El hombre de los pensamientos

Érase una vez un hombre que pensaba tanto que las ideas salían de su cabeza y tenía que enfrascarlas, siendo un hombre que era de otro siglo pero que gozaba casi de inmortalidad. Y otras muchas se las tragaba si tenía hambre hasta que un día tenía tantos pensamientos que no sabía dónde guardarlos. Los días que al sabio se le aturullaban las cavilaciones le salía hasta humo de las orejas como chimeneas. Era un hombre rubicundo, de mofletes rosados y muy aficionado al vino español. Es más, no había ocasión que no dudara en beberse una buena copa siempre que se le presentaba la situación (que era diariamente). Su barba se torcía al final del recorrido y era tan descaradamente abundante que casi rozaba la barriga.
   Edmundo no era más que un hombre solitario y ermitaño. Mantenía más relación con los enanos que con sus semejantes y como pensaba a todas horas apenas si hablaba e ignoraba en su mayoría al resto de humanos que eran necios y encima charlatanes. Tenía cuidado de no pensar demasiado las veces que paseaba por fuera, pues las ideas se le escapaban de la mente y salían disparadas hacia el cielo habiendo dado más de una vez a algún que otra ave.
   Cuando se aburría acudía al plan de salir de las paredes que le encerraban. Edmundo pensaba que la mente circulaba mejor si uno, de cuando en cuando, tomaba unas bocanadas de aire y despejaba la cabeza. Si al hombre pensador le apetecía llamaba con asiduidad a un pequeño amigo, con el que compartía todo tipo de planes. Edmundo decía que era mejor estar solo que mal acompañado. También añadía que era preferible tener dos o tres amigos a tener trescientas amistades que por dos cuartos venderían hasta un maltrecho riñón. Y lo cierto es que sus amigos ya murieron en siglos pasados.    
   Otras veces, Edmundo bebía en soledad en medio de unos abetales donde le hacía compañía otro niño que le llevaba cuentos que escribía y como al hombre de los pensamientos se le daba muy bien (habiendo sido un escritor frustrado en su turbulenta juventud), pues le corregía los textos y ambos lo releían hasta que desde la primera letra hasta el último punto quedaba bien redactado, bien escrito.
-        ¿Verdad que estoy mejorando, señor Edmundo?
-        Más de lo que piensas, jovencito. Y si sigues así llegarás más lejos de lo que crees.
-        ¡Jo, ojalá! ¿A usted no le gusta escribir? Siempre me lee, pero usted nunca escribe nada.
-        Lo hice en otro tiempo. Pienso, que en el fondo, no era lo mío.      
-        ¿Por qué? ¡Usted corrige muy bien! ¡Seguro que entonces escribiría bien!
-        No soy mal profesor, pero eso es algo relativamente distinto.
   De esa forma, repasaban textos y hablaban durante un buen rato a media tarde y el hombre le solía llevar alguna chocolatina para que el chico cogiera energías después de las lecturas. Lo cierto es que se conocían, porque la madre del chico era a la vez tutora de éste y amiga de Edmundo de la infancia y, las ocasiones que no leían en el parque donde quedaban el hombre y el hijo de la docente, se acercaba Edmundo a la casa de Melania y del pequeño y se tiraban toda la tarde merendando y contando divertidamente novelas y relatos de aventuras.
   Esas veces (que eran pocas) le satisfacían a Edmundo que siempre se sintió profundamente enamorado de Melania desde que era un crío y era un sentimiento que nunca pudo cambiar, pero nunca tuvo el valor de confesárselo. Lo peor vino cuando el hijo y la madre durante unos días libres de otoño se marcharon a casa de la madre de ésta que vivía en la otra punta montañosa del país para esquiar. La ausencia de Melania desoló algo a Edmundo que al morir recientemente sus padres y ser hijo único no tenía hermanos y menos amigos íntimos que le acompañaran.
