Hacía mucho tiempo se encontraba un poderoso emperador cazando en un gran y umbroso bosque con sus hombres. En una de esas veces salió disparado por un enorme ciervo que entrevió tras la maleza y tan raudo fue a por la pieza que los guardias imperiales no pudieron cogerle y le perdieron repentinamente de vista. Lo peor de todo es que el monarca no cazó al final a ese ciervo y al anochecer tuvo que detener el caballo y comprendió entonces que no tenía caminos de retorno y salidas y aunque trató de buscarlos no dio con ninguno. En ese instante tras la penetrante oscuridad le sorprendió una anciana decrépita y huesuda, que era una conjuradora.
- Buena señora –le dijo el Emperador con un tono de solemnidad y respeto-, ¿podríais indicarme alguna manera de salir del bosque?
- Claro, claro, Señor emperador. Sin andarme con rodeos –atajó apoyándose en un bastón nudoso-… podría, por supuesto, si vos cedéis lo que os proponga. En caso de negaros será una demencia por vuestra parte, puesto que nunca tendréis forma de escapar de este laberinto maldito de árboles y padeceréis el resto de vuestra vida una larga y oscura enfermedad.
- ¿Y a qué debo de ceder en tal caso? –preguntó el Emperador con gravedad y preocupación.
La conjuradora que era horrible y traidora, medio encapuchada, dijo:
- Tuve muchos hijos y todos enfermaron y murieron, pero aún me queda una hija viva y es joven y tan hermosa como la primavera, tan hermosa que no encontraréis en el mundo una belleza semejante. Si no la tomáis como esposa, pues por la bola que tengo sé que enviudasteis, no os indicaré las formas de salir de aquí y moriréis de locura y de hambre, Señor emperador. Y luego vendrán peores males… En vosotros está la decisión.
El Emperador, sintió que algo ahogaba su corazón y por miedo a salir malparado, no le quedó otra que ceder. La bruja cojeando le llevó a su casita y cuando entró una joven hermosísima se hallaba sentada frente al fuego, dando la extraña sensación de que les esperaba. La mujer estuvo amable con él, pero algo en el fondo de su mirada delataba su maledicencia, escondiendo: un descriptible espanto y terror sus ojos. De dicho modo, el Emperador gracias a la bola de la bruja que se la enseñó antes de salir de la casita pudo escapar de ese lugar umbroso y espeso y llegar a su imperio y al gran palacio donde moraba.
Los primeros años fueron bien y la madrastra hizo buenas migas con la hija menor y los cinco hijos del soberano y hasta se iba a jugar a veces con ellos o a merendar por los bellos campos de los alrededores. Pero bien, al cabo de un tiempo, el Emperador se fue dando cuenta lógicamente de que aquello era ciertamente ficticio y que la nueva Emperatriz era malhadada y maléfica y para prevenir planeó alejar a sus hijos de las manos de esa poco fiable mujer y les llevó a una casona a medio día a vuelo de cuervo en mitad de otro bosque verde y espeso no cercano a palacio. Ese lugar era agradable y sencillo y estaba rodeada esa antigua y señorial casa de floridos jardines y bellos estanques, albergando paz y calma.
No obstante, el Emperador solía visitarles unas cuantas veces a la semana a sus seis hijos y para ir y nunca perderse llevaba consigo un pétalo para su única hija y por el camino se le caían cabalgando muchos pétalos que le servían luego para no extraviarse en sus largos y peligrosos regresos.
Una de esas veces, en cambio, la Emperatriz se enteró de todo, pues sobornó a unos criados y le desvelaron el secreto. Entonces, ella, un día soleado y armonioso, se internó sola en los adentros del bosque y gracias a seguir el curso de esos pétalos caídos llegó la bruja hasta la casona donde vio que los príncipes y la princesa jugaban a la pelota y amigablemente se reían y correteaban.
Aprovechando la malévola Emperatriz el rato en el que los cuidadores de los niños se ausentaron para tocar con sus largas uñas a los cinco príncipes y convertirlos súbitamente en cinco osos, que espantados se perdieron en los adentros de ese bosque y abandonado los pobres la casona, olvidándose la bruja de la princesa que se escondió a tiempo detrás de unas flores. La Emperatriz volvió satisfecha sabiendo que les pasaría lo peor a esos pequeños y lo mantuvo en secreto.
El Emperador, en el seno de la ignorancia, fue al cabo de los días a visitar como siempre a sus hijos y la princesa espantada le relató lo ocurrido y el Emperador se desesperó al borde de las lágrimas y quiso llevarse a su pequeña, pero la hija no quiso y argumentó que prefería quedarse hasta el día siguiente para coger sus cosas con calma y que no se sentía con fuerzas de salir con prisas, protegiéndola los amables cuidadores de la casona. El Emperador lo comprendió perfectamente y vagó por ese bosque infinito y espeso hasta que las fuerzas y la tristeza le vencieron y mandó a muchos hombres en búsqueda de sus hijos, recordándoles que eran osos.
Pero era tan improbable encontrarles… y por mucho que se esforzaron no hubo rastro de ninguno de los príncipes y la princesa la mañana en la que iba a regresar a palacio decidió escaparse de la casona antes de que la recogiera su padre y la guardia imperial.
En esa escapada la niña no pensó en otra cosa que en sus hermanos y lo peor de todo fue el tiempo, pues a las pocas horas con el final del verano y el otoño vino el invierno y el panorama: se tiñó de blanco y de hielo. Las semanas pasaron y el Emperador disgustado y derrocado, con el corazón atravesado por lo que consideraba la muerte de sus hijos y herederos, se rindió y penosamente perdió las esperanzas. Mientras tanto, la princesa durante ese tiempo se lamentó de no darle explicaciones a su padre y de marcharse y no hizo otra cosa que sobrevivir en esa selva y no dejar de rebuscar a sus hermanos con valentía y obstinación.
