El marqués de Barbillo

A un ferretero le iba de mal en peor las circunstancias, y cada día era más desgraciado y pobre. No le quedaba más que unas pocas ovejas regalo de un vecino y algún cuadro de un primo que fue pintor. Un día se marchó al campo a darse un paseo después del trabajo, y he aquí que le salió al encuentro alguien parecido a un dandi, un hombrecillo oscuro e indescifrable, con sombrero de ala ancha y elegantemente vestido que le dijo:
-          ¿Por qué sufrir después de haber trabajado durante una vida tanto? Si me prometes que me podré esposar con tu hija, a la cual le haré feliz, te ofreceré un futuro prometedor.
  El ferretero que no ganaba mucho en su humilde ferretería cedió. 
-          Dentro de unos meses volveré a buscar a mi prometida –y se marchó con viento fresco.
   No hay duda de que el ferretero se asustó al pensar que quizá comprometía a su querida hija con un desalmado, y más se quedó sin aire de la sorpresa cuando supo que los cajones y estanterías se su dormitorio estaban forrados de billetes, de oro y cuantioso dinero. La mujer le felicitó al llegar a casa de sus labores: - Querido, me he encontrado dentro del bolso con un interminable fajo de billetes, mas es lo último que imaginaba. Es evidente. Y al abrir los arcones de abajo me he encontrado que han salido mareas de monedas de oro. ¿Cómo es posible? ¡Somos ricos, cariño! ¡Dios mío! ¡Oh somos ricos! 
-          Hace poco me he encontrado a un hombre en el campo y a cambio de casarse con nuestra hija nos brindará abundantes riquezas y me ha prometido un futuro dichoso. Si no le hubiera visto buen hombre no hubiera aceptado. Ya lo sabes, cariño.
-          No sé qué decirte –no le convenció a la mujer del todo.
-          Me dijo que en unos meses se volvería a pasar. 
-          ¿Y si es un mal hombre? ¿Y si hace daño a nuestra pequeña? 

-          No, descuida, mujer. Sé que es un hombre de claro corazón. Ya verás que sí. 

   Por el momento el ferretero, su mujer y la hija vivieron unos meses maravillosos. El hombre cada día trabajaba menos en la ferretería al no hacerle falta el dinero y disfrutar con su familia, con comidas de órdago, forrando los tejados y las paredes de oro, comprando ganados y rebaños, y más de una docena de sirvientes y cocineros para que les sirvieran. Ni el ferretero ni ellas se quedaron con las ganas de gastar las inagotables cifras de interminable dinero que les den más tierras agrandando la parcela que tenían, vistiendo mejor y dándose una suerte de caprichos para saciar hasta la última gota de ambición y codicia. Vivían tan bien que el ferretero se hizo amigo del rey al regalarle una carroza enjoyada en puros diamantes verdes y perlas, y el monarca de ese país le nombró marqués de Barbillo (pues así se llamaba esa región), abandonando el digno gremio de ferretero y pasándose él y los suyos a la nobleza. No sin erigir antes un palacio sobre lo que fue su vieja y austera casita. 

   Estaban tan felices que el marqués se olvidó del trato que hizo con ese menudo y desconocido hombre. Y la avaricia era algo que no le envenenó al marqués como hubiera pasado con otras personas; es más, le ennobleció (ya siendo noble de alma) y a muchos vecinos y viejos compañeros ferreteros y de otros humildes oficios les brindó ingentes cantidades de oro y plata para que no les faltara de nada y ayudar con los mendigos para que también se pudieran llevar algo a la boca. 

   La hija de los marqueses de Barbillo se enamoró de uno de los criados más cercanos de su servicio y en los ratos libres por los jardines de alrededor del palacete montaban su merendero particular, ocultos tras los árboles y la flora para no ser descubiertos por otros cortesanos o curiosas gentes. El tiempo así para la joven corría como la pólvora, mas era similar para el marqués que salía a pescar mucho con alguno de sus sirvientes y la marquesa que cuidaba de sus fértiles rosales privados.  

  El día que menos esperaron, sin embargo, apareció ante las puertas del palacete de los marqueses, el hombrecillo del que los nobles tan pronto se desentendieron. El hombrecillo llegó tal cual le vieron la primera vez. 

-          Veo que has aprovechado tú y los tuyos el tiempo que os concedí –dijo el intrigante hombre. 

-          Todo lo que ves nuevo lo he hecho durante el año con los progresos que he hecho en mi vida. 

-          Yo sólo quiero lo que me corresponde por derecho. 

