El rey cuidaba de dormir más que de estar despierto, pues su actual realidad la consideraba una devastadora tragedia sin parangón y residía en su corazón la angustia y la desazón. Los pingüinos si sabían que estaba más triste de lo normal montaban espectáculos de patinaje en el centro del gran salón que era una pista perfecta en la que se desenvolvían con primor y talento para divertir a su señor. Rulfo se apuntaba y, a pesar de no tener tanta gracia como los otros animales, sus expresiones corporales eran no menos cómicas y de ese modo curaban algo el malestar de su señor.
Una mañana el rey sintió que había algo bajo su casi congelado colchón y que a su vez le pinchaba el costado. Al ir a mirar vio que había una piedra mágica, la cual examinó el monarca detenidamente y que relumbró entre los dedos como el mayor tesoro jamás contemplado, sintiéndose inexpresablemente reconfortado, pero la sensación no tardó en desvanecerse. Los precedentes días no dejó de nevar de una manera desaforada y el rey veía sus tierras blancas y heladas extenderse allá donde no llegaba la mirada. Los pingüinos le traían todo tipo de fríos manjares y solía echarse siestas tan duraderas que cuando retomaba la conciencia casi se le pasaba la tarde. Rulfo, que estuvo las noches anteriores vagando por las cercanías del reino, le dijo a su señor que una morsa que tenía los dos colmillos de oro, que cuando corrió cerca de su lado le vio vomitar una llave enorme que pesaría, por lo poco, unos cuantos kilos.
- Antes de volver a palacio no veáis, majestad, la cantidad de cosas que expulsó de la boca –le siguió contando el sirviente cascabeleando las campanas de los zapatos-. Fue una imagen, desde luego, de lo más desagradable; pero debo reconocer que después de hablar un rato con ella supe que en el fondo era un animal sereno, apacible, y que si parecía agresivo era por su forma y por lo solo que estaba.
- No lo esperaba –dijo el rey sentado en su trono de hielo y rubíes en medio de su lujoso y granizado salón-, pero no os detengáis, no os detengáis... proseguid contándome sin parones, mi humilde Rulfo. A cada frase la narración se inclina más misteriosa. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Seguid!
Entonces Rulfo, sin detenerse, le explicó hasta el último punto lo que vivió a su señor que pegaba el oído cada vez más a cada palabra del elfo. Rulfo le dijo que la morsa después de darle lo que escupió, guardando la piedra el elfo con cuidado, se puso a llorar y le pidió a éste que arrancará parte del pelo más largo del bigote. Y es lo que hizo Rulfo y la morsa le fue aclarando que existía un portón labrado por la propia luz del arco iris y encharcado con todos sus exquisitos colores y que la llave abría esa entrada. Y que el bigote era para que al tocar la puerta surgiera la invisible cerradura.
Allí, al otro lado del portón, si alguien entraba en ese cuarto tan puramente blanco e infinito, todo en lo que pensara se haría realidad al instante.
- ¿Y la llave qué hiciste con ella? –dijo el rey-. Lógicamente, si no me equivoco según lo cuentas mi humilde Rulfo, la tendrás que llevar encima.
El elfo se agitó divertido como si fuera una marioneta de teatro y hurgándose un bolsillo le mostró la llave, agregando que no lo hizo en su momento hasta tener el consentimiento real.
- ¡Eaa! –dijo el rey entrecruzando los azulados dedos del frío-. Bien que sepas entonces que cuentas con mi aprobación y quiero que cuando estés en ese interminable cuarto lleno de candor pienses en que mi corona se congele de nuevo y que retornen mis súbditos y la normalidad de antes. ¡Ay! ¡Cuánto lo echo…! ¡Cuánto lo echo de menos!
Rulfo se puso de camino casi de inmediato y durante varios días no se cansó de correr en su apariencia de lobo y de cruzar estepas polares, ir sobre glaciares y atravesar nevados montes donde casi le engullen otras oscuras bestias. Al elfo le costó mucho encontrar las playas de la otra vez y más aún dar con la morsa de los colmillos de oro que no la vio hasta pasados dos o tres días cuando estuvo a punto de rendirse.
El inmenso animal se rebozaba en la arena y parecía jugar solitariamente, tarareando y clavando los anchos colmillos en la tierra y dándose chapuzones con frecuencia en la orilla para remojarse. Lo desfavorable vino cuando Rulfo se quiso acercar y vio que justo un pesado elefante marino se puso delante de la morsa como ofendida por ocupar esa orilla que consideraba suya, enzarzándose ambos en una feroz pelea.
El elfo, en su apariencia de lobo ártico, desistió obviamente de meterse en medio de la lid, y alejándose lo suficiente para estar seguro, se bañó sin perder de vista a la morsa que seguía peleándose y ladrando y silbando y chillando contra el elefante marino que gruñía con soberbia cólera e intentando aplastar con la papada la cabeza del rival. Antes que Rulfo tomará una opción aun precipitada, el elefante marino recibió una cuchillada con los colmillos de la morsa y el mamífero casi derrotado se sumergió en el agua y desapareció en un tornado de espuma para no vérsele más.
