El librero se enrolló en coger una y entretenerse con las demás, y al final, sin previsiones, no supo con los líos por cuál camino fue. Durante las andaduras al hombre se le pegaron plantas trepadoras, ramajes y raíces en las botas, talones y en parte de las piernas y la cintura.
Al librero le comenzó a pesar un ligero debilitamiento, que, luego pasó a ser, de cualquier manera, un doloroso agotamiento. Sin poder contenerse se quedó dormido sobre un tronco musgoso que le sirvió oportunamente de lecho, soñando que regresaba al hogar y donde cenaría ricamente y podría leer lo que quisiera con libertad y deleite.
No obstante, no fue así y su despertar fue angustiante, horroroso. El hombre al mirarse las manos, el cabello y cada parte de él vio que en vez de piel y carne era de puro musgo. Al librero le estuvo a punto de dar un síncope y casi desfallece del susto que se dio.
- ¿Cómo me habrá...? ¿Qué he hecho para que me pase esto? ¡No podré ni volver a casa así! No me va a reconocer ni mi mujer y me expulsará pensando que soy un monstruo –y estalló el vendedor de libros en gemidos y llantos desesperados. Estuvo el librero recluido en zonas pocos transitadas durante una semana hasta que dijo que no podía seguir de tal manera.
- Tengo que regresar; ¡aunque mi mujer se asuste al verme! –caviló en alto-. De lo contrario, nadie podrá abrir la librería y se irá a la quiebra el negocio... ¡y me arruinaré!
Dándole vueltas al asunto, el librero quedó que no tenía más remedio (aún por vergüenza e inquietud) de volver a su entorno. El hombre se veía en los reflejos de los ríos donde se paraba a beber y miraba horrorizado su reflejo en el agua. Y el reflejo mostraba un hombre cubierto de musgo fresco y verde de pies a cabeza y al mirarse los pies comprendió que eran el triple de grandes que antes.
Por esa razón, el hombre de musgo andaba con mayor aceleración y si llegó entero a su hogar medio días más tarde fue por el transcurso de los arroyos que continuó que le dejaron a pocos pasos de su puerta. La mujer cuando le abrió de llevó las manos a la cabeza y faltó poco para que sufriera un desmayo.
- ¿Qué es lo que te ha hecho? ¡Madre mía! ¿Dónde te has metido? ¿Qué...? ¿Qué es todo esto? –se angustió la mujer algo fuera de sí; se sentía disgustada y descolocada-. ¿Qué te han hecho? ¿Eres de verdad tú? Sólo te reconozco por el fondo de tu expresión. ¡Me has tenido en vilo todos estos días! ¡Más largos que meses! De no ser por eso, por tu mirada, perfectamente te hubiera confundido y no te creería.
- ¡Oh cariño, mi vida! ¡Vida mía! ¡No sé cómo ha llegado a pasar esto! Caí en el bosque al vencerme el desmayo, me dormí presa del cansancio y al abrir los ojos... Me encontré como... ¡cómo estoy ahora! ¡Es una desgracia! ¡Menos sé yo el porqué de esto, cariño! ¡Te he echado tanto de menos! ¡Tanto de menos, vida mía!
- ¡Y yo! ¡Y yooo también, cielo mío! –se emocionó la mujer.
Ambos se abrazaron y besaron, pero a la esposa no le convenció el tacto hierboso y la peste a tierra y a musgo que traía. Encima el librero cuando quiso leer, como de costumbre, en la cama, vio que manchaba las sábanas y las mantas y por donde pasara dejaba un recorrido de barro y hierbajos.
El librero se arrepentía de la salida más que nunca y tuvo que ocuparse la semana la mujer de la librería y de la tienda al no poderle ver ningún cliente así. No sería prudente que cualquier lector normal comprara un libro a un hombre de musgo que desmigaba tierra de sus brazos al utilizarlos y que se le caían helechos del verduzco pecho al cobrar en la caja. ¡Era impensable! Esa imagen arruinaría o, en todo caso, podría echar al traste su negocio y no quería arriesgarse.