Durante semanas heladas donde nevó y apretó el frío como nunca estuvo refugiándose en zorreras abandonadas o bajo las copiosas ramas de los árboles más gruesos para aguantar el viento y que no la devorara ninguna bestia salvaje.
Al cabo de un mes y medio encontró huellas de lo que indicaban ser osos y, después de andar durante tantas horas que la princesa olvidó la noción, una mañana que el sol despuntaba fulgiendo la nieve vio a los príncipes divirtiéndose delante de la boca de una amplia huronera abandonada donde jugaban con una fulgurosa pelota.
- ¡Qué bien! –dijo la pequeña-. ¡Qué buena noticia! ¡¡Estáis desencantados!!
Los hermanos muy apesadumbrados fueron a saludarla y a darla un abrazo cariñoso y le explicaron que sólo tenían una hora al día para disfrutar de su verdadera figura, pero que ésta cambiaba al término de ese tiempo y volvían a ser osos. La princesa preguntó desconsolada cuál era la solución para aquello…
- No hay solución a la vista –se entristeció uno de los mayores.
- ¡Estaremos así toda la vida! –lagrimeó otro con pesadumbre.
- Hay una única manera de desencantarnos –dijo uno de los medianos después de que murmurara alguno algo más-. Sólo una precisa manera. Entonces el muchacho le dijo a su hermana que el único modo era estar los siguientes cinco años elaborándoles unos zapatos y que únicamente podría beber agua y no podría sonreír en la vida ni pronunciar palabra.
- ¿Y no me podéis proteger vosotros? –les preguntó la princesa con gesto asustadizo e inocente.
- No –dijo el mayor de los cinco príncipes-: si hacemos eso nos condenaran de por vida y no gozaremos ni de la hora libre que se nos permite para ser humanos. Lo sentimos hermanita y encima si te ven los bandidos que cuidan de este sitio te harán mucho daño…
La princesa aterrorizada lo comprendió y no le quedó otra que salir corriendo, mientras lloraba y lloraba refugiándose en un agujero los pocos días que quedaban de nieve y de invierno. Cuando empezó la primavera se puso a coser las botas que iba haciéndoles a sus hermanos y más de un pastor o peregrino le preguntó algo, pero ella al no poder hablar se mantuvo en silencio siempre y sin sonreír, bebiendo agua y nunca vino (y la verdad es que no tenía ganas ni de beber o reír con la tristeza que le calaba el corazón): centrando su solitario tiempo en tejer esos zapatos y en mantenerse inexpresiva ante la vida.
Un día, un cabrero que pasaba por allí con su rebaño de impacientes cabras se paró y se interesó por la chica e incluso le ofreció un trozo de queso que no negó la princesa, pero sí declinó una bota de vino que le ofreció el buen hombre. Ella no sonrió, no habló, solo agradecida movió la cabeza y pronto el cabrero no tardó en marcharse deseándola una buena mañana, no quitándole ojo las cabras que parecían comprenderla más que su propio dueño y mientras se marchaban pastaban del verde y de la hierbabuena que crecía, entrándole a joven ganas de llorar por sentirse tan solitaria y tan desafortunada.
Otra tarde, varios cazadores que pasaban por donde ella se hallaba, la vieron y la hicieron decenas de preguntas a cuales más sencillas y claras y creyeron que era muda y les dio lástima y la llevaron ante el trono de su rey. Al soberano le inspiró tanta pena la chica que se desposó con ella pasando a ser la princesa una auténtica reina. Ya a la joven no le quedaba más que el año final para que pasara el plazo acordado y para que terminara de rematar los dos últimos zapatos que le quedaban. Pero el consejero real era malintencionado y no paraba de echar pestes contra la Reina. Una vez la pintó las manos de rojo y le dijo que mató a uno de los escribanos de Su Majestad, pero el mismo Rey no lo creyó, contradiciendo que la nueva Reina era mala persona y con un alma maliciosa y despiadada.
La segunda vez el consejero la manchó la boca de sangre y los labios y colocó un crío muerto ante los pies de la cama de la Reina diciendo que era la autora de haber devorado a un niño indefenso de la Corte. El Rey no se convenció de ello y se llegó a enojar, pero al final lo olvidó y concurrieron así los meses hasta que otro día y por tercera vez el consejero volvió a culpar a la Reina de haber ahorcado a una de las criadas reales.
Y como la joven no podía hablar, pues si no la condena de sus hermanos no se redimiría, el Rey ante tanto silencio sospechó de ella y acabó mandando: que la cortaran el cuello.
No obstante, el día que se la iba a matar se escapó, puesto que coincidía en que se cumplió el último año de los cinco que tuvo que esperar, habiendo cosido todos los zapatos. Corrió la Reina y se perdió por el bosque hasta que después de muchas aventuras se encontró a los cinco osos que al verla saltaron de alegría y la joven les puso los zapatos a cada uno y el pelaje se desprendió de sus cuerpos y en una nube mágica volvieron a ser nuevamente los príncipes sanos, venturosos y guapos que fueron (menos uno que se le quedó brazo de oso y a otro las pezuñas), presentándose así delante del Rey y explicándole todo y demostrando que el consejero real era un asesino y un mentiroso, condenándole el soberano a la horca y teniendo muchos hijos con la joven Reina.
El Emperador que tenía su gran imperio pegado a ese pequeño reino fue informado por un heraldo de la situación de su hija y del resto de sus hijos, y el gobernante no dudó en reunirse con su familia, condenando a muerte a la Emperatriz bruja y quemándola en la hoguera. Desde esos días fueron felices y afortunados y vivieron en paz el resto de sus largas y adorables vidas. FIN
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