   Los días se hicieron pesados para él y quedar con Edmundo para leer un rato y despejarse era una medicina para el hombre. Y escuchar ocasionalmente la voz femenil y luminosa de Melania le curaba de los abatimientos. La noticia que más le dolió fue saber que Melania le escribió una carta diciendo que pasarían ahí la navidad al estar su madre muy enferma y que volverían en cuestión de unos meses. Edmundo le respondió con falsa alegría y le deseó lo mejor para la familia de Melania y que ojalá pronto se vieran.
   El hombre se pasó todo ese tiempo leyendo, bebiendo y durmiendo, calmando los dolores de cabeza y pesares con más alcohol, duchas frías y grises paseos por las aceras de cerca de su choza donde casi le atropella una mañana una carroza de caballos al cruzar, sin mirar, una calle aledaña. Al menos el final se quedó en un susto y no se pegó con el coche por estar tan borracho que por poder no podía ni andar casi. Algunas veces metía pensamientos en sus frascos y destapaba otros que se le olvidaron (tenía tantos recipientes de cristal que los guardaba en el trastero).
   Las semanas pasaron y llegó el día en que, después de tanta soledad y ausencia de compañía, empezó a nacer una depresión dentro de Edmundo, y por las noches, cuando dormía y no se enteraba, escapaba de su cabeza esos malos pensamientos en formas de letras negras y tenebrosas que con el paso de las semanas acabaron originando un monstruo que sólo surgía bajo la luz de la luna y era una sombra grande y maléfica que tenía dientes afilados, cara angulosa y levitaba sobre el suelo como una aparición maldita capaz de matar con facilidad al hombre más poderoso.
   Edmundo al despertarse siempre se encontraba que en la cocina había algo volcado, que las alfombras (tenía muchas por el parqué) estaban movidas o que ciertas ventanas, si cabe, misteriosamente las habían entreabierto y ensuciado.  
   Las veces que le ocurrió, Edmundo prefirió no darle demasiadas vueltas y se propuso que serían imaginaciones o que quizá sufría en ocasiones de sonambulismo nocturno o algo parecido. El caso es que le dio menos importancia de laque merecía y, cuando transcurrió el primer año, es cuando vino lo peor para el hombre de los pensamientos. La casa por las noches soportaba una serie de ruidos paranormales que no tenían ningún sentido. Y Edmundo empezó a enterarse al despertarse una medianoche y encontrarse que una sombra fría surcaba una parte del salón y se metía en la cocina.
   A Edmundo, que permanecía quieto y pegado a la puerta del dormitorio, se le pararon las piernas al verlo, congelado por la impresión, encogido por el miedo a pesar de su talla corpulenta y no poco robusta. La sombra pasó en ese momento por el salón para volver otra vez a la cocina, escuchándose un montón de platos y cacharrería que se estampaban contra el suelo con bestialidad y volcando la mesa donde el hombre almorzaba diariamente.
   La puerta de la cocina, de súbito, dio un portazo tan fuerte que hasta las paredes preocupantemente temblaron. Edmundo fue directo y cuando estaba cruzando la mitad del salón, una de las pesadas alfombras, se levantó e hizo que tropezara y que se diera un golpe tan fuerte en la frente que perdió el sentido. Edmundo soñó que unas manos largas y tenebrosas le agarraban el cuello, con otra mano le sacaban casi los ojos de las cuencas y una lengua larga y viscosa quería tragárselo desagradablemente. Edmundo salía corriendo por un pasillo interminable y al doblar uno de los recodos, el espíritu reaparecía y lo sorprendía con horror. Antes de asesinarlo, el hombre espantablemente abrió los ojos.
   Al levantarse Edmundo vio que estaba atado por una pierna a una de las patas de su cama y que del tortazo que se dio le había salido un moratón en la cabeza.           
