Los doce príncipes

Hace tiempo, más del que creéis lectores, había un niño que caminaba diariamente por una ribera. De pronto, antes de volver a casa a almorzar, un montón de pompas de agua le acecharon y rodearon. Al querer esquivar una, Martín sorteó varias y al dar por hecho que se libraba de ellas, una le rozó laciamente y acabó dentro de una transparente y luciente burbuja de agua. Hizo amagos de salir de ella: dio patadas, puñetazos, chilló, propinó golpes, pero la burbuja era resistente como cristal blindado, y al mismo tiempo acolchada y flexible como un almohadón. 
   Cuando Martín se cansó de buscar escapatorias, sin preverlo, se golpeó su burbuja contra una seta roja y de manchas blancas. Debajo del sombrero del hongo había un hombrecín (parecido a un duende, aunque verdaderamente no lo era) sentado, fumando un pipilla.
-          Oh, buen medio de transporte… –le dijo el pequeño fumador expulsando un aro de humo.
-          ¡Porras! ¡No lo he elegido yo este martirio! –replicó el Niño de la Burbuja con desdén. 
-          ¿Quieres librarte de ella?
-          ¡Me encantaría! Aunque… em… ¿escondes algo ahí? –preguntó Martín, pues detrás del hombrecito había un algo que despedía brillo.
-          Nada que no puedas ver, pequeño niño. ¿Te interesaría hacer un encargo y a cambio te libero de esa burbuja que llamas prisión?
-          Si está en mi mano haré lo que sea para remediar esta condena –estiró el Niño de la Burbuja los brazos tocando las paredes transparentes de la pompa.
-          Bien, bien; pues ya que me has mentado lo de la corona, verás: hay un raposo que duerme en una zorrera al final de esta ribera. Tu misión consistirá en arrancarle los pelos de la punta de su cola…
-          ¿Y eso para qué?

-  Pseeeeeé –le chistó con guasa el hombrecín-, estoy hablando…
   Martín se calló.

-          Bueno pues, iba diciendo que le quitases los pelos de la cola y luego los mojases y dejases secar a  la luz de la luna, niño. De ese modo, al día siguiente, estarían plateados y dispuestos para frotarlos contra la piedra del rey…

-          ¿El rey? ¿Qué rey?

-          ¡Claro! ¡Por favor! ¡Por favor! –rogó ante lo inaudito-... ¿No sabes?... ¿No conoces?... ¡El rey que descansa en la selva de árboles de más allá! –hizo una señal con el dedo hacia atrás donde se perdían intensas arboladas.

-          ¿Qué le pasa a ese rey?

-          Desde la muerte de sus buenos padres, los anteriores monarcas, y desde su coronación, una maldición desconocida y enigmática se adueñó de él y lo poseyó. Y un día que le entregaron frugales ganas de estar a solas y sin compañías paseó el inteligente y soltero rey para relajarse por estas vecinas arboladas de la ribera, y, con tan mala suerte, que a las pocas horas, extrañados los guardias de su tardanza inaudita pues era hombre de reloj y en exceso puntual, salieron a buscarle, y para sorpresa de todos, se lo encontraron convertido, solemne y taciturnamente, en piedra.

-          ¿Y se sabe qué pasó? –se le puso la carne de gallina al chico-. ¿Alguien sería el autor de aquello?

-          No se sabe. Nadie lo sabe. Es una maldición que jamás se sabrá. Lo único que importa es salvar de lo casi insalvable al rey, lo demás es incuestionablemente secundario, valiente niño.

-          ¿Cómo pretende que haga lo del zorro dentro de esta absurda burbuja? ¿Y para qué tengo que dejar reposar ese pelambre que le arranque de la cola a ese raposo, y mojarlo y dejarlo secar a la luna? ¿Para qué? ¿Para qué todo eso, señor? ¿Eso devolverá a la salvación a vuestro rey? ¿Acaso eso es lo correcto?

-         Se dice que el pelaje del raposo contiene sabiduría si se toma en infusión; si se fuma se puede predecir el futuro y vaticinar las consecuencias del mismo, y si se moja y se seca en una noche lunar y luego después de varios pasos a realizar (que bien te los mentaré cuando me traigas los pelos secos y listos) se frota contra la piedra, y así el rey podrá renacer y desconvertirse en lo que era…

-          ¿Por qué nadie lo ha hecho? ¡Habrá muchos que lo hayan intentado, que habrán realizado con valor, empeño y entrega esta empresa! ¿Nadie lo ha hecho de verdad?

