El mar de las Lágrimas

Había una vez un dragón que no se comía a hombres y a nada por el estilo. En todo caso, lo contrario, refugiaba a los pobres indefensos que acogía en su cueva, situada en la cumbre más elevada de la montaña. Los dragones, en general, se ocupaban de comer carne e incendiar aldeas, pero a Giflio no le llamaban esos gustos, como, tampoco, amontonaba oro y no solía custodiar cuantiosos y lucientes tesoros. Sus vecinos dragones cazaban por las montañas de las proximidades y la hora era lo de menos, pues se disponían a ello sencillamente cuando tenían hambre. Muchas veces Giflio tenía que sacarlos de ciertos embrollos e incluso cumplía la figura que mostraba de apaciguador cuando sus íntimos se peleaban, en mayor o menor medida, con otros grandes dragones.
   Amigos suyos robaban oro de muchas minas y luego Giflio tenía que venderles excusas a enanos y mineros, salvándoles el pellejo, porque, aunque se considerase el más pacífico y en el fondo fuese un dragón al borde de ser vegetariano, era el dragón más gigantesco de los que existían en esas inacabables montañas. A razón de eso, también tenía que sacar las castañas del fuego a familiares y primos-hermanos lejanos que no paraban de sembrar el terror por ciudades y castillos. ¡Cómo se la jugaba Giflio por todos! ¡Y siempre pidiendo perdón por lo que él no hacía! ¡Qué cuajo tenía el resto de dragones!
   Lo asombroso es que Giflio siempre estaba cuando había que estar, pero nadie estaba, no obstante, para tenerlo en cuenta. En todo caso, por mal que sea, todos empezaron a apartarle de las cacerías, de los incendios y de las reuniones nocturnas, porque, como Giflio no compartía ni sus gustos, hábitos y aficiones, pues comenzó a salir por su cuenta y aislarse del mundo de los suyos y se amigó con un pastor que sacaba los rebaños antes de despuntar el sol. 
   Giflio al principio le costó que fuera bien la relación con el ganadero, pero, eso fue fácil, pues ese pastor era un entrañable amigo, un hombre campechano que con el paso de las semanas fue forjando una muy buena amistad con él, hasta entonces, solitario dragón, al ver que era una criatura físicamente peligrosa pero francamente apacible.
   Giflio, bien es cierto, que con el tiempo conoció a más pastores amigos de ese otro pastor, conoció a gente de ciudades de las cercanías y a animales de los sotobosques y de los poblados jardincillos y praderas próximas. Mantuvo buena relación desde con el bicho palo más diminuto del campo hasta con el león más fiero de los bosques. A todos dio buenas recomendaciones porque era un dragón sabio, mayor pero joven, con experiencia en la vida, con años tras la espalda pero con una plenitud y una tristeza inagotables. 
   Plenitud por su constitución y su verdadera grandeza; y por otro lado, tristeza, debida a que cada día se sentía Giflio más separado y alejado de los suyos. La marginación comenzaba a hacer estragos en el mismo dragón y hubo una buena temporada en la que no se relacionó ni con el primer pastor que conoció ya hacía años. 
   Por las ciudades se habló de que Giflio emigrara a otros reinos y países, pero, eso sólo, eran meras habladurías, aunque las gentes al no ver al dragón por ningún lado terminaron, por lógica, creyéndoselo. Y la noticia se extendió tanto que, poco a poco, fue olvidado. Pero el Gran Dragón no se movió.
