El Bribón y las trece princesas

Érase un jovenzuelo popularizado a decenas de leguas a la redonda por la cantidad de veces que se fue de fiesta. No había mujer que no le conociera. A cada fiesta que iba montaba un inolvidable espectáculo en el que le convidaban a copas, las mujeres se le rifaban, y le pedían que no se bajara de las mesas para dejar de bailar. Su fama llegó a oídos de los mayores aristócratas y a ellos les llamó tanto la atención el caso que algunos se lo comentaron al Rey. Dio la casualidad que el soberano celebró un convite donde fueron los mejores y más respetados taberneros, camareros y cocineros del reino.
   Cada uno de ellos conocía al dedillo la historia de El Bribón y no había camarero que no le hubiera puesto una copa, cocinero que no le hubiera preparado un plato, o taberneros que no le hubieran servido. El Bribón, sin lugar a dudas, fue invitado a la celebración donde el Rey hizo gala de sus más caros y lujosos ropajes. Esto, pues, se celebró en una de las salas más grandes del palacio al cual acudieron aristócratas,  y otras importantes personalidades.
   Todo el mundo se fijaba en El Bribón, en la marcha que tenía, en cómo se echaba bailes, y la manera tan extraordinaria de flirtear con otras damas y nobles que se ponían a charlar con él. El Bribón tenía una lista interminable de hazañas para contar y con cada mujer a la que se presentaba iba ganando más favores de los demás y cada vez más asistentes, tanto mujeres como hombres, querían compartir sus charlas con el jovenzuelo, rifándose a cuantas deseaba.
   La princesa de mayor edad hacia unas vueltas y unos giros que sorprendían al resto de bailarines y muchos cocineros que no eran expertos en galas ni grandes fiestas en lo concerniente a la danza no se avergonzaron de tirarse a la pista. Y la princesa de al lado que era menor que ésa y que las demás tampoco se lo pensó dos veces y se animó espléndidamente a pasarlo bien.
   El Bribón no se quedó con las ganas de tomarse una copa, de sonreír y reír con la gente, y de conocer a cuantos invitados se le acercasen ya fueran camareros, nobles o grandes maestros de la cocina. En todo caso, en la fiesta El Bribón fue precavido y prefirió reservarse para la más hermosa de la sala.
   De repente, mientras pensaba esto, vio que aparecían detrás del Rey (pues era un rey viudo) las trece princesas. Sus trece hijas eran a cual más guapa y sus encantos despertaban el interés de cualquiera de los invitados. Sin embargo a El Bribón le cautivó la pequeña de las hijas del monarca como nunca antes con ninguna otra chica que conoció. La orquesta que tocaba en el extremo de la sala no paraba de emanar música de los instrumentos.
   El Rey, vestido con gruesa capa de armiño y ropajes de oro, proclamó en mitad de la congregación y los bailes: - Es un honor tener de invitado a una persona tan festiva y divertida con nosotros como El Bribón. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Qué no pare nunca el ritmo, la danza y el humor! ¡Espero que disfrutéis de una noche fabulosa! Los bailes siguieron después del breve silencio del soberano al discursear, la música prosiguió, y el ambiente retornó a la festividad, a las risas y al humor.
   Las trece hermanas se llevaban muy bien entre sí y cada una de sus miradas iba dirigida al bello joven. El Bribón bailó con cada una de las hermanas. Desde las mayores a las medianas, pero en todo momento la menor igualmente no dejaba de mirar a El Bribón y él tampoco le quitaba ojo. El chico no lo aguantó más y se fue a hablar con la princesa con la que entabló una fluctuante conversación. El Bribón y ella se llevaron tan lindamente bien que quisieron conocerse más, pero antes de acabar el convite el Rey llamó al jovenzuelo en privado para dialogar.
   El Rey le dijo al popular joven que si quería la mano de la mujer más bella del reino que efectivamente era la hija menor, tendría que salvarla El Bribón del castigo que la condenaba. El Rey le dijo que si quería la mano de su pequeña que tendría que aventurarse en los adentros del bosque y rescatar el diamante que se lo tragado la bestia que lo custodia, con cuidado de una bruja que volaba dentro de una burbuja. Y ese diamante en contacto con la corona del Rey haría que su hija se liberara del mal que la poseía.