-          Precisamente a un niño es lo que necesitamos. Las criaturas fantásticas y los animales para eso carecemos de manos y miembros adecuados para coger o cumplir tal objetivo, los adultos humanos son demasiado grandes y torpones y llamarían demasiado la atención. Los pequeños sois los mejores y como pasan tan pocos chavales por este reino, al venir tú de otro país distante y montado en una flotante burbuja de agua, he barruntado que serías el más idóneo para ocuparse de este embrollo, niño. Porque… las manos en realidad…

-          ¿Sí? –dijo intrigado Martín.

-          … en realidad las puedes sacar de la pompa… Prueba a ver.

-          No, no puedo.

-          Inténtalo.

-          Ya lo hecho.
-          Pues vuelve a probar. Vuélvelo a probar, niño.
   Nada más decir eso esa especie de duende raro, Martín apoyó las palmas de las manos en la superficie deslizante y acuosa de la pompa, y, comprendió, que, al hacer presión con los dedos contra las transparentes paredes, los podía sacar con plena facilidad a diferencia de los otros miembros de su cuerpo.
-          ¡Guauuu! –dijo el Niño de la Burbuja con una borrachera de alucinamiento-. ¡Esto mola! ¡Sí! ¡Y no poco! ¡Al menos por estos días dispondré de un método de defensa! ¡Gracias a las manos no me moriré de hambre!
-          ¡¡Sí, sí, niño!! ¡¡Bien, bien; ahora emprende tu camino!! ¡¡No te meto prisa!! ¡¡Pero tampoco tienes todas las horas del  mundo!! ¡¡Ya sabes que el tiempo es oro, niño!!
   Martín, sin muchas alternativas más, se dispuso a hacer esa tarea no sin antes preguntarle al hombrecito sobre el camino que habría de tomar, o cuál era el más aconsejable, en todo caso, para cumplir con lo dicho. Por lo que, sin barruntarlo mucho más, fue por una sendilla que se abría entre pinares, eucaliptos y abetales. Al no mucho de andar, se encontró con un erizo que rodaba por una pendiente yerbosa a mitad de la arbolada donde acababa de entrar. 
   Como el erizo le sorprendió con varias palabras que no llegó a entender Martín, éste le dijo: - Disculpe, señor Erizo, como usted tiene ya una sabia edad me da apuro sincerarme, pero, lo cierto, es que, como es enano usted, no entendido nada de lo que me ha preguntado.
   El señor Erizo, sin ofenderse, asintió estando de acuerdo, ya que que el animalillo escuchaba la voz altisonante del niño, a diferencia del chico que oía balbuceos y susurros incomprensibles.
   Tal es la situación, que, el Niño de la Burbuja, se arrodilló y agachó, poniéndose a la mínima altura del animal. Así escuchó al señor Erizo, hombre de buena vida pero de pocas palabras: - He observado, por casualidad, que venías desde la seta esa de atrás… Si bien el individuo ese que te ha atendido es excéntrico y solitario y… no sé… no sé lo que te habrá dicho, pero, sabrás que ese tipejo no le cree nadie por estos lares. No cuenta más que mentiras para engatusar a la gente y a los animales… Niños hay pocos por aquí por no decir ninguno y… ¡sois tan fáciles… tan fáciles de engañar, joven!
-          Pero él mismo me contó lo de vuestro rey de piedra y todo eso…–y le terminó de dar un par de citaciones más sobre lo dicho por el hombrecín ese.
-          Ñam, ñam –mordisqueó algo-… No me convence lo que me dices…
-          ¿Y qué debo hacer? –quiso saber Martín.
-          Pregunta… pregunta a más… a más animales…. Pregunta al que te encuentres y no dudes de que te dirá lo mismo que yo, joven.
   Después el longevo señor Erizo se fue rodando por la pendiente y ya no se le vio más cuando rebasó un pino. Martín prosiguió su camino y al poco tiempo se encontró un burrero que iba con cierta prisa, llevando su asno agitadas vasijas y odres de leche. Al cruzarse con el hombre de frente, el Niño de la Burbuja habló: - ¿Es verdad que hay un rey vuestro que está convertido en piedra y que…? (…) –Después de hacerle una breve narración casi igual a la que había hecho con el erizo, el burrero le contestó que eso era verdad pero que las soluciones, por otra parte, no eran esas y que tuviese cuidado y anduviese con ojo porque por esas tierras había mucho mentiroso, mucho calumniador. 
   Martín ya no terminó por fiarse mucho y el burrero antes de despedirse le dijo que esa burbuja era estupenda y que no se quejase tanto el chico, pues podía flotar en el aire, y, eso, era un recurso inigualable en cuanto a moverse y poder llegar a sitios donde a otros, les era imposible. Esas ventajas se las apuntó el niño y con esas bondades prosiguió el camino hacia adentro de la copiosa arbolada, algo más alegre y parcialmente convencido de que, en buena medida, fue engañado por unos o por otros. ¿Aunque… aunque por quién? ¿Por quién? 