   La cueva donde moraba se llenó de animales como cabras, vacas, asnos que pastaban por las alturas y que cuando les venía en gana le visitaban apaciblemente. Los enanos de las minas se enteraron de su no afición por la carne y el oro y le regalaron medallas, trofeos incluso pulseras enormes que colgó al fondo de su cueva. Eso no es que le hiciera mucha ilusión pero… no dejaba de ser un regalo, y para no herir los sentimientos de los enanos las puso en la cueva como ornamento y decoración, aunque, en el fondo, bien era sabido que a Giflio le traía sin cuidado esa cantidad de lujo incalculable. El dragón escuchaba con agrado, a diferencia de los suyos, el canto de los mineros y de los enanillos de las cavidades de la montaña, y muchas veces se dormía con esos cantos que hablaban de cofres, de antiguas grandezas y de hondos salones subterráneos. Contribuyó en una ciudadela colindante a su cumbre, pues muchos ladronzuelos y asesinos de tres al cuarto se dedicaron a asustar, a matar, a robar y a conturbar a los hombres, mujeres, ancianos y niños de la zona. 
   Los malhechores robaron cuantiosas cantidades de dinero, mataron a madres indefensas y lincharon a aquel que se puso en medio, y ni la guardia de la ciudadela ni ninguna autoridad pudo, por mucho que quiso, frenar a los malhechores. Aunque, el Gran Dragón, al volar por la zona se enteró y, cuando se escabulleron los malditos hacia las afueras de la ciudadela, escupió tal llamarada blanca y verdemar que redujo a ceniza a todo aquel hato de miserables.
     Luego Giflio fue recompensado por el alcalde de la ciudadela y por los concejales, y las gentes le aplaudieron y le tuvieron en consideración y le encasillaron como el nuevo héroe salvador. La noticia corrió y muchos le llevaron ofrendas y detalles, que, al igual que hizo con los enanillos, las recibió con agrado y sonrisas. Años más tarde, Giflio dijo que todo niño que subiese a su morada se lo pasaría como en la vida. 
    Y así los chicos se lo pasaban en grande, se columpiaban en su cola, trepaban en su espalda como verdaderos escaladores y se maravillaban con el brillo deslumbrador de las escamas de un dragón único. También, cuando le venía en gana o tenía sencillamente un buen día, les sacaba Giflio a todos ellos a ver mundo y volaban sobre tierras verdes y descubrían sus acompañantes paraderos insospechables. Cuando Giflio despedía llamas a posta los niños aplaudían y reían entre sí y gritaban con todas las fuerzas: - ¡Más dragoncillo! ¡Más! ¡Queremos más!
Y Giflio lo repetía y los niños estallaban en aplausos y vivas. ¡Ay, cuánto diversión! ¡Qué bien se lo montaban!
   Entre otras cosas, también se ocupaba Giflio de dar apoyo a los ancianos inválidos llevándoles a donde tenían que ir o cumpliendo recados y favores que humildemente le rogaban. Nunca fallaba el dragón a nadie, no se sabía cómo lo hacía, pero nunca fallaba. Giflio se ocupó, entre otras cosas, de retirar árboles caídos que cortaban y taponaban puentes y gracias a él cientos de carruajes y coches tirados con caballos se desplazaban sin complicaciones. 
   Las manadas de trasgos, criaturas horrendas y monstruosas de esas montañas, fueron expulsadas o eliminadas del mapa por las intervenciones del dragón. Aunque, desgraciadamente, en una ocasión Giflio al escupir tanto fuego quemó varias laderas y muchas praderas se incendiaron y consumieron. Esto último provocó muchas contradicciones, disputas y discusiones de todo género. Muchos hombres le robaron trofeos que le regalaron a Giflio otros que, por contra, se lo agradecieron. Y muchas personas que antes creían en el dragón dejaron de hacerlo y le comenzaron a concebir como un monstruo peligroso y hostil. La noticia cuando corrió, sólo al primer pastor que conoció, al resto de rebaños y decenas de granjeros fueron los únicos que continuaron confiando en Giflio, quien no les dejaba de visitarlo y de desayunar con ellos. 

