La bota mágica
En esta celebración participó el soberano y, sin vacilar, decidió calzar la bota. Y así bien, el que saltase mayor longitud de varas sería el ganador. El premio era dinero en alta suma y mayor popularidad en los reinos de al lado. Vamos, una oferta tentadora que no quería pasar por alto el monarca. Entonces cuando se celebró la competición de saltos, los participantes extranjeros (entre ellos caballeros, otros reyes, príncipes y capitanes prestigiosos) se pusieron en una misma línea dibujada en el suelo y saltaron lo más que pudieron.
Porque, como era de esperar, nadie efectuó un salto tan alto como el del rey, y sin duda alguna, la bota mágica se había portado excelentemente. Cosa que agradeció mucho el monarca. Claro que, ganó una fama, como pocos reyes podían imaginar. Sin embargo, cuando iba todo tan bien, la situación se torció y la bota triste toda ella, de repente, desapareció del enorme castillo.
Y el príncipe a la desesperada y sin saber a quién acudir, se lo dijo al zorro de abajo por si le era de utilidad y éste la comprobó, pero no le servía para nada a fin de cuentas. Entonces el zorro, aparentando gentileza, se la regaló al pequeño osezno del roble vecino, y el osezno agradecido, huérfano pero siempre alegre, la aceptó de buenas maneras.
Porque quería conocerla a fondo. Y, desde luego, poco a poco se fue forjando una amistad entre ambos y la bota mágica desde aquel día dio unos saltos tan elevados y prolongados (como nunca había visto nadie, ni siquiera el rey aquel que la poseyó, lectores). Desde aquellos días vivieron para siempre felices, y el leñador cambió de oficio luego y se hizo zapatero, siendo el hombre más feliz hasta la fecha. FIN
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