   Al hacerse estas preguntas dio un traspié dentro de la burbuja, resbaló dentro de ella y se golpeó de frente contra un ancho tronco que, al dar la pompa en ese árbol rebotó después de agua contra una inmensa roca, donde quedó anclada, encajada, no muy lejos, en la ancha boca de una guarida yerbosa. Dentro no parecía haber nadie y un farol radiaba luz, una luz tenue y lúgubre la que iluminaba débilmente el interior del lugar. Pero Martín no tardó en saber que se equivocaba, ya que doce figuras sentadas al fondo de la guarida se hallaban cuchicheando entre ellas… Se sorprendieron al saber de Martín y, al verle, dentro de una burbuja, dijo uno (el mayor), pues eran varones y de edades tempranas: - ¿Qué es lo que te rodea? ¿Qué es lo que rodea tu cuerpo, niño?

-          Agua –contestó Martín-. Una pompa de agua, en la cual, por azar, me vi envuelto.

   Cuchichearon entre ellos algo más y añadió otro, uno de los jóvenes del medio para ser exacto: - Al menos tienes una forma de protegerte a distinción de nosotros… De ese modo, por supuesto, estás a salvo.

-          ¿Acaso vosotros no estáis a salvo? ¿Os acecha algún peligro?

   Sucedieron unos segundos y el primero en hablar antes susurró algo y el silencio, por poco, regresó. Intrigado, el niño dijo, parándose la burbuja en el interior de la rocosa cueva: - ¿Qué os ocurrió, decidme, para temer tanto el exterior, para temer tanto salir afuera?-          Malditos permanecemos –dijo uno de atrás del todo en aquella semioscuridad-, privados estamos de la luz de las estrellas y de la luz del radiante sol.

-          Sí, no nos puede dar –dijo el primero, el mayor de los doce.

-          Sería un grave peligro –dijo otro que estaba al lado.

-          ¿Qué os hace pensar eso? –les preguntó el Niño de la Burbuja en las nieblas de la duda.

-          Somos príncipes; los hijos de un rey que ya no es de carne, sino hijo de la roca y esclavo de una hechizo –dijo uno de los príncipes medianos-. Nosotros estamos condenados a transformarnos en cuervos si nos da la luz del cielo, sea de noche o de día…

-          Sólo nos libra el crepúsculo, que, por maldición, es el único breve período de tiempo en el que podemos salir afuera –dijo otro a su vez.

-          ¡Y es terrible! –se compuncieron un par de príncipes-. ¡Una verdadera condena!

   Entonces Martín comprendió que esos eran los doce hijos del rey que buscaba y la respuesta a sus preguntas después de tanto tiempo. De ese modo, el niño no dudó en notificarles de todo lo concerniente a la burbuja, sus aventuras por el camino, los inesperados encuentros con otros personajes, su charla con el hombrecín de la seta y otras nuevas a remachar. Y, habiéndose olvidado de la corona que le diera ese duende raro, la sacó y se la entregó a los hijos expresándoles lo del raposo, los pelos mojados, y lo de la luna… y no sé qué más cosas que ni recuerdo.

