El joven prestidigitador
Había un hombre de temprana edad que era prestidigitador y viajaba por pueblos y ciudades a hacer juegos de manos y otros maravillosos trucos. Iba siempre con su sombrero de copa alta y con un traje brillante y de colores que despedía relumbre y magia.
Allá dondequiera que fuera el prestidigitador los niños le adoraban y le pedían más y más trucos y más y más peripecias tantