La bota mágica

Mucho tiempo atrás había una bota que era tan estupenda que te podía llevar a cualquier parte sólo con calzarla con un pie. Bastaba dar un salto para llegar adonde quisieses; pero la bota únicamente se haría al pie y sería fiel servidora si andabas y te amistabas con ella.
   Porque era una bota diferente. Era una bota que podían desear hombres ricos, caballeros andantes, magos o incluso gigantes. Era una bota única porque no era como el resto de botas, era una bota cual pocas hay; la verdadera gran bota mágica.
   En muchos rincones de aquel lugar se había oído hablar de ella. Todos decían lo mismo para bien. Era tan popular porque se ajustaba al pie de quienquiera que la calzara en ese momento, fuere cual fuere, viniere de dónde viniere. Era una bota... una bota lustrosa y brillante con cordones de oro. Y era tan querida que hacía de bien quien hablase de ella.
   Cierto día, un duque que andaba con su caballo, se encontró la bota mágica debajo de la rama de un abeto  como el pescador que se encuentra una gallina en el agua.
   “Es la famosa bota...”, pensó el duque. “Me la llevaré, la calzaré para llegar antes y dejaré aquí este caballo. Al senescal le gustará y entonces nuestro pequeño señorío será el más conocido”.
   Así pues el duque se dirigió al castillo de su señor, pero a medio camino un ogro se lo comió y se quedó con la bota, la cual se calzó y el grandullón dio saltos tan grandes como su altura, y mira que se sentía gordo y saciado. La bota no le quería, pero a esta horrible criatura le daba igual.
   El ogro de ciudad en ciudad se hizo más popular por la bota mágica hasta que un duendecillo se la robó una buena noche cuando dormía profundamente. El duendecillo hizo las travesuras que se le ocurrieron y se divirtió saltando al máximo durante semanas, hasta que un gnomo de una casa cercana al bosquecillo donde vivía se la quitó por la fuerza y el duendecillo asustado desapareció para siempre.
   El gnomo, como todos los anteriores personajes, sacó partido a la bota. ¡Y tanto que la aprovechó, no la escuchó y saltó y saltó pensando exclusivamente en su diversión, cual es evidente, sin importar la opinión o el parecer de la bota!
   Porque, como bien sabréis lectores, todo exceso tiene sus problemas. Y en este caso, desde luego, no hubo excepción alguna.
   Y llegó el día en el que un rey pasó con un grupo de caballeros y le arrebató al gnomo la bota sabiendo de su buenísima fama. Aquel rey la llevó a un enorme castillo de su lujoso reino y a los pocos días decidió convocar una gran competición de saltos.

   En esta celebración participó el soberano y, sin vacilar, decidió calzar la bota. Y así bien, el que saltase mayor longitud de varas sería el ganador. El premio era dinero en alta suma y mayor popularidad en los reinos de al lado. Vamos, una oferta tentadora que no quería pasar por alto el monarca. Entonces cuando se celebró la competición de saltos, los participantes extranjeros (entre ellos caballeros, otros reyes, príncipes y capitanes prestigiosos) se pusieron en una misma línea dibujada en el suelo y saltaron lo más que pudieron.
   Porque, como era de esperar, nadie efectuó un salto tan alto como el del rey, y sin duda alguna, la bota mágica se había portado excelentemente. Cosa que agradeció mucho el monarca. Claro que, ganó una fama, como pocos reyes podían imaginar. Sin embargo, cuando iba todo tan bien, la situación se torció y la bota triste toda ella, de repente, desapareció del enorme castillo. 

  Sus guardias la buscaron sin cesar, sin resultados; pero inútilmente nada encontraron. Así pues el rey en persona fue tras ella, en su búsqueda y corrió la misma suerte que sus súbditos. Entonces, no muy lejos del castillo, la bota mágica estaba bajo el nido de una rama, que por casualidad había sido cogida por un pájaro al verla cerca de la ventana del rey.
   En aquel nido vivía el príncipe de las perdices, aquel que había cogido el preciado objeto y aquel que ahora lo miraba con atención. Comprendió qué era y cómo se utilizaba, pero al tener plumas y patas cortas no podía calzar la bota ni utilizarla de algún modo. Llamó a sus perdices y ninguna lo consiguió, porque les sucedía lo mismo que a su señor.

   Y el príncipe a la desesperada y sin saber a quién acudir, se lo dijo al zorro de abajo por si le era de utilidad y éste la comprobó, pero no le servía para nada a fin de cuentas. Entonces el zorro, aparentando gentileza, se la regaló al pequeño osezno del roble vecino, y el osezno agradecido, huérfano pero siempre alegre, la aceptó de buenas maneras.

   Cuando supo que no era un tarro de miel ni un saco de almendras, la tocó y la miró, y se puso la bota en una pata y dio saltos y saltos durante mucho tiempo a pesar de los gritos y quejidos de la bota. ¡Buen ambiente! ¡Se llevaban realmente bien! ¡Había sólo que verlo!
   Sin remedio, el osezno la perdió y la bota luego acabó descubriéndola un leñador a las afueras de un lejano bosque. El leñador, cosa que no hizo nadie hasta ahora, la sacó brillo hasta que quedó pulcramente limpia y abrillantada.
    Luego la estudió, miró los cordones de oro y la piel brillante que envolvía la bota y se la puso para probársela en un pie. Fuere como fuere, sin duda, la quería. También, a diferencia de los anteriores propietarios que la tuvieron, unos descuidados y crueles, otros ajenos y desentendidos, el leñador cuidó sin embargo de ella, la trató con respeto y anduvo mucho, antes que saltar sin parar.
   Porque quería conocerla a fondo. Y, desde luego, poco a poco se fue forjando una amistad entre ambos y la bota mágica desde aquel día dio unos saltos tan elevados y prolongados (como nunca había visto nadie, ni siquiera el rey aquel que la poseyó, lectores). Desde aquellos días vivieron para siempre felices, y el leñador cambió de oficio luego y se hizo zapatero, siendo el hombre más feliz hasta la fecha. 
FIN

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

El hombre de los pensamientos

La princesa mariposa

El rey de hielo