-          ¡Ca!, eso es un bulo. Un auténtico cuento –dijo el príncipe más joven guardando la corona en un escondite seguro de la cueva-. ¡Una mentira como una casa!

-          ¿Entonces que hay que hacer? –dijo Martín, el Niño de la Burbuja-. ¡Porras! ¿Por qué me ha mentido ese extravagante hombrecito? ¿Qué ganaba él con eso?-          Pues pensaría que eres menos despabilado y que podría sacar tajada de ti…

-          Pero, a fin de cuentas –apostó Martín-, ha perdido una corona que vale mucho más que eso… La podría haber vendido por ahí…

-          ¡Qué valor tiene una corona para una criaturilla así! –dijo el príncipe con más potestad-. ¡Ninguna! ¡Ninguna, por supuesto! Aunque si te quería hacer el lío, de cualquier modo, no ha triunfado.

   Los once príncipes sobrantes asintieron y le dieron la razón al mayor de los hermanos.

-          ¿Y si os echo una mano se me redimirá de esta condenada pompa de agua?
   Por tercera vez Martín escuchó que susurraban entre sí o se expresaban opiniones con cuchicheos y siseos incomprensibles. Al fin, el mayor de los doce príncipes dijo sabiendo el nombre del niño, pues éste se lo acaba de decir a los que allí hacían presencia: - ¿Martín, ves el farol que ilumina esta nuestra guarida?
   El niño respondió que sí.
-          Pues bien –prosiguió el príncipe con resentimiento-, esta luz es la única que aguantamos desde la maldición que recayó sobre nosotros. Es una luz que nos trajo la madre de todas las hadas; gracias a la cual resistimos dicha humillación y desgracia. Sólo podremos librarnos de este hechizo si se hacen doce agujeros  y se entierran en ellos doce cordeles que nos dio nuestra madre como recuerdo antes de fallecer. De ese modo, doce días más tarde, crecerán doce avellanos mágicos y seremos salvados de la maldición y devolveremos de la piedra a la carne a nuestro monarca, el bienquerido rey al probar, cada uno de nosotros, una avellana de nuestro correspondiente árbol.
-          Y nuestro padre, gobernante legítimo de nuestro reino –dijo uno de los medianos-, se reconvertirá en carne al día siguiente de tomar nosotros las avellanas mágicas…
-          Y eso se producirá con el primer rayo del alba –remachó uno de los más pequeños. El niño miró a cada uno de ellos para cerciorarse, se mantuvo en silencio, y tragó saliva.
-          ¡Vayamos entonces a hacer los agujeros al ocaso! –propuso con energía de repente.
-          ¿Y cómo pretendes realizarlo, Niño de la Burbuja? –dijo uno de los doce príncipes.
-          ¡Es muy precipitado! –remató otro.
-          Antes de que sucumba la noche y nazca el sol –concretó Martín-, esos pocos minutos que son el tiempo del crepúsculo,haréis cada uno vuestro agujero y al hacerlo enterraréis ese objeto que tenéis que enterrar y regresar así, sin entreteneros, a esta guarida antes de que el sol asome.
   Era arriesgado y era una cuestión que barruntaron los hijos del soberano desde hace tiempo, pero todavía no se habían atrevido a arriesgarse. ¡Y era normal, en serio! ¡Se entendía! ¡Cualquiera se arriesgaba! Sin embargo, Martín se lo dijo a los doce príncipes de sangre azul de una manera tan convincente y segura, que les pareció verdaderamente una muy buena idea. Y, ese día, sin más, se dispusieron a tal ejercicio.
-          ¡En nada habrá que salir! –dijo el pequeño de los doce cuando estuvieron en el borde de la guarida a punto de lanzarse a cavar cada cual su agujero.
-          Saca el farolillo, Niño de la Burbuja –dijo uno de los príncipes medianos.
-          Sí, cierto, eso hará que muchas hadas se acerquen para darnos éxito o que cubran el ambiente de bienaventuranza –dijo el mayor de ellos.
   Martín asintió de acuerdo se lo expresaban. La noche iba muriendo poco a poco hasta que, en el momento crucial del crepúsculo, los príncipe iluminados por el farolillo mágico que sujetaba el niño, se dispusieron con apremio a cavar con las manos en la hierba pues no contaban con palas encima. 