Rulfo acudió a la morsa, le atendió y le curó las heridas. El animal malherido se dejó sanar al conocer de la otra vez al lobo y pasaron el día y juntos parte de la noche e incluso la morsa le invitó a su casa que era debajo de un iceberg y sobre una lámina deslizante de hielo. Rulfo aprendió canciones de la morsa que era una excelente cantante y se apuntaron unos osos de mar que compartían morada con la amiga colmilluda. – Son geniales vuestros cantos –le repitió Rulfo varias ocasiones a la morsa-. Es increíble a su vez que conjuntéis tan bien el canto, y por otro lado, tan bien la danza. ¡Nunca creí que unos osos de mar bailaran magníficamente!
Los aludidos, por ser voluntariosos, siguieron con su espectáculo y Rulfo se quedó dormido al curarle antes a la morsa los últimos mordiscos del elefante marino. La morsa vio como el lobo reposaba y le cogió tanto cariño por el buen hacer del elfo. Al día siguiente despuntó el sol más fuerte que nunca durante las primeras horas del alba. –No mucho más allá se encuentra la puerta que te mencioné –le recordó la morsa y despidiéndose de los osos marinos que bailaron en cortesía por el invitado se dirigieron hacia donde debían de ir.
Después de atravesar la playa en su extensión, llegaron a una cala donde había varias cuevas y en la más grande se metieron y pronto por poco chocaron contra un muro sólido y escabroso. Casualmente la luz mañanera entró con el ansia que durante tantos meses la privaron e iluminó la pared rocosa con una singular claridad. Esa luz al haber habido precipitaciones el día anterior se fusionó con el arco iris que pronto asomó y formaron un portón grueso y majestuoso, encharcado de una gama de increíbles y vivos colores.
- Dame la piedra mágica que te dio tu rey –le pidió la morsa.
- ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que me dio una piedra mágica? –se impresionó Rulfo.
- Quien me pide ayuda, con concentrarme, puedo llegar a conocer lo que ha hecho durante sus últimas semanas antes y después de tratar conmigo. ¡Es un don del que siempre he gozado!
- ¡Eres una auténtica caja de sorpresas! Ya con lo oído, si me lo dices, me lo creo.
El lobo sacó la piedra mágica que le dio el rey y la morsa la aplastó hasta hacerla polvo y se la esparció desde la frente hasta los pies con soltura.
- Para que te aporte ventura y entereza en tu cometido –ladró la morsa.
En ese momento, Rulfo cogiendo el bigote que guardaba de la morsa con las fauces lobunas, tocó la superficie y el bigote se extinguió y surgió fantásticamente una cerradura de plata.
La morsa le hizo una señal con los ojos y las aletas y, el perro a duras penas y sujetando la llave con los colmillos, la metió dentro. Un humillo dorado brotó del pie de la puerta y rechinando con un crujido se fue abriendo perezosamente, despidiendo una niebla blanquísima. Entonces Rulfo se metió dentro y pensó en que la corona se descongelaría, en que las gentes y los súbditos reales reaparecerían, y que la serenidad se retomaría en las difíciles tierras del rey.
La morsa le pidió que saliera del cuarto, y al hacerlo, desde luego, el portón se cerró de par en par y la llave que sostenía entre los dientes se desvaneció. La cueva de ese iceberg comenzó a temblar con peligro de venirse abajo y escaparon pitando antes de que se derrumbase sobre ellos. Rulfo pidió encarecidamente a la morsa que se viniera al palacio del rey y el animal como vivía en soledad no rechazó la suculenta oferta.
Al llegar, la corona no estaba congelada sobre la cama del mandatario igual que en el pasado, sino que la soportaba la cabeza del rey y el palacio era de nuevo lo espléndido y maravilloso que fue hace décadas el país. Los diez pingüinos seguían haciendo sus funciones graciosamente y en cualquiera de las salas y pasillos helados por los que caminaron el elfo y la morsa se encantaron de ver tantos sirvientes y tantas personas felices y festivas, y la morsa le abrumó al principio ver a Rulfo con apariencia de elfo al haberle visto siempre como un lobo ártico.
Al llegar los dos al salón, el rey recuperado de su mal ya no le salía humo de la cabeza ni le consumía el calor, relumbrando la corona con majestuosidad. El rey, soberbio de felicidad y noble consuelo y protegido por los soldados que le arrebataron, construyó una caverna helada bajo el palacio y cuidó a la morsa al ejemplo de una hija. Por último, Rulfo fue nombrado marqués y tuvo hijos con otra elfa, heredando una pequeña región del reino y siendo afortunados todos para el resto de sus días.
Maravilloso ❤️❤️❤️
ResponderEliminarHola, terminas es mejor estoy gratamente sorprendida pero al final no sé si el relato es tuyo o es anónimo ,
EliminarMuchísimas gracias. Son todos los cuentos puramente míos. Me alegro que te gusten. Tengo más de doscientos, pero es cierto que aquí tengo subidos unos pocos. También escribo novela y relatos! Un placer tenerte! Estás en tu casa! Un abrazo cálido!
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