   El Bribón se quedó festejándolo un rato con la que tanto le gustó, pero el chico vio que su posible prometida no se encontraba que debiera. Pidió a guardias del palacio y luego al Rey poderla acompañar hasta la puerta de sus aposentos sin entrar, como era obvio. El Rey admirado por su nobleza, aun extendiéndose las lenguas por el reino que era un donjuán y un infiel, no hizo caso omiso a las huecas palabrerías que mal se divulgaron.
   El Bribón así acompañó a la princesa a la alcoba más distinguida del palacio que tenía más torres que casi nubes el cielo. Y entonces, antes de llegar al destino tras enfilar varios oblongos pasillos, la hija del Rey se paró delante del chico y extendió su mano diciendo con un aire no menos solemne: - Tú tendrás que no sólo conseguir el diamante, sino conservar esta flor de amapola que te doy que será un anillo si cumples con tu misión.
-        ¿Y eso? ¿Cómo es? ¿Quién te dio semejante flor?
-        Fue un hada, ayer, antes de dormirme. Y no sé ni cómo apareció ni cómo se fue.
   A Él Bribón le provocó coraje aquello y más ganas de liberar a la pobre joven de su tortura. La princesa se metió en la alcoba y se entregó al deseado sueño. A Él Bribón despedirse le produjo desmesurada pena por el aire lamentoso que presentaba la joven y el joven tenía una espina clavada en el centro del corazón o como si algo le ahogara el pecho y no pudiera respirar. No pudo bailar mucho esa noche, pues debía de madrugar y así lo hizo; encima no tenía el cuerpo para naderías y se sentía agotado con tanta comida, bebida y festividad, y no tuvo que poner excusas para salir del banquete y el Rey le bendijo con los mejores deseos para el inminente viaje. 
   El Bribón se encaminó en su vital cometido. El palacio lo separaba del bosque una delgada línea de ríos que sorteó molestamente con el caballo que le proporcionó la guardia real. Muchos de esos riachos dejaban ver peces carnívoros que casi arrancan un pie al joven y le despedazan una herradura al corcel. También lo que le salvó al chico fue la coraza y las duras armaduras que le concedieron, pues de no haber sido por ello hubiera perdido algún miembro. Y de no ser también de la agilidad del caballo hubieran tenido un final inmediato. 
   El jovenzuelo vio que los confluyentes ríos desembocaban en unos rápidos que bajaban presurosamente hacia unos pantanos que le llevaron a las entrañas del bosque. El Bribón a cada paso que daba alzaba la vista con pavor al avistar recientemente una burbuja donde flotaba dentro una bruja, de nariz torcida, vieja al igual que el viento y oscura como una sombra (como efectivamente le advirtió el Rey). La anciana dentro de la burbuja vigilaba desde las nubes las sierras y arboladas de alrededor con sádica minuciosidad. El Bribón entendió el problema del que tantos hablaban al haberlo ignorado antes. ¡Nada era fácil! ¡Ni nadie se lo pondría fácil!
-        Echo de menos el hogar y bailar y tomar un buen trozo de pastel sabiendo que no habrá preocupaciones –se dijo El Bribón a medio camino al esconderse tras entrar en copiosos robledales-. De todas formas, no me quedan más opciones que ésta. Amo a la princesa y no desistiré en mis claros objetivos.
   El Bribón monologando para sí acabó muy adentro de las arboledas y fue viendo que en torno al pie de los flacos y ahora viscosos árboles, al ser una zona con menos luz que recientemente, crecían setas blandas  y húmedas, y de colores, tamaños y con motas y formas diferentes.
-       ¡Ey chico! ¡Oye tú! ¡Ayúdanos!
-       ¡Por favor sácanos de esto!
-       ¡Devuélvenos lo que éramos!
-       ¡Ayúdanos por favor!
-       ¡Libéranos de este horror!
-       ¡Sálvanos de esta condena chiquito!
-        La bruja nos ha maldecido y desde hace años somos setas –le decían muchas, muchísimas voces que no acertaba a saber con exactitud el jovenzuelo de dónde venían.  
   El Bribón fue viendo que cada una de las miles y miles de setas que se aglomeraban habían sido en realidad hombres y mujeres libres, que condenaron a lo peor. Las setas le dijeron al chico que si la bruja caía que ese suplicio expiraría. El Bribón no se demoró mucho y no dejó de caminar hasta llegar tras varias noches y varios días de correrías frente a un fétido castillo que contenía tanta humedad que las torres, los tejados y aun las murallas algunas estaban medio desechas. Por los alrededores uno sentía tristeza y frío, bastante frío. ¡Y apestaba a muerto!
