Los hermanos de hojalata


Érase una vez un matrimonio que ambos eran alfareros y vivían en un país muy húmedo y lluvioso. Desde hacía bastante tiempo les ilusionaba tener hijos y, al cabo de intentarlo varias veces, concibieron a dos niños que eran idénticamente iguales, aunque no eran humanos sino de hojalata. Con el tiempo fueron creciendo y un amanecer le acompañaron al padre a pescar después de elaborar una vasija que era la mejor que fabricara el alfarero en vida. 
   Lleno de júbilo y orgullo el hombre se fue alegremente con sus pequeños a tirar la caña y, al poco, pescaron una perca de las proporciones de una yegua, que nada más salir del agua les habló tan grande y visible como era: -`¡Hey! Gluc… gluc… Mira que os agradezco que me hayáis sacado, visto que, por desgracia, me perseguía un pez más grande que por poco me caza. Pero ahora que estoy ante vosotros os ruego que no me cocinéis y comáis. Gluc… gluc…´ 
  `-¿Y eso por qué? ¿Por qué no deberíamos?´ -dijo el alfarero. 
   - `Porque si me coméis… gluc… gluc… si me coméis, de primeras -advirtió la perca-, se os pondrán las orejas gigantes y los ojos se os desorbitarán y vuestro rostro se afeará. No os lo recomiendo; a parte que si no lo hacéis en un futuro tendréis un puñado de suerte y os sucederán cosas increíbles y formidables… Gluc… gluc…´ –Se sinceró. 
   - `¿Y por qué habríamos de creerte?´ –preguntó el alfarero. La perca sacó más la cabeza del agua y, al abrir la boca repetidas veces, cogió el pescador una moneda que les dio el pez. -  `Gluc… gluc… Con esta moneda tendréis mucha más ventura que con el mayor de los tesoros que alberga el mundo´ –aseguró la perca. Y diciendo esto, liberaron al pez y la perca se sumergió en el agua para no volver dejando un buen rastro de burbujas y hondas. 
   Al cabo de un par de años iba todo genial y los dos hijos del matrimonio que eran de hojalata y no de carne y hueso crecieron como chicos normales y pronto en altura superaron casi a los padres. A la familia le iba muy bien en general y no contaba con problemas ni con incidencias de ningún tipo. La prosperidad a todos les acompañaba. El negocio de la fabricación de vasijas iba viento en popa y cada mes ganaban más porque, sencillamente, vendían en mayor medida. 
   Pues bien, con tantas buenas expectativas y gozando de la bonanza que vivían en esos tiempos dorados, los alfareros decidieron hacer un viaje a unas islas paradisíacas y maravillosas para airearse y respirar otra atmósfera bendita para relajarse de las palizas que se pegaba la pareja de sol a sol. 
   Cuando volvieron de esa dulce escapada, pues dejaron a sus hijos a cargo de los trabajos de alfarería, se horrorizaron al ver que no habían vendido ni una sola taza ni una sola vasija durante esa semana corta que estuvieron los dos de vacaciones. Eso quería decir que habían perdido mucho dinero y desaprovechado una cantidad importante de tiempo, habiendo podido vender el doble de artículos y habiendo podido fabricar el doble de cerámicas. 
-`¡Era una pena! ¡Carajo! ¡Un desastre!´ Como bien exclamó disgustado el padre que no volvió a confiar en sus hijos, que decepcionados, le pidieron perdón inútilmente y reiteradas veces. Los alfareros decidieron, entonces, trabajar ellos mucho más para compensar la semana de ausencia y poco a poco fueron recuperándose de las recientes pérdidas. 
   Corrieron unos meses y un domingo soleado (como pocos los había) se fue el pescador con sus dos hijos de hojalata a pescar, habiendo alcanzados estos ya la edad adulta. No tuvo que suceder mucho para que pescaran un pez y, tal fue la casualidad, que pescaron exactamente la perca esa de la otra vez que ni se acordaban casi de ella. 
   Pero al verla les vino incontrolablemente el recuerdo a la mente. - ‘¡Hey! ¡Cuánto ha llovido desde la última ocasión! Gluc… gluc… Si me perdonáis esta segunda vez: bastará un pestañeo para tener lo que ambicionen vuestros corazones... Gluc… gluc…´ –boqueó el pez que escupió un hilillo de agua de la boca. 
   -`Muy bien. Trato hecho. Trato hecho entonces´ –estuvo muy de acuerdo el alfarero consultándolo y murmurando con sus hijos después de una pausa y un ligero asentimiento. 
   - `Pero antes… antes hay una condición que debo aclarar… Gluc… gluc…´ -     `¿Cuál?´ –preguntaron los hermanos de hojalata y el padre. 
   -  `La condición… gluc… gluc… es que no debéis de perder la moneda de oro, pues si, esa moneda la frotáis más de tres veces contra todo lo nuevo que existe a partir de lo que os concedí, todo lo perderéis al instante.´ 
   -   `De acuerdo. Gracias por la prevención. Tendremos sumo cuidado´ –finalizó el alfarero con educación y recato. Cuando soltaron a la perca y regresaron, pestañearon pensando en lo que querían y, cuando abrieron los ojos de nuevo, contemplaron que la menuda y vieja casa era ahora un palacio y las viejas pocilgas donde trabajaban la cerámica eran ahora talleres como Dios manda: remodelados, espaciosos y de lo más prácticos. 
   Los hijos de hojalata y el alfarero lo guardaron en secreto y no confesaron ni una pizca de aquello a la alfarera. La alfarera se creyó el cuento que le contó el esposo, diciéndola éste que unas compradores extranjeros compraron la mercancía de siempre a un precio muy elevado sin saberlo y que con eso y con parte de los ahorros había querido él darle una sorpresa a ella. El caso es que la alfarera se encantaba con ese palacio por el que corrían, se paseaban, disfrutaban de los lujos, porque también tenían criados y sirvientas que les servían gratuitamente a cada instante. Sólo bastaba que los alfareros movieran un dedo para que se cumpliera lo que se les antojaba. 