-        ¿Qué es todo esto? –se dijo sin recordar del todo.
   Edmundo empezó a escavar en la memoria y le vinieron los recuerdos posteriores al golpe.  
-        Ah, vale… –se frotó la frente viniéndole lo que justo pasó minutos antes.
   Edmundo se intentó poner en pie, pero antes también intento romperse la prisión que le maniataba. Sin embargo, cuando abrió y cerró los ojos de nuevo, se dio cuenta que estaba sobre la cama tumbado, pero que tenía la marca de las prisiones en las muñecas y una herida donde se golpeó.
-        Ha sido un sueño, pero un sueño que en verdad ha tenido su realidad en parte –se dijo confundido mientras caía en otro sueño del agotamiento.
   Edmundo no soñó con nada relacionado a lo que vivió o recordó de manera reciente. A primera hora de la mañana se dedicó a ordenar la alfombra levantada del salón y el lío provocado junto con el desorden que se confundía en la cocina. El hombre de los pensamientos al verlo le entró un fuerte escalofrío al reafirmarse en el hecho de que de verdad transcendió lo del fantasma. Ahora no es que le provocara horror descansar, sino que le daba pánico dormir demasiadas horas, puesto que a partir de un número determinado es cuando los sueños que soñaba relativos al espíritu se materializaban y hacían realidad.
   Desde semejantes vivencias, Edmundo cuidaba de descansar lo justo y durante semanas estuvo durmiendo no más de dos o tres horas en vez de las ocho convenientes. Intentaba por el día pasar menos tiempo entre las paredes de la casa y efectuaba paseos por la ciudad donde visitaba alguna biblioteca o iba a beber algo o a almorzar por algún restaurante del centro de la ciudad, deseoso de la pronta vuelta de Melania y su hijo que se alargó y que pronto vendrían.
   Al principio todo se le hizo fácil a Edmundo e incluso sentía menos depresión, pero con el tiempo fue notando cansancio en los huesos y en los músculos, y sin evitarlo, caía en largos sueños espantosos de donde le costaba escapar. De una manera involuntaria, el hombre vio como su vivienda fue destrozándose, los muebles volcándose y rompiéndose un montón de cosas que adoraba de su hogar. En una de las últimas pesadillas el fantasma sacaba toda la ropa de los armarios y percheros de Edmundo donde todo lo desgarraba y destrozaba. Encima el hombre solía encontrarse como un reguero de líquido o negro aceite que dibujaba una estela que debía ser el recorrido que efectuaba el dañino espíritu.
   A veces de la impotencia Edmundo se ponía a llorar y no sabía cómo solucionar el inexpresable problema. Y ya, como bien se dijo, el hombre no disponía de amigos ni familia y estaba más solo que la una. A los pocos conocidos con los que se relacionaba, que era el camarero del bar que frecuentaba o el barbero con el que mantenía largas charlas al afeitarse, no le creían ni una sola palabra de lo que les contaba y le decían que debía ser artista o escritor o algo así, pues la historia se componía de fundamento y parecía muy original, tomándole la palabra a broma.
-        No estaría mal que escribieras unos cuantos capítulos. Tiene su misterio. No suena mal tus terroríficos relatos –le decía con una carcajada el barbero de cuando en cuando.
   Edmundo, como veía inútil contárselo a nadie dada la credibilidad que tenía con los demás ante rocambolesco cuento, se lo guardó para él y lo mantuvo estrictamente en secreto. Lo difícil vino cuando, una vez Edmundo se levantó en mitad de la madrugada (pero que, en verdad, soñaba como otras tantas ocasiones), y oyó el gemido de alguien bajando las escaleras que llevaban al sótano. Al pasar cerca de la cocina, enfiló el pasillo de al lado y llegó hasta tal punto y en efecto la puerta estaba abierta y, vio que debajo de las escaleras que descendían hacia la oscuridad, había una figura alta, fina, negra y terrorífica. Quieta. Inmutable.