   Lo que impactó a Él Bribón fueron los ruidos que provenían de los jardines traseros del castillo o lo que eran jardines, pues al llegar el joven se quedó sin aliento al ver un descampado desolado donde un fiero monstruo de cuatro cabezas, con cabezas de dragón y cola de caballo, latigueaba la tierra y escupía llamaradas a lo bestia. Uno de esos fuegos casi da sobre El Bribón que se tuvo que echar a un lado para no ser pasto de las llamas. El chico, con reflejos, esquivó una serie de ataques del feroz monstruo que amarrado a unas cadenas sostenidas por un pilar de piedra no paraba de intentar comérselo. 
   El Bribón no se dejó intimidad y en cada una de las acciones pensaba en la princesa para inflarse de coraje. El monstruo con las cuatro enormes cabezas golpeaba con fiereza la tierra y producía hoyuelos y surcos de los impactos. Uno de esos ataques casi aplasta a El Bribón que vio su vida pasar a la velocidad de un relámpago. Poco faltó para que lo destrozaran al chico y aprovechó un hueco que había entre las piernas del animal y el cuello para meterse y colarse dentro del castillo, lográndolo y rozándole la cola de caballo que casi lo desmiembra.
   El Bribón no se rindió y vio que dentro del castillo nauseabundo y viejo había escaleras por doquier. Allá dondequiera que fuera el joven había escaleras sin cesar. Escaleras que subían sin sentido hacia distintas direcciones y todas a los más de veinte pisos que tenía el castillo en el interior. El Bribón se lío tanto subiendo y bajando que no sabía bien si estaba al principio en el primer piso al cabo de subir tantas escaleras o se situaba en otra alcoba o pasadizo de los cientos que descubrió.
   El jovenzuelo acabó tan mareado que antes de caerse al suelo, desplomado del desconcierto, unas corrientes de arañas se le tiraron encima y le pincharon como agujas y tuvo que saltar sobre ellas y subir por otras escaleras cercanas, teniendo la suerte de llegar a la alcoba más alta llena de telarañas. En el centro del lugar había una piedra enorme que era fosforescente; sobre ella descansaba un diamante que brillaba como una estrella en una limpia noche de verano.
   Antes de que la cogiera apareció la bruja dentro de la burbuja riéndose. Era una risa burlesca y fea. Una risa que dejaría sordo al mejor oyente y que volvería loco al cuerdo. El Bribón tuvo que taparse los oídos y despidió un grito sin querer. Uno a uno el chico tuvo que esquivar la burbuja de la bruja al quererle meter dentro de ella y maldecirle la anciana así. El Bribón que era ágil, por la cantidad de parranda y por todo lo que bailó por tener casi eterna juventud, sacó la amapola que le dio la princesa y con el tallo pinchó la pompa de la bruja.
   La bruja al deshincharse su vital burbuja cayó sobre el baldosa y al no poder respirar fue haciéndose pequeña y más pequeña hasta que fue tan chica como un penique, aplastándola la chica de un pisotón por la cantidad de maldades que hizo a tantos que no lo merecieran siendo, al final, vencida. Los restos de la burbuja se los tiró El Bribón al monstruo que murió de desolación y abandono con los años. 
   Por tanto, los robledales de alrededor donde crecían setas por doquier se llenaron de gentes cantando y riendo no siendo ya hongos, sino las personas que fueron en el feliz pasado. El Bribón por su gallarda valentía fue tratado por cada ciudadano como un salvador y un héroe nacional. El jovenzuelo fue recompensando por el Rey y por las altas e ilustres autoridades del reino en general, y se le premió con incontables medallas y con plenos honores. 
   Cada vez que se escuchaba su nombre por las tierras del monarca le apreciaban o criticaban por ser un popular fiestero y un cierra-bares, sino por el hecho de derrotar a una bruja que tanto daño hizo y liberar a la princesa del mal que la prendió, pues ese día que le recibieron puso el diamante sobre la corona del Rey y todo se cumplió según lo mandado.
   La princesa, pues, no volvió a tener males o enfermedades, se casaron los dos, convirtiéndose la flor de la amapola que le dio ella a El Bribón en el anillo prometido antes de la ceremonia. Los años pasaron, fueron la mar de felices como pareja, y colorín colorado este precioso cuento se ha acabado. 

 

                                                    FIN

 

 


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