   El marqués de Barbillo que recordó el trato mantenido tuvo que decir que la hija no se encontraba disponible al haber viajado unos días a una comarca vecina y que el regreso sería casi inminente. El hombrecillo misterioso anunció que se pasaba otro día; a la segunda aún el noble no había vuelto. Y a la tercera vez que fue el hombre, el marqués le intentó poner otra excusa, diciendo que su hija tras venir de su salida enfermó y que guardaba reposo en cama. A la hija le daba horror tenerse que casar con un retaco feo que apenas si conocía. Y le imploró al padre que por favor que por nada del mundo quería compartir la vida y vivir en matrimonio con ese pretendiente.         Al hombrecillo la tercera vez no le gustó en absoluto y se lo tomó como una ofensa; entonces apoyó los dedos en el primer tocón de piedra de uno de los muros que franqueaban los portones principales y las paredes se oxidaron, los nuevos establos, sus bienes en general y las tierras de los marqueses se pudrieron, y los florecientes jardines plantados se marchitaron. Y nada más hacerlo el hombre se consumió en una llamarada de fuego y tras un ligero telón de humo no se le vio. 

-          ¿Qué hacemos? ¡Qué espanto! ¡Nos han arruinado! ¡Y me han salido granos encima por todos lados! 

-          Yo también tengo picores, cariño –se compadeció su mujer rascándose durante una nublada tarde-. ¡¡Hasta en la planta de los pies!!

-          Y el criado del que tanto me enamoré ha caído enfermo y ha muerto ayer de manera repentina –lloró la hija. 

   El marqués y antiguo ferretero se sentía arruinado y ningún noble, persona de la corte real, o el mismo rey, que le amparase. La marquesa, sin embargo, escondió algo que nadie supo, guardando un geranio que de cría le regaló un hada. Si soplabas las flores podías pedir un único deseo al desnudar la flor. Y la marquesa lo sopló desde la alcoba e imaginó cómo era todo antes; entonces el palacio oxidado recuperó su juventud y esplendidez como el resto de ricas tierras, riquezas y bellas cosas que se degradaron. 

   El marqués de Barbillo fue premiado por el rey y por la corte, pero poco le importó al saber que en los momentos malos nadie apoya, mas para los buenos todo el mundo está. Al antiguo ferretero eso le defraudó y sintió resignación por el reino, las gentes y la sociedad en general. Los marqueses venciendo las adversidades y constantes dificultades ampliaron los terrenos y colaboraron intensivamente con los desfavorecidos. La hija de los nobles encontró a su media naranja que era ferretero como lo fue su humilde padre y vivieron en adelante brindando en copas enjoyadas, con dignos títulos y bañándose sobre montañas de oro (sin preocupaciones y padecimientos).
   Y lo mejor es que los marqueses de Barbillo no volvieron a saber nada del hombrecillo misterioso, enterándose el marqués y su familia al poco tiempo que lo calcinó un trueno una noche de tormenta. 

 

                                                    FIN

 

 

 

 

A un ferretero le iba de mal en peor las circunstancias, y cada día era más desgraciado y pobre. No le quedaba más que unas pocas ovejas regalo de un vecino y algún cuadro de un primo que fue pintor. Un día se marchó al campo a darse un paseo después del trabajo, y he aquí que le salió al encuentro alguien parecido a un dandi, un hombrecillo oscuro e indescifrable, con sombrero de ala ancha y elegantemente vestido que le dijo:

-          ¿Por qué sufrir después de haber trabajado durante una vida tanto? Si me prometes que me podré esposar con tu hija, a la cual le haré feliz, te ofreceré un futuro prometedor.

   El ferretero que no ganaba mucho en su humilde ferretería cedió. 

-          Dentro de unos meses volveré a buscar a mi prometida –y se marchó con viento fresco.

   No hay duda de que el ferretero se asustó al pensar que quizá comprometía a su querida hija con un desalmado, y más se quedó sin aire de la sorpresa cuando supo que los cajones y estanterías se su dormitorio estaban forrados de billetes, de oro y cuantioso dinero. La mujer le felicitó al llegar a casa de sus labores: - Querido, me he encontrado dentro del bolso con un interminable fajo de billetes, mas es lo último que imaginaba. Es evidente. Y al abrir los arcones de abajo me he encontrado que han salido mareas de monedas de oro. ¿Cómo es posible? ¡Somos ricos, cariño! ¡Dios mío! ¡Oh somos ricos! 

-          Hace poco me he encontrado a un hombre en el campo y a cambio de casarse con nuestra hija nos brindará abundantes riquezas y me ha prometido un futuro dichoso. Si no le hubiera visto buen hombre no hubiera aceptado. Ya lo sabes, cariño.

-          No sé qué decirte –no le convenció a la mujer del todo.

-          Me dijo que en unos meses se volvería a pasar. 

-          ¿Y si es un mal hombre? ¿Y si hace daño a nuestra pequeña? 

-          No, descuida, mujer. Sé que es un hombre de claro corazón. Ya verás que sí. 

   Por el momento el ferretero, su mujer y la hija vivieron unos meses maravillosos. El hombre cada día trabajaba menos en la ferretería al no hacerle falta el dinero y disfrutar con su familia, con comidas de órdago, forrando los tejados y las paredes de oro, comprando ganados y rebaños, y más de una docena de sirvientes y cocineros para que les sirvieran. Ni el ferretero ni ellas se quedaron con las ganas de gastar las inagotables cifras de interminable dinero que les dio el misterioso hombrecillo. 