   Tanto se dieron prisa, que, el mayor de los príncipes y algunos medianos y el pequeño de todos ellos, hicieron un generoso agujero donde medio sepultaron los pequeños cordeles de oro que guardaban en los bolsillos. Sin embargo, hubo a muchos que no les dio tiempo a casi nada.Martín mientras les iluminó con la luz del farolillo y buenos espíritus les abrigaron y dieron algo más de suerte y dicha. De cualquier modo, antes de que los doce terminasen su culminante encomienda, las brillantes centellas de luz del nuevo día cayeron sobre los príncipes transfigurándoles en cuervos que escaparon volando, entre graznidos y sordos aleteos, bosque a través.
-          Oh… ¡Oh, no! ¡No! –se arrodilló Martín con lamentos-… ¡¡Ca, vida injusta!! ¡Tenía que haber salido en persona a ocuparme de los agujeros! ¡Temía que no surtiese efecto de realizarlo yo, pero es lo que tenía que haber hecho! ¡Siempre dentro de esta pompa que me entorpece para cualesquiera sean las funciones! ¡Estoy harto! –y la acusó, golpeó y pataleó insustancialmente.
   Mientras se desgraciaba y arrepentía una y otra vez, entró a la guarida a descansar y a repensar cuando el sol ya estaba alto. ¡Lloró y lloró! ¡Oh! ¡Qué he hecho! ¡Se me ocurren sólo disparates!, se decía al borde de la desesperación cuando vino la noche fría, metido en la pompa de agua flotante, al fondo de la guarida semioscura. Esa noche, lo pasó muy mal, echó de menos su tierra natal, su patria, y sintió pena por esos príncipes y por ese rey. Pero, al día siguiente, se arrepintió más aún de lo tonto que fue, pues, es justo alegar, que, al lado de los agujeros cavados o a medio cavar, estaban en la hierba, dispersos, los doce cordeles de oro, unos pocos casi enterrados; y otros ni eso. Se les habrá caído en el último instante, se dijo Martín cogiéndolos y metiéndolos en cada hoyito mientras echaba tierra por encima cubriéndolos. 
   Después de esto, no estuvo muy seguro de si iría bien aquello, de si darían esos remedios los frutos merecidos. El futuro lo diría, pues. Los siguientes días, sacando el niño los brazos de la flotante pompa, pescó lo que pudo por los riachuelos de las cercanías, pero se alimentó, sobre todo, de frutos secos porque lo de cocinar al fuego dentro de una burbuja era una misión harto difícil.Y por ello, no se complicó. El tiempo sucedía lento, aplastante. En muchas ocasiones Martín se aburría y mataba las horas dándose un paseo sin alejarse demasiado de la cuevecita, o también se distraía escuchando el eco de su voz solitaria rebotando en la cavernosa guarida.
   Cuando sucedieron los doce días desde que enterró los finos cordeles mágicos,crecieron en los hoyitos esa dulce mañana de finales de primavera, doce avellanos, lozanos y hermosísimos, cubiertos de frutas, rebosantes de vigor y robustez.Sin embargo, después de esto, no cambió la situación y llegó Martín a barruntar que quizás aquello fuera una simple cantinela que van por ahí contando sin ton ni son las gentes. Pero algo, en parte, le hacía creer que si habían crecido en doce días esos avellanos desde lo de los cordeles, es que, eso de lo que hablaban los príncipes, no era un mentirijilla cualquiera. 
   De cualquier modo, perdió la esperanza, perdió la paciencia y bien se distraía tan poco dentro de la pompa de agua que pasaba horas adormilado o durmiendo dentro de la guarida, esperando en el fondo que aquello diese buenos resultados. Y, hablando de frutos y frutas, no cogió ninguna de los avellanos, y mira que a Martín le costó porque tenían una pinta exquisita. 
   Uno de esos tranquilos días que paseaba y botaba por entre los espigadísimos árboles, el niño fue arrastrado millas y millas al norte por un vendaval inesperado que le llevó al reino de al lado. ¡Qué rápido fue todo! ¡Qué susto! ¡Ca! ¡Fue desagradablemente repentino! A las pocas horas, Martín se encontró dentro de un valle delante de un opulento rey que cazaba con varios de sus monteros reales, después de moverse el mismo niño por las fronteras de ese vecino país sin saber cómo era el camino de regreso a la guarida.