    Edmundo se quedó sin aliento y le costó recuperar la respiración y de reaccionar de algún modo. El hombre se apoyó sobre el marco de la puerta y fue a encender el candelabro que sujetaba en una mano y cuando la vela iluminó la negrura de las escaleras, el espectro o lo que fuera ya no estaba. Sin embargo, al soplarla y apagarla, la figura negra y horrible surgió de nuevo. Y se dio la vuelta de un modo tan repentino que Edmundo no tuvo tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre él y le empujó de tal forma que le tiró a éste al suelo y casi se da, esta vez, en la nuca, de no haber sido por agarrarse al pomo de la puerta y pasar delante el espíritu como una transparente cortina.
   Edmundo no se rindió y poniéndose en pie fue tras el fantasma que alborotaba los cuartos y ponía todo patas arriba. Edmundo corrió lo más que pudo y cuando iba a alcanzarle, tropezó con la mesa del salón y la pierna le empezó a sangrar. El fantasma se dio la vuelta y atacó al hombre que tuvo que tirarse al suelo para que las uñas no les desgarraran el pecho. Fue espantoso, puesto que Edmundo pudo diferenciar con sencillez el rostro y, cuando le iba a degollar, Edmundo recurrió a la silla que tenía al lado y se la estampó con contundencia. La silla se partió en dos al golpearse contra la cabeza del espectro y chirriando el espectro lo cogió del cuello y lo llevó hasta el dormitorio y lo envío hasta el techo donde se dio fuertemente contra una de las paredes del dormitorio, perdiendo casi el sentido y gritando de dolor.            Edmundo aguantó e intentó hacerse dueño de su cuerpo, pero veía que una fuerza superior se apoderaba de sus miembros, de su férrea voluntad, lejos de poder controlarse. Los ojos salían de sus órbitas, su boca se desencajaba y las piernas temblaban tanto que parecía que se le desprenderían diabólicamente de la cintura. El fantasma no paraba de pronunciar frases oscuras que Edmundo no llegaba a descifrar y no dejó el malvado de azuzar a su víctima contra el techo, abriendo la boca enormemente y sacando una lengua viscosa y unos dientes que triturarían hasta las piedras más cortantes.
   Edmundo se sentía tan desfallecido que antes de que le devorara el fantasma le entraron agitaciones y se despertó en medio de un amanecer gris y sombrío, encharcado de sudor. Edmundo presentaba heridas por la mayor parte de las piernas de las caídas y en los brazos tenía varias contusiones que tardaron en curarse. El resto de ese día lo destino a repensar y a comer en una taberna popular de la ciudad donde servían una buena sopa y unos excelentes filetes de ternera con patatas horneadas. Quizá el plan le sirvió para evadirse algo y llenar el buche del vacío y la tragedia que sentía.
   Edmundo, puesto que volvieron anteayer, se dijo que llamaría al hijo de Melania con el que se reunió, como siempre, en  otra chocolatería entre su vivienda y la del chico. Edmundo le invitó a unos churros y le fue contando sus horrores al ejemplo de un relato fantástico y de terror. Le contó desde la primera letra hasta la definitiva que pronunció, cada una de sus episodios personales. El niño quería una continuación, pero el hombre al citarle hasta el sueño que tuvo ayer se le acabó el argumento y le tuvo que prometer que no dentro de mucho le haría saber el misterioso desenlace.
-        ¿Al final morirá el fantasma? –dijo el jovencito con un bigote de chocolate mientras sorbía del tazón-. ¡Es un fantasma malo y vacilón!, pero… ¡Pero hay fantasmas buenos! ¡Qué bien por una vez no me corriges y escribes para mí! ¡Un privilegio, Edmundo…! ¡Y lo dicho: puede haber fantasmas buenos!
-        Sí, pero este no es el caso, pequeño –resolló Edmundo rematando un churro, pagando lo que pidieron y llevando luego al niño a casa de su madre, diciéndole que pronto se volverían al no querer que Melania le viera tan desaseado y mal.  
