Azalea

Érase una reina casada con un rey benigno y caudalosamente rico que tuvo una hija que era todo bondad. La pena es que a los pocos años la mujer murió por una rara peste y algunos acusaban a la sanadora real de haberla envenenado. Al rey y a su hija llamada Azalea les afectó en extremo, pero con el tiempo el monarca cogió cariño a la sanadora que le iba a visitar mucho y se enamoró de ella perdidamente. Tanto cariño se cogieron que se casaron y a la boda acudieron las hijas de la curandera que se les nombró princesas al igual que a la madre que fue reina.
   Las nuevas princesas, faltas de clase y modales, no congeniaban con Azalea y diariamente se regodeaban de ella por cualquier cosa mala que la sucediera y la hacían toda guisa de granujadas. Sus hermanastras eran flores tan hermosas como la princesa legítima, pero alojaban dentro de ellas un corazón lóbrego y malvado. Azalea se mostraba con las dos con la mayor simpatía y todo lo que tenía lo compartía con gusto y generosidad. Llegó una mañana en la que las hermanastras la invitaron a Azalea a salir con ellas y hacer una excursión que aseguraron que sería fascinante.
   Azalea, maestra de la ingenuidad y pletórica de inocencia, accedió buenamente y antes de lo que pensaron se hallaban muy dentro de un cerrado y oscurecido bosque. Las hermanastras y Azalea no dejaron de andar hasta situarse bien adentro donde el canto de los pájaros era remoto y los finos hilos de luz llegaban a ellos con debilidad. –Vamos a jugar a un juego ahora que se me ocurre –dijo una de las hermanastras.
-          ¡Oh sí! ¡¿Cuál?! –preguntó Azalea con diversión.
-          Nos vamos a separar –continuó la hermanastra- y la primera que encuentre mi cadena de oro se llevará un generoso premio. ¡La he escondido en un buen escondrijo!
-          ¡Oh sí, tiene que ser fácil de apreciar! ¡Con lo que brilla al ser de oro! –acompañó la otra con una perversa sonrisa. 
-          Será estupendo –reconoció Azalea con ingenuidad-. ¿Y entonces nos separamos al final? ¿No sería mejor ir juntas?
-          Sí, para ganar tiempo convendría –dijo la primera.
-          ¡Pongámonos en marcha! –les animó la segunda. 

   Y entre risitas las hermanastras se distanciaron de Azalea que pronto se encontró sola y abandonada cuando iba cayendo la noche.

   Hizo la princesa lo que le propusieron las dos jóvenes y durante la siguiente hora no encontró ni una huella de lo que escondió una de las hermanastras y llamó a gritos a sus acompañantes, pero al notar que se quedaba sin voz de tanto chillido y que no le descubrían por ningún lado supo que otra vez de echó a llorar. Anocheció tanto que la princesa apenas veía por donde pisaba y le entraron fríos y ganas de cenar y de reposar en su camita de la que tan lejos estaba. –¿Por qué me tiene que pasar a mí esto? ¿Qué he hecho? ¿Por qué estas dos chicas me tendrán esa manía? ¡Es injusto! ¡Nunca me porté mal y les di todo sin intereses!

   Durante el tiempo que Azalea se mareó con preguntas incontestables ínterin pensaba en voz alta y rezaba por escapar de aquel misterioso horror. Sin saberlo la princesa fue apartándose de los caminos existentes hasta que en la negrura, después de una hora deambulando como una sonámbula, vio un jardín lleno de moreras donde la hierba resplandecía como el ámbar. A Azalea le atenazó el ansia de comerlo todo y no vaciló en hacerse con cuantas pudo y recolectó tantas que no le cabían dentro de la ropa. 
  Contenta, la chica las devoró y encontró el camino de vuelta donde mantuvo en secreto el hallazgo y desde luego sin confesarlo a las irritantes hermanas. Azalea las ocasiones siguientes repitió el recorrido y era sorprendente que se acordara a la perfección tanto para ir como para regresar. En cambio, una de las veces que cogió muchas más de lo normal, le apareció tras las sombras una bruja que le dijo con odio y maldad: - Jovenzuela: la próxima que te atrevas a arrancar una sola tendrás que correr con las consecuencias.