Una de esas mañanas que estaba solo, salió el librero al jardín de fuera de la rústica casa y se sentó al pie de un árbol, mirando el cielo y las nubes que formaban anillos en su divino y azuloso recorrido, soplando un aire que por momentos lo relajó. El hombre mientras meditaba vio que las ramas bajo las que estaban se zarandearon, cayendo de las mismas una gineta que amortiguó el golpe con la cola. El hombre de musgo se quedó a cuadros al no imaginarlo y con interés le preguntó: - ¿Qué don tienes? ¡Ni un gato con siete vidas sobrevive a esa caída!
- Estoy acostumbrado a este tipo de saltos –dijo la gineta con impasibilidad lamiéndose la cola.
- Ya se ve; entiendo que tienes prisa –supuso el librero.
- Un poco, pero me he caído del árbol al verte. Me has llamado la atención.
- ¿Yo? ¿Y eso por qué? –sabiendo con horror que no quería saber la evidente respuesta.
- Nunca he visto a un hombre que solo se le vean los ojos y que el resto del cuerpo sea musgo –dijo la gineta con naturalidad y un toque de humor-. Eres único, el único que he visto de ese modo. ¿Te caíste en un pantano o alguien te maldijo? - No exactamente –resopló el librero tocándose la fina y verdosa barba.
El hombre de musgo le detalló al animal lo mal que le fue y su inefable suceso de despertarse una mañana, tras pernoctar en el bosque, y encontrarse así sin haber hecho nada al respecto. La gineta atendía a cada minucia de la densa narración y, entre una cosa y la otra, dio la hora de cenar y el librero invitó a comer al animal, sirviéndoles la mujer una guarnición de patatas con perejil y una buena trucha recién pescada que degustaron.
La gineta se quedó satisfecha por la cena y quedó con el librero en que pasado mañana irían a la Fuente de las Promesas donde tirabas una moneda y del agua surgía una ninfa que consolaba cualquier mal que a alguien pudiere perturbar.
El librero se ilusionó con que quizá tendría un resquicio de fortuna para solucionar su particular problema y cuidaba de no bañarse mucho para que no se le pudriera el cuerpo y la mujer tenía que regarle cuidadosamente cada uno o días dependiendo de lo seco que estaba. El librero evitaba a algunos insectos que se lo comían, arriesgándose poco a salir de su cuarto.
Si lo hacía era para no descuidar el sol que lo necesitaba en su justa y equilibrada medida. Antes de lo que creyera el librero, se aventuró con la gineta y caminaron durante toda la soleada mañana hasta llegar a la Fuente de las Promesas que se localizaba en el corazón de un hayedo, pues la mayoría de las tierras que abundaban en ese país eran esta clase de paisajes.
La fuente, labrada en piedra y plata pura, era bella y espléndida y escupía varios chorros de un agua fresca y cristalina. Al acercarse el librero y la gineta emergió la cabeza de una mujer rubia, guapísima, de ojos verdes y los bucles de oro del cabello caían y resplandecían como topacios.
- Caras preocupadas, son caras que dicen algo malo –dijo la ninfa con una voz atractivamente femenina, dulce, pero omnipotente que vibró en el aire-; caras buenas, en cambio, suelen traer noticias favorables.
- Es un gusto saludarla otra vez Señora Blanca –dijo la gineta haciendo una reverencia de educación y respeto a la divina ninfa-. Necesitamos, no es menos, no sólo de su sabio consejo. Necesitamos tanto que colabore cuanto más con nosotros; no queremos molestarla, pero este hombre está metido en un duro aprieto –señaló al librero que afligido enmudeció.
La gineta se expresó ante la grave tragedia del hombre de musgo y le explicó con total orden la historia del desdichado a la Señora Blanca que estiraba los esbeltos brazos por encima del agua creando con la yema de los dedos un armonioso sonido y pintando símbolos y figuras maravillosas.
- Poco pudiere hacer por vosotros excepto daros un poco de mi aliento mágico –les dijo la Señora Blanca y soplando dentro de un frasco enjoyado les dio parte de su aliento que olía a perfume, y el librero con gratitud lo guardó con esperanza.
