acordaba de cómo ni del dónde sólo del cuándo. Sólo sabía que estaba muerto; que no era un ser vivo que respiraba, comía y reía. Por eso, ese día, horas atrás, oyó también a un fantasma (o sea al difunto conde), se relacionó con él, palpó un mineral que era material tangible especialmente para los no vivos, y embelleció con semejante poder a una muerta a la cual desenterró su alma de esa repugnante tumba. Y, dicho esto, este joven minero no pudo ir nunca a la universidad, ni estudiar lo que otrora quiso, ni desayunar otro día más, en la mesa, con su querido hermano de más edad como hizo cualquier mañana cuando vivió.
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