   Los hermanos de hojalata se pasaban mucho rato bajo los cobertizos o en los talleres donde aprendían cada semana técnicas nuevas del gremio y curiosidades del oficio. A parte que ambos evitaban como fuera la humedad y el fuerte viento de fuera que dañaba el material del que estaban hechos; por eso se quedaban horas y horas en sitios cerrados y secos donde se sentían seguros. 
   Los dos hermanos de hojalata frecuentaban las estancias del palacio y un zumo sabroso que elaboraban en las cocinas se lo terminaban bebiendo todo y luego se iban al cuarto de armas y se ponían armaduras y yelmos y cascos y un montón de espadas que cogían, jugueteando y trasteando mientras se lo pasaban en grande y gozaban los dos chicos al máximo. 
   Los alfareros se alegraban de que sus hijos marcharan en buena dirección y se contentaran algo más, pues últimamente se les notaba entristecidos por la condena que tenían que soportar cada día y no poder tener piel y carne como cualquiera y no poder respirar el aire fresco que respiraba cualquier ser normal, sufriendo los hermanos de hojalata padecimientos que nadie imaginaba. 
   Pero, ahora, como remarco, los lujos y las bonanzas concedidas: les estaba favoreciendo en todos los sentidos. Aunque lo que les angustiaba a todos era lo rápido que sucedía el tiempo en ese pluvioso país. Un día, unos años más tarde, el padre comenzó a enfermar por motivos infundados y recurrió la familia a salvarlo de la forma que fuese. 
   Como depositaban la mujer y los hijos plena fe en que se recuperase tiraron una moneda de oro dentro de la vasija, pues la perca que pescó el padre les dijo que esa moneda que les dio si era lanzada dentro de cualquier tarro: se cumplirían hasta los deseos más inimaginables. Lo hicieron y de nuevo se encontraron con una barca asombrosa, unos establos impresionantes con dos robustos caballos y varias carrozas de oro engastadas con piedras brillantes y madreperlas. 
   Probaron semanas más tarde a tirar la moneda dentro de la vasija pero, ya no surtió efecto y por abusar de la suerte que tuvieron antaño, se arruinaron y todo de lo que gozaron se vieron de repente arrebatado de ello. Al cabo de una temporada, el alfarero fue con los dos hermanos de hojalata al río a tirar la caña. El hombre se sentía disgustado y desmotivado y sus hijos fueron los que pescaron esta vez. 
   No tardó en picar la enorme perca de las anteriores veces, la cual les dijo: -`No imaginaba un reencuentro… Gluc… gluc… Pero como a la tercera va la vencida como suelen decir propongo que esta vez sí que me matéis y me cortéis la cabeza. Y tiréis una parte de mi cabeza al agua y el resto también; de ese modo, no volveréis a tener mala suerte… gluc… gluc… y la fortuna, la salud y el bienestar que restituyáis no se os será arrebatado de ninguna manera.´
   No dudaron de la palabra de la perca y decapitaron al animal y arrojaron las dos partes al agua como bien les anunció el aludido. Al cabo de un mes, el alfarero se curó de la enfermedad y los hermanos de hojalata encontraron en una de las orillas del río dos herraduras mágicas que utilizaron para ponérselas a los dos caballos de los lujosos establos que les concedieron en el pasado. 
   Los dos hijos dijeron a los alfareros que se iban a vivir aventuras por ese país y que regresarían pronto con mucha fortuna. Los padres, confiados, les dejaron partir, pues ya estaban en su mayoría de edad y, al cabalgar con esas herraduras especiales, fueron a una velocidad de vértigo y visitaron cientos de lugares hermosos y entrañables hasta acabar por sorpresa en un bosque apartado y lúgubre. Los dos hermanos de hojalata iban a hacer un descanso antes de que cayera la noche, contentos y orgullosos de lo que descubrieron en sus viajes y con mucho dinero recaudado de ir vendiendo vasijas, cuando vieron que se hallaban frente a una oscura casa de la que salió una bruja. 
   La bruja malévolamente les amenazó y antes de que escaparan a lomos de sus caballos, tintineando los hermanos sus cuerpos de hojalata al subirse a los corceles, la vieja decrépita les transformó en dos árboles. Con el tiempo, los alfareros enrarecidos de la no vuelta de sus queridos hijos, tiraron la moneda de oro esa que guardaban dentro de la vasija que usaron la otra vez y desearon que sus hijos se liberaran del mal del que estuvieran atados y que volvieran pronto (a ver si esta vez funcionaba). 
   Con ayuda de la gracia de ese milagro que era la moneda que les regaló esa perca los hermanos de hojalata retornaron a su figura, dejando de ser árboles y huyeron al fin del terror de esa bruja que tenía en torno a su mugrienta casa esculturas de piedra de cientos de animales y criaturas que antes de ser hechizados tuvieron una vida natural y digna. 
   Los hermanos de hojalata lloraron de alegría por el camino, mientras galopaban deprisa. Y, al amanecer y ser el primer lunes de un nuevo año, el sol convirtió la hojalata en carne y huesos y, cuando llegaron, los alfareros abrazaron a unas personas que tenían piel en vez de metal, viviendo la familia siempre feliz, sana y con bastante dinero.
 FIN
                                                                         
 
 
        
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