-          Descuide señora no se repetirá –se disculpó la jovencita con apurada educación.  
  Azalea, de cualquier forma, no hizo caso y volvió al jardín unas cuantas veces más cuando se escapaba de su alcoba. La bruja una de esas veces se presentó y con una fragosa risa inmovilizó a la chica y la encerró entre las paredes de su negra morada. Tan espantada se sintió la pequeña que se echó a llorar. Los días pasaron y la reina y las hermanastras se alegraban de que no diera señales de vida y como Azalea no reaparecía el mismo rey fue a buscarla en persona penetrando en el caos de follaje que era ese bosque salvaje y maldito. El hombre cabalgó durante días hasta que al borde de la desaparición, cuando creía todo perdido, vio un jardín rebosante de moras donde las moreras nutrían la tierra. Al rey le encantó y se paró con anhelo y cuando iba a coger unas moras, pues tenía apetito la bruja se descubrió: - ¡Oh no tan alto señor Rey! No os adueñeis de lo que no os pertenece –le advirtió. 
  -          Oh, buena señora –se defendió con cortesía el monarca-: no sabía que pertenecía a alguien, pues soy el soberano y estas posesiones me corresponden.-          No es así, señor Rey. Estáis fuera de vuestro reino y carecéis de soberanía en estas tierras –le contestó la bruja con certeza. 
  -          ¡No oséis hablarme de tal modo, señora! –se ofendió el anciano.

-          ¡Os hablaré cómo me plazca! ¿Acaso vos a qué vinisteis? ¿Cuál propósito os ha traído a mis tierras, señor Rey?  

   El Rey cuanto menos afligido le confesó a la bruja que echaba de menos a su hija cuyo rastro no hallaba desde hace semanas. La mujer sin ningún respeto y con una carcajada tronó: - Si vos queréis tenerla de nuevo más vale que me traigáis el reloj mágico que es capaz de retroceder o hacer cambios en el tiempo!

   -          ¿Y cómo me haré con tal valía? –preguntó el Rey harto confundido y atenazado por el temor-. Nunca oí hablar de ese artefacto. 
   Le llegaron al soberano los clamores de su hija, la princesa que desde dentro de esa casa terrible y maldita morada sollozaba, chirriando los postigos de las ventanas como si alguna sombra o mal gobernara la umbría residencia.

   Al Rey se le heló la sangre y antes de que contestara la bruja un hálito exhaló de su boca y el gobernante tuvo que apartarse, piafando su caballo del que casi se cae. Entonces la bruja con voz atronadora bramó: - ¡¡Toma esto!! –Y le dio una bruñida vela de cera que iluminaba poderosamente los alrededores-. Lo encontrarás en las entrañas del bosque donde la luz no se ha visto en años. Antes de que el Rey se pronunciara, la bruja en una corriente brumosa y fría como si acabara de soplar un vendaval, se desvaneció, y al salir el soberano de la ceguera que le produjo, vio que la casa tampoco estaba. El Rey, con el miedo engullendo su corazón, cabalgó leguas adentro hasta que la fatiga y la oscura fronda le hicieron dar vueltas sin sentido hasta acabar al borde de la demencia. El gobernante sostenía la vela que no se apagaba por mucho que corriera el viento y ahuyentaba con la luz a los lobos y otras terribles bestias.     Cuando al cabo de unas horas creía que enloquecería y que se sentía falto de memoria, pues el aire que se respiraba en la endiablada atmósfera hacia que los recuerdos se marchitaran, se encontró el anciano monarca con un diablillo que con gorrito en punta y largos calcetines le dijo con una grácil risita perversa: - Señor Rey a vos se os ve ausente. Se nota que os aflige un dolor y os pesa el cansancio. ¿Os podría ayudar en algo? Por lo que veo tenéis agarrado vos una vela bastante singular. 

  -    Es una vela sobrenatural –se la mostró-. Y sí, ayúdame y gozarás de un premiado porvenir, humilde y pequeña criatura.
  El diablillo leyéndole la mente al soberano le dio el reloj mágico que necesitaba.   

   De cualquier forma, lo que no sabía el Rey es que sobre él cayó una maldición, y antes de que llegara a la casa de la bruja con el reloj la vela sobrenatural misteriosamente se apagó, amaneció con pereza y los primeros haces de luz le transformaron en porcelana, quedando petrificado en mitad del bosque. Los años pasaron hasta que una linda mañana unos viajeros tropezaron con la estatua de porcelana que era el Rey, espléndida y lóbrega, permaneciendo intocable únicamente su corona de oro y aguamarina de cinco puntas y sus finos y presentables ropajes.

   -          ¿Qué le habrá pasado? –se dijeron los caminantes y uno de ellos que tenía un palo fue clavándolo en la tierra dejando una marca y con ello se dirigieron al pueblo más próximo y lo comunicaron.

   Cuando quisieron varias bondadosas gentes seguir la huella que dejó el caminante: vieron que no había rastro alguno y que el propio suelo se lo tragó, lo borró, y por ende no hubo forma de llegar hasta el Rey que permaneció así unos cuantos años hasta caer en el triste olvido. Por las provincias cercanas y a lo largo de todo el reino no se paraba de hablar de la desaparición del monarca y la mayoría aseguraba, gracias al testimonio de los caminantes, que se trataba del gobernante de esas tierras. El pueblo se empezó a deprimir, empezó a decaer, y, la nostalgia y necesidad de que volviera su gobernante, se fue extendiendo de norte a sur.