   Y por adquirir, adquirieron más tierras agrandando la parcela que tenían, vistiendo mejor y dándose una suerte de caprichos para saciar hasta la última gota de ambición y codicia. Vivían tan bien que el ferretero se hizo amigo del rey al regalarle una carroza enjoyada en puros diamantes verdes y perlas, y el monarca de ese país le nombró marqués de Barbillo (pues así se llamaba esa región), abandonando el digno gremio de ferretero y pasándose él y los suyos a la nobleza. No sin erigir antes un palacio sobre lo que fue su vieja y austera casita. 

   Estaban tan felices que el marqués se olvidó del trato que hizo con ese menudo y desconocido hombre. Y la avaricia era algo que no le envenenó al marqués como hubiera pasado con otras personas; es más, le ennobleció (ya siendo noble de alma) y a muchos vecinos y viejos compañeros ferreteros y de otros humildes oficios les brindó ingentes cantidades de oro y plata para que no les faltara de nada y ayudar con los mendigos para que también se pudieran llevar algo a la boca. 

   La hija de los marqueses de Barbillo se enamoró de uno de los criados más cercanos de su servicio y en los ratos libres por los jardines de alrededor del palacete montaban su merendero particular, ocultos tras los árboles y la flora para no ser descubiertos por otros cortesanos o curiosas gentes. El tiempo así para la joven corría como la pólvora, mas era similar para el marqués que salía a pescar mucho con alguno de sus sirvientes y la marquesa que cuidaba de sus fértiles rosales privados. 

   El día que menos esperaron, sin embargo, apareció ante las puertas del palacete de los marqueses, el hombrecillo del que los nobles tan pronto se desentendieron. El hombrecillo llegó tal cual le vieron la primera vez. 

-          Veo que has aprovechado tú y los tuyos el tiempo que os concedí –dijo el intrigante hombre. 

-          Todo lo que ves nuevo lo he hecho durante el año con los progresos que he hecho en mi vida. 

-          Yo sólo quiero lo que me corresponde por derecho. 

   El marqués de Barbillo que recordó el trato mantenido tuvo que decir que la hija no se encontraba disponible al haber viajado unos días a una comarca vecina y que el regreso sería casi inminente. El hombrecillo misterioso anunció que se pasaba otro día; a la segunda aún el noble no había vuelto. Y a la tercera vez que fue el hombre, el marqués le intentó poner otra excusa, diciendo que su hija tras venir de su salida enfermó y que guardaba reposo en cama. A la hija le daba horror tenerse que casar con un retaco feo que apenas si conocía. Y le imploró al padre que por favor que por nada del mundo quería compartir la vida y vivir en matrimonio con ese pretendiente. 

   Al hombrecillo la tercera vez no le gustó en absoluto y se lo tomó como una ofensa; entonces apoyó los dedos en el primer tocón de piedra de uno de los muros que franqueaban los portones principales y las paredes se oxidaron, los nuevos establos, sus bienes en general y las tierras de los marqueses se pudrieron, y los florecientes jardines plantados se marchitaron. Y nada más hacerlo el hombre se consumió en una llamarada de fuego y tras un ligero telón de humo no se le vio. 

-          ¿Qué hacemos? ¡Qué espanto! ¡Nos han arruinado! ¡Y me han salido granos encima por todos lados! 

-          Yo también tengo picores, cariño –se compadeció su mujer rascándose durante una nublada tarde-. ¡¡Hasta en la planta de los pies!!

-          Y el criado del que tanto me enamoré ha caído enfermo y ha muerto ayer de manera repentina –lloró la hija. 

   El marqués y antiguo ferretero se sentía arruinado y ningún noble, persona de la corte real, o el mismo rey, que le amparase. La marquesa, sin embargo, escondió algo que nadie supo, guardando un geranio que de cría le regaló un hada. Si soplabas las flores podías pedir un único deseo al desnudar la flor. Y la marquesa lo sopló desde la alcoba e imaginó cómo era todo antes; entonces el palacio oxidado recuperó su juventud y esplendidez como el resto de ricas tierras, riquezas y bellas cosas que se degradaron. 

   El marqués de Barbillo fue premiado por el rey y por la corte, pero poco le importó al saber que en los momentos malos nadie apoya, mas para los buenos todo el mundo está. Al antiguo ferretero eso le defraudó y sintió resignación por el reino, las gentes y la sociedad en general. Los marqueses venciendo las adversidades y constantes dificultades ampliaron los terrenos y colaboraron intensivamente con los desfavorecidos. La hija de los nobles encontró a su media naranja que era ferretero como lo fue su humilde padre y vivieron en adelante brindando en copas enjoyadas, con dignos títulos y bañándose sobre montañas de oro (sin preocupaciones y padecimientos).

   Y lo mejor es que los marqueses de Barbillo no volvieron a saber nada del hombrecillo misterioso, enterándose el marqués y su familia al poco tiempo que lo calcinó un trueno una noche de tormenta. 

 

                                                    FIN

 

 

 

 

 

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