   Luego a Edmundo le dio mucha pereza el retorno al hogar y se entretuvo en tomarse una cerveza en un sitio y más tarde en las cervecerías que se fue encontrando. Por el camino no paraba de repensar en los duros problemas que tanto le amargaban y que le hacían que su vida fuera pesar, preocupación y depresión, metiéndolas en un frasco que llevaba encima para la ocasión. Sin embargo, las cervezas es cierto que las tomó como medicamentos y que le vino bien para no reconcomerse tanto. Hubo un perro pulgoso y vagabundo que le acompañó, pero a Edmundo le dio pereza compartir ese tiempo de despejo con el can y pronto se libró del animal al meterse en la última taberna que entró.
   De esa forma, Edmundo se pidió otro tercio de cerveza y la espuma impregnó de blanco su barba. El tabernero se sentía tan solo que de lo aburrido que estaba tamboreaba con los dedos la barra como intentando crear en vano alguna clase de sonido musical como distracción. En la taberna no había ni un alma y el viento gemía fuera desconsoladamente. Era un local reducido y penumbroso. Antes de terminar la cerveza, dando trompicones, Edmundo se digirió al baño que estaban detrás de la barra y decidió no tocar las paredes de lo asquerosas y orinadas que estaban. Cuando fue a lavarse las manos se fijó que detrás del espejo estaba la negra figura con la que soñó repetidamente. 
   Al girarse, la imagen desapareció y en realidad no había nadie detrás. Edmundo lo pasó tan mal en esos minutos que unos goterones de sudor le bajaron por la espalda y se tuvo que mojar y lavar la cara varias veces para quitarse el acaloramiento, el agobio y pánico que sintió de súbito. Al hombre le temblaron las piernas y, sin pensarlo mucho, pagó la cuenta lo antes posible, librándose de las extrañadas miradas del desconfiado tabernero y se fue como alma que le lleva el diablo. Pronto el anochecer fue pasando y amaneció, mostrando otra mañana gris y triste.
   Por el camino decidió Edmundo pasarse por la casa de la madre de su amiguito y ahí estuvo con ellos tomando un café y calentándose las manos frente a la chimenea durante el desayuno. Edmundo tenía tan mala cara que su amiga no le costó mucho darse cuenta del pesar y de la desazón que golpeaba a su colega cuando el niño se fue a jugar con la pelota afuera con unos compañeros de clase.
-        ¿No te vendría bien echarte un poco? Tienes muy mal aspecto, Ed. ¿Seguro que te encuentras bien? –le preguntó Melania con gesto alarmado y mirándole con cariño.
    Y la respuesta de Edmundo era la misma: Estoy bien, estoy bien. Gracias, Melania. Es que ayer cené mucho y he descansado poco. Muy poco. Y Edmundo cambiaba de tema y así desviaba la atención sobre su persona. Se sentía agotadísimo y delgado como un cirio, tapándole las ropas la flaqueza que empezaba a pronunciarse en su dura fisionomía. La barba es verdad que le disimulaba mucho la delgadez de los pómulos y su sonrisa constante hacía iluminar algo la grisura que atravesaba sus expresiones y la mirada. No tenía hambre después de los churros, pero se animó a acompañar a la madre y al hijo en la cena donde tomaron algo de sopa de fideos y pan. 
   Melania antes de despedirse, cuando el niño se quedó traspuesto en el salón al venir de jugar, y fue a despedirse del invitado, le cogió de la mano y le apretó con cariño como dándole a decir a Edmundo que para lo que necesitara que ella estaba allí y que no tenía porqué esconder nada. Ese gesto consoló algo el vacío y la negrura que ahogaba el corazón del hombre y se fundieron en un sentido abrazo que transmitió apoyo y coraje a Edmundo que no sabía si seguir sonriendo como si nada o tirarse a llorar desconsoladamente.  