-          ¿Qué te sucede pequeño?... –se paró a interesarse el monarca por el desangelado chico-. Nunca había visto un niño flotante… ¿De dónde vienes?...
-          Vengo del reino de al lado.
   El rey, sobre su gran y real caballo y observándole los monteros, rumió esa frase del niño y dijo inmutablemente:
-          Ah, ya, ya muchachillo –saboreó las letras al pronunciarlas-… Tiempo ha, que no voy allá. Tiempo ha.
   Después de esto, le dijo el monarca, que en el castillo donde residía tenía una hija muy dulce y bella y que si quería conocerla, pues tomó al Niño de la Burbuja por un jovenzuelo que tenía facultades sobrenaturales, ya que el rey nunca vio en vida tal fenómeno de ir flotando dentro de una pompa de agua. 
   Así bien, a los pocos días, la joven y el niño se conocieron y a diferencia de la edad (pues la hija del rey era un pelín más mayor), se empezaron a enamorar hasta que años después, por una enfermedad desconocida, el monarca murió y les cedió el trono convirtiéndose Martín en rey junto con la princesa que también fue coronada reina. Para entonces, ya eran adultos hechos y derechos. ¡Qué de años de contentamiento! ¡Qué de experiencias vividas, qué fragancias respiradas y caricias compartidas! Gracias a la ayuda de muchos guardias y alabarderos consiguieron pincharle la pompa a Martín y sacarle de ella a las pocas semanas. ¡Mal rato aguantó! ¡Pero pasó! Y en adelante todo fue igual de bien.
   Un buen día de abril, salieron a pasear después del duro invierno. A Martín le apetecían aventuras, pruebas, emociones… y se le ocurrió una idea.
-          ¿Por qué no viajamos al reino de al lado? –le invitó tiernamente, como lo suelen hacer los enamorados-. Hace años que no voy y no recuerdo mucho de lo que en otro tiempo recordé en exceso. Te propongo, querida mía, que cabalguemos y veamos bosques y conozcamos verdosos valles; ahí, en el reino de al lado, dicen que hay tierras que aquí son difícilmente imaginables.
   La reciente reina, enamoradísima de su rey, se sintió encantada de la propuesta, y ambos se encaminaron a lomos del corcel que compartían rumbo al país vecino. Cuando cruzaron la frontera y dejaron atrás bosques y tierras de labranza del reino al que habían entrado hace ya unas largas horas, se metieron en un espeso bosque que le fue del todo familiar a Martín. Cabalgaron durante mucho tiempo hasta que pararon a comer y prosiguieron. Bien viajaron una hora más, cuando, como si despertarán de un sueño, contemplaron doce avellanos inmensos y lozanos, como frutas de un edén.
-          ¡Son preciosos! –dijo la reina, brillándoles a los dos las coronas de marfil y oro que ceñían sus frentes-. ¡Qué bonitos!
   El rey Martín se quedó patidifuso, sin aliento de repente. Se quedó sin habla.Le golpearon recuerdos, recuerdos que se apelotonaban en la mente. Al joven, esos años, por efectos del enamoramiento o del exceso de felicidad (o por ambas), medio sepultó en su mente lo de los doce príncipes.
-          No lo puedo creer… –dejó Martín suspendida la frase, frase que pensó y que no quería expresar, pero que, por impulso propio, le salió sola de la boca.
-          ¿Qué pasa, querido? ¿Estás bien? Juraría, cariño, que no tienes muy buen aspecto –le observó con un gesto preocupado tan guapa como era. 
   Martín prefirió no esperar más y al recordar lo que hace muchos años de niño le atormentara tanto, le contó hasta la última línea de lo sucedido hasta ahora en lo concerniente a los doce príncipes y el rey de piedra. La reina se quedó patidifusa también y le dio todo su apoyo. 
   Tanto es así que, muchos albañiles y constructores, levantaron una fabulosa casa real de madera, piedra y oro frente a los doce árboles. Muchos nobles de la corte se trasladaron a la vez que parte del servicio de los reyes. Los meses sucedieron, sucedió la Pascua, sucedió el Verano, sucedió la Navidad… y nadie venía. Pero, sin embargo, un día lejano, de un otoño lejano, los reyes estaban sentados en el gran porche de su majestuosa casa, en unas escaleras anchas del mismo, cuando, de repente, una bandería de unos cuantos cuervos negros como el hollín, se posaron en los avellanos mientras graznaban. 