  El pastor desplegaba un mantel que era minúsculo para la criatura gigantesca que lo podía utilizar, en todo caso, más bien de servilleta.   A veces Giflio solía bañarse en los lagos que se encontraban por las cercanías. Los barqueros alzaban los remos a modo de saludo y le gritaban juntos:   -   ¡Olé ese dragón, nuestro dragón! ¡Olé, el Reptil Poderoso!  ¡Continuamos confiando en ti, Viejo Salvador! A Giflio esto le emocionaba y soltaba llamaradas de fuego que eran como fuegos artificiales brillantes y ardientes, coloreando el aire de infinidad de aromas y colores. ¡Y por no mentar las fiestas! ¡Las grandes fiestas que se pegaban con Giflio al amparo de las estrellas! ¡Cómo bebían los pastores, cómo reían los granjeros con el dragón, cómo balaban las ovejas y cómo runruneaban muchos de los animales! ¡Menudos festejos! ¡Buenas fiestas se montaban! Y durante semanas y semanas Giflio vivió como un marajá y se olvidó de los muchos que le habían dado, hace no tanto, la espalda. 

   Meses más tarde, un caballero de la corte de un oscuro reino colindante fue mandado por su tiránico monarca a la Gran Cueva, que era la residencia del dragón gigantesco, para saber si el boca a boca no era cierto, o, por contra, verdad.
-          ¡Si lo encuentras –le dijo su rey con exaltación antes de que partiera el caballero y el escudero- que no se entere nadie, pero, aunque sea o, digan mejor dicho, que es una criatura grande pero pacífica, nunca te puedes, a bien, fiar de esos monstruos desoladores! ¡Sea el dragón que sea mátale, y si encima es ese tal dragón Giflio es tan tonto como he oído, ni te lo pienses por un momento! ¡Luego le quitaremos las escamas para confeccionar joyas! ¡Ya sabes que las escamas del Gran Dragón están cubiertas de piedras brillantes! ¡Mátale, ni te lo pienses por un momento! Que sufra!
-          Sea así entonces, majestad –le reverenció el caballero arrodillándose ante su señor y una semana más tarde después de cabalgar a través de bosquecitos, praderas florecientes y orillar riachuelos sin descanso, llegaron por fin y antes de lo previsto, a la cueva situada en la cumbre de la montaña.
   La morada del Gran Dragón estaba vacía o eso se dijeron al principio el caballero y el escudero que palparon todas las paredes, examinaron las esquinas abruptas de la cueva y peinaron la zona con los ojos, las manos y hasta, el caballero, con la espada. Cuando creyeron que no se podrían llevar trofeo alguno, o la cabeza del dragón para plantársela al rey oscuro delante, decidieron dejar la cueva. 
   Pero, por coincidencia, Giflio que se había mantenido al margen y estaba sumergido en la oscuridad laberíntica del final de la cueva (pues tenía que conocerla uno al completo para saber de ese lugar), salió de su escondite y se lanzó hacia el despiadado caballero y su escudero. El caballo relinchaba temerariamente afuera, pues fuera le esperaba al jinete. El caballero por lo tanto luchaba a pie con el apoyo del escudero que le cubría con un enorme blasón que empuñaba difícilmente con las dos manos.
   El dragón devolvió fuego y casi les calcinó; era pacífico, sí, pero cuando ayudaba a tantos y se sentía tan amenazado sin haber hecho nada malo, eso sí que le sulfuraba en exceso. Y así lo demostró Giflio que escupió fuego a mansalva, pero escupió tanto y golpeó tanto con su portentosa cola, que en su cuerpo se desvaneció la fuerza, y en un despiste el caballero le atravesó mediante la espada y al hacer un amago el dragón para apartarla, el filo se clavó en las alas y Giflio dolorido escupió una llama que mató en el acto al caballero y al valiente escudero aparte de abrasar la mitad de la cueva.
   El Gran Dragón a continuación perdió el conocimiento y para cuando despertó, el caballo, que era el único superviviente de los atacadores, no le había hecho nada malo por haber matado a su amo; que va, todo lo contrario, el tiempo que el dragón se desmayó que había sido cuestión de varios días, el angélico animal contribuyó en la recuperación de Giflio.
   Con el paso de los días se hicieron muy amigos, y ya fuera el caballo que le traía pasto del mejor (aunque en poca cantidad), o ya fuera el dragón que transportaba a la cueva toneladas de pasto que le regalaban los campesinos y granjeros, que siempre tenían algo bueno para llevarse a la boca. Aunque ambos no hablaban, se entendían y, aunque no fueran semejantes, de modo alguno, se respetaban y apreciaban. Caballito que es como le solía llamar al animal el dragón en su incomprensible lengua. 
   Giflio le trataba al caballo como a un hijo.  Incluso al cabo de un tiempo se lo dio a ese pastor que mantenía una relación tan buena y cordial con el dragón. Giflio desde esos días no volaba y los dragones casi todos emigraron al extranjero… y ni se despidieron. Eso apenó en exceso al Gran Dragón que semanas más tarde tuvo que enfrentarse a otros caballeros y a algún que otro príncipe que tuvo que huir antes de morir. Todos le infligieron daños en las alas, pues, listamente, sabían permanecía aún herido y que era el punto vulnerable del dragón.
  Llegó el negro día en que el pastor, Caballito y muchos ganaderos y campesinos cambiaron sus granjas y tuvieron que desplazarse a otros lugares de mejor pasto, pues el otoño en esas montañas y tierras era despiadado y heladoramente frío. Y por eso marchaban, para cuidar mejor de sus reses, de los ganados y de sus bienes. Entonces Giflio se encontró sólo, no tenía a nadie; ya a muchos de esos hombres y criaturas no les volvería a ver, a lo menos, hasta dentro de medio año. El Gran Dragón, bien es cierto, que lloró y lloró y tanto fue lo que lloró que las lágrimas de plata fundida corrieron como lucientes ríos que fluían, descendiendo y serpenteando desde la cumbre por donde bajan  hasta las faldas y las praderas y frescos bosquecitos de más abajo.
   Pero las lágrimas fueron en aumento y los ríos pasaron a ser lagos que se unieron entre sí hasta formar un extenso mar que rodeaba la cumbre de Giflio. De esa forma, la astronómica montaña del Gran Dragón se convirtió en una apartada isla, orillada por aguas plateadas como luces estelares y chispeantes donde el monstruo conversaba durante las noches con la luna. Desde aquel día, Giflio jamás pudo volar y murió de vejez y soledad, y aquel lugar lo llamaron el mar de las Lágrimas.   FIN

 

 


Comentarios

  1. ❤️❤️❤️❤️ precioso y tierno

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    1. Muchísimas gracias!! Un placer que lo leas!!! Un abrazo cariñoso.

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  2. Qué bonito relato! Se lo voy a platicar a mis sobrinos, muchas gracias por compartir tu escrito 😊

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