    El hombre iba tan ebrio al salir que le costó mantener la postura y llegar con decencia a su cama. Con la borrachera que llevaba no se acordó de cómo llegó y tampoco fue consciente del zapato que perdió por el camino, pues esa mañana a pesar de estar afectado por el alcohol de la víspera pasada, cayó en otra horrorosa pesadilla y el fantasma que se escondía debajo de los canapés y del colchón se descubrió, y lo ató como la otra vez a la cama. 
   Edmundo se debatió de malos modos y se agitó de una manera monstruosa, pero no hubo manera de parar al espíritu que casi aplastándole las muñecas le maniató. Edmundo no pudo hacer más que soltar un grito desgarrador y castañetear los dientes del dolor que le provocaba. Mientras el espíritu le ataba Edmundo no pudo ver con claridad el rostro, pero sí que observó su figura fina y contrahecha y sus ojos como dos abismos sin final. El fantasma le fue arrancando la ropa con las garras y por cada lengüetazo que daba en la piel de éste le dejaba una marca de heridas y sangre.
   Justo la ventana del cuarto sin más se abrió y danzó sobre el aire viciado una ráfaga de viento helado que hizo que las cortinas salieran disparadas. Algunos cuadros se tambalearon del breve e intenso vendaval y los cristales de las ventanas por los meneos se rompieron en su mayoría dejando un río de esquirlas cortantes en el alfombrado. Edmundo no dejaba de debatirse contra el fantasma que le atacaba y el hombre a duras penas se defendía en la cama que en cualquier momento se desmoronaría.  
   A Edmundo le empezaba a escocer y a doler el cuerpo y sentía que pronto se desmayaría. Al dar tirones para desatarse del nudo que le aprisionaba, el espíritu que estaba encima de Edmundo le rajó con una de sus garras la muñeca de la ira. El hombre que tenía las piernas libres pateó al fantasma, pero le traspasaba la túnica y al borroso espectro no le hacía daño. Edmundo no pudo diferenciar su ahora desencajado rostro y por las patadas recientes el fantasma se enfadó más y levitó el hombre hasta el techo al tiempo que deliraba, viendo como algunos frascos (que no le cabían en el trastero y tenía repartidos por el cuarto) se estampaban y rompían en pedazos, esfumándose miles de pensamientos.
   El espectro tumbado desde la cama le controlaba mostrando parte de los esqueléticos dedos largos. El hombre, aturullándose y fuera de su voluntad, no paraba de dar vueltas sobre sí y de maldecir mientras iba de un lado a otro del techo y a veces se golpeaba contra las paredes. Las fuerzas al final vencieron a Edmundo y extrañamente se desvaneció. Una oscuridad penetrante le nubló el juicio como una tormenta gris en un día soleado.
   Al levantarse espantablemente, el hombre de los pensamientos, vio que estaba sentado en una silla y mirando una ventana empañada por el vaho, reptando la lluvia por los cristales. Al girarse, pues detrás oía ruido sin cesar, a Edmundo le rodeaban hombres echados en camillas, pacientes que sus médicos los seguían por ese cuarto blanco y desangelado, y a un viejo que le intentaban anestesiar algo y le tenían que sujetar varios enfermeros para que el doctor pudiera llevar a cabo su acción, puesto que la víctima no dejaba de gritar. Edmundo no hubo de esperar mucho para que una enfermera muy joven y resultona le dijera sonriente:
-        Señor, tengo la medicación. ¿Cómo se encuentra? ¿Está de mejor humor que ayer? Parece que hoy no cojea tanto.
   Cuando iba a hablar Edmundo se miró la muñeca y tenía la raja que le hizo el espectro. Un escalofrío bajó por su frente dolorida. Y se preguntó si todo lo que le ocurrió fue realidad… ¿Por qué lo fue?

 

 

                                           FIN

 

 

 

  

 

 

 

 

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

La princesa mariposa

El rey de hielo