   Lo más curioso de todo es que, cada uno de ellos, lo hizo en una copa diferente. Siendo doce cuervos y, justamente, doce árboles…
-          ¡Oh!... ¿De verdad? –se quedó Martín sin habla-. ¡No puede ser!...
   Y al exclamarlo, se montó en su caballo y fue directo a arrancar una avellana de cada árbol, acompañándole la reina y montando los dos sobre el mismo corcel.Entonces los cuervos al ver que esos reyes les ofrecían del fruto cada uno picó y comió de cada avellana hasta que, saciados y llenos, aletearon y en una nube de resplandores mágicos retornaron a su figura humana. ¡Oh, sí! ¡Sí! ¡Al fin! ¡Ya eran los príncipes de antes; creedlo, que se libraron del mal!
-          ¡Por fin tengo manos y no alas y puedo coger cosas! –dijo el mayor de todos.
-          ¡Y yo no pasaré tanto frío volando tan alto! –levantó la voz alegremente uno de los medianos.
-          ¡Y puedo hablar y no graznar! –se felicitó un tercero.
-          ¡Pero ya no volaremos, hermanos! –dijo el pequeño de los doce príncipes.
   A estas oraciones alegres, siguieron otras: mucho más célebres y exclamativas, y así se lo agradecieron mucho y Martín les presentó a su nueva reina y mujer, y les confesó lo vivido hasta esos días, desde que se convirtieron los doce príncipes en cuervos hasta los años venideros y su coronación como rey del país vecino. Esa noche, cenaron a lo grande y hasta muchos bailaron y cantaron dando palmas. 
   Pero el festejo acabó pronto y al día siguiente, siendo el día en que con la primera luz del alba se despertara de la piedra el ilustre rey, madrugaron mucho y se dirigieron hacia la estatua antes de que apareciese el sol. El pequeño llegó a los pocos minutos porque fue en busca de la corona (donde permaneció sin que lo supiese nadie durante alrededor de una década en el fondo de esa guarida donde tanto estuvieron). La noche iba cayendo y por fin el sol, en nada, surgiría. 
   En conclusión, se apiñaron en torno al rey de piedra y le colocaron sobre la cabeza la corona que le correspondía, con cuidado de no romper el monumento que con el viento y la lluvia se había debilitado y permanecía más inestable que antes. ¡Qué poco faltaba para un nuevo mañana! ¡Qué poco quedaba por Dios!
   De ese modo, al acariciar la estatua las primeras centellas de luz del amanecer, la propia piedra se agrietó y un cuerpo inmóvil durante no sé sabe cuánto,se vio liberado de la pétrea condena. Así bien, surgió el rey en carne y hueso y se desmayó delante de la docena de hijos y de los reyes he ahí presentes. Al despertar el monarca, montaron una buena fiesta y ambos reyes fueron buenos compañeros y las alianzas de antaño entre ambos reinos se consolidaron y restablecieron, volviéndose entrañables amigos; heredando el mayor de los doce príncipes, el trono al morir su popular progenitor.
   Martín cuidó mucho a la nueva familia pues tuvo muchos hijos y un día le vino a presentar respetos un duendecillo raro que fumaba en pipa. Nuestro protagonista al recordarle le exigió saber a aquel hombrecín porque le mintió y éste contestó que se lo habían dicho por ahí, y se dio cuenta de que no te puedes guiar por las voces desconocidas de otros, y, que, hay que tener determinación y criterio para valerse y pensar por uno mismo. Y de esto bien que aprendió ese hombrecito que fue alejado para siempre de la corte y de los aposentos de los reyes.
   De ahí en adelante, el joven rey Martín y su mujer, reinaron por mucho tiempo en paz y contentamiento, y colorín colorado este cuento va a finalizar, pero si vosotros lectores me lo pedís, con gusto, yo os lo volveré a contar.

 

 

FIN 

 

 

 

 

 

 

 


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