- Con esto cupiere la oportunidad –añadió- de que si lo dais al centauro de vidrio le libraréis de su mal y os recompensará a toda costa, pues favorece excelsamente al menos afortunado. Descansa en la frontera de estas arboledas y solo podréis hacerlo durante la última luz del día...
- ¿Por qué está hecho vidrio? ¿Qué le sucedió? –dijo la gineta.
- No tiene que ser muy alentador que pases a ser repentinamente de vidrio –lamentó el librero con exhalación de vencimiento.
- De una tarde para otra transformaron al centauro en vidrio –aclaró la Señora Blanca brillando chispas de los pendientes de oro y zafiros-, pues era intolerante a la lluvia y como en este lugar llueven estrellas del cielo, varias incidieron en él y desde décadas atrás malvive sin la compañía de nadie, medio desterrado y condenado a no poder moverse...
Al decirlo, su voz sonó con eco y la dueña de la fuente desapareció justo cuando el sol dejó de incidir en la deslumbrante Fuente de las Promesas (pues sólo aparecía cuando éste daba su radiante presencia), retomando el librero y la gineta el camino por el que se tenían que desviar para que la noche no se les viniera encima.
Durante las próximas mañanas y parte de los atardeceres recorrieron el hombre de musgo y la gineta con valentía herbazales, colinas y más arboledas hasta desembocar en el límite de los bosques al otro lado del país donde la vegetación era más prolífica y espesa. Gracias al librero no les devoró un oso al quedarse la gineta debajo del compañero y permanecer camuflado por la cantidad de musgo que le tapizaba la figura al vendedor de libros.
El único inconveniente es que casi se lo comen unos gamos que ramoneando pensaron que era forraje. Lo bueno es que la gineta le espabiló con la cola al adormilado por la pronta siesta, que se echaron en la parada que efectuaron y casi se queda el librero sin su musgosa oreja y sin unos cuantos dedos por el despiste. En adelante, los caminos a medida que ganaron leguas, se bifurcaban o a veces mezclaban y tuvieron que desandar muchas veces lo que antes, por equivocación, caminaron con sudor y perseverancia.
La gineta era mañosa para coger fruta de las ramas o para pescar algún pez si se daba la ocasión cuando pasaban por riachuelos. Lo más angustioso es la persecución que tuvieron de unos perros salvajes, una semana desde su partida, que casi los engullen como a carroña al final de una tarde. Si se salvaron se debió a la actuación de la gineta que haciendo señales al librero se auparon en la copa de un tejo y de ahí no bajaron hasta que se largaron las rabiosas bestias.
Antes de que tocare la noche, algo resplandeció a lo lejos durante la quinta jornada de andaduras y vieron una figura acristalada y portentosa que descubrieron al final que era el centauro de vidrio, descansando su cuerpo inmóvil ante las tenues luces, habiendo un silencio general por los alrededores.
Entonces, el hombre de musgo y la gineta aprovechando la calma reinante y la última y pálida luz del día que incidió sobre el centauro, abrieron el frasco y el perfumado aliento de la Señora Blanca rozó al animal hasta que la fina película de vidrio se consumió para mostrar su piel, su color, su verdadero tacto. El centauro despertando de su letargo no tuvo menos en cuenta el favor y la criatura les agasajó con una cena de reyes y disfrutaron de una fiesta por todo lo alto donde acudió hasta la Señora Blanca y la mujer del librero y otros allegados.
Lo que más lamentó el hombre de musgo es que siempre sería de musgo, pues el centauro le concedió energías positivas sólo con tocarle, pero no pudo otorgarle un milagro de esas dimensiones al no ser mago ni tener poderes sobrehumanos. Y como no le quedaba otra solución, el librero se conformó con su aspecto y con los años se mentalizó personalmente de cómo era y se aceptó con naturalidad y humor.
En adelante, viajando a la librería de la ciudad cada mañana como siempre hizo en su carroza de caballos, fue viento en popa y por el nuevo aspecto se corrió la voz de su peculiar físico y cada vez se multiplicaron más los lectores que le compraban libros. Al hombre de musgo se le nombró de los libreros más influyentes y singulares del país y antes de su muerte erigieron un bello monumento en su memoria en el centro de la ciudad.
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