   Como el Rey no reaparecía no les quedó, a los consejeros reales, más opciones que pasar temporalmente las riendas del gobierno a la reina que, anhelando que no regresase su nuevo esposo, tuvo que fingir que lo afrontaba y que tiraba para adelante con sus hijas las princesas que se reían de la otra tonta y verdadera princesa que repetían que no volvería y que era un traidora.  

   Afortunadamente, un día que un aventurero príncipe se encontró con el especial reloj al recorrer las tierras que hacían frontera con esa parte del incierto bosque, tropezó con el Rey que aún en porcelana descansaba sin ofrecer un atisbo de movimiento, reflejando en cambio sus ojos la intensa vida que contenía el anciano. El príncipe no le despertó ni le sacó de la petrificación que sufría el monarca al ver que era una tarea imposible y manipuló varias veces el reloj y comprendió que citado artilugio era capaz, como le anunciaron, de controlar el tiempo. Antes que nada se le ocurrió al joven probarlo en su palacio para asegurarse de que cabía posibilidad de salvar a ese rey. 

   El príncipe cabalgó raudamente y antes de abandonar las últimas arboledas surgió una casa con un jardín lleno de moras que lucían como copas enjoyadas y el hombre se dijo hambriento: “¡Qué ricas las moras! ¡Qué ganas de comerlas! Me vendrá bien hacerme con unas cuantas para la vuelta”, cogió cuantas pudo.

   Al irse, una autoritaria voz llamó al príncipe y de la puerta de la tétrica casa salió la bruja de la otra vez y le dijo: - ¿Qué hacíais vos robando? ¿Por qué robabais de mis moras, jovenzuelo? ¡Semejante desvergüenza! ¡Parece mentira que seáis de sangre real! –No era mi intención, señora… ¡Me tentó mucho y no pude reprimir el ansia de acercarme! –se justificó el príncipe. 
   Después de intercambiar cuatro palabras, la bruja vio que el joven sostenía en una mano el reloj y sin contenerse amenazó: - Si me dais lo que tenéis no sufriréis ningún percance y vos podréis coger las moras que os plazcan. De lo contrario, debéis saber que no os dejaré marcharos.

   El príncipe pensando que una anciana no le haría daño alguno no le hizo caso y sin descabalgar del caballo intentó huir, pero la bruja se lo impidió con vehemencia. La vieja con maliciosas carcajadas le descargó una suerte de hechizos que no acertó al hombre, que con agilidad y gracias a la desenvoltura del corcel, las evitó, y al piafar, las patas del animal, golpearon con bestialidad a la bruja que se disolvió en un gas negro y sucumbió. Acuciado por las prisas, antes de irse, el príncipe se guardó unas moras y algo le empujó a penetrar en la casucha donde presentía que había alguien, viendo dentro de uno de los cuartos a Azalea, hija heredera del Rey.

   Se hallaba la princesa tumbada sobre una cama que contenía tanta maleza que se predecía que hacía siglos que no cortaban una sola rama del caos natural que gobernaba dentro de las habitaciones que también estaban cubiertas de moho y salvaje vegetación. –¡Qué os han hecho! ¡Qué os ocurre! –se lamentó el príncipe, devastado, al ver que de la tersa piel de la princesa brotaban malas hierbas por doquier desde los descalzos pies hasta sus hombros cubiertos por un traje de fino armiño blanco manchado por hierbajos.

   Al príncipe se le encogió el corazón de presenciar tanto dolor en el rostro de una mujer tan hermosa. El joven tomó el reloj y comenzó a echar para atrás las manecillas y como eso era retroceder en el tiempo, pues remedió los fallos que trajeron a la princesa hasta la bruja en el pasado. No pudo en cambio arreglar las malaventuranzas del Rey y montándola a Azalea sobre el lomo de su caballo se alejó llegando, al cabo de medio día, a su fascinante palacio. El príncipe no paró luego de buscar al padre de la princesa por todas partes (yendo Azalea con él durante estos largos viajes), pero fue inútil al no hallar indicios del anciano por ningún lado.          

   Meses más tarde, un hada milenaria que frecuentaba el reino de vez en cuando se emocionó cuando descubrió al Rey de porcelana, y con un hechizo devolvió al infortunado a su estado normal, y de nuevo fue el hombre de carne y hueso de siempre. El gesto cuanto menos emocionó al soberano y el hada fue invitada a los jardines reales y el rescatador de Azalea y su hija contrajeron matrimonio y fueron aventurados, heredando el castillo y la herencia del Rey. El anciano soberano murió en paz años más tarde a causa de la gloria de la vejez y no olvidándose su pueblo de la cantidad de logros y avances que aportó su señor.
   Por último, la reina y sus hijas malas se les proscribió del reino al darse cuenta el soberano (antes de fallecer) de lo malas que fueron y por ser hija y nietas de la bruja que venció en su momento el valiente príncipe.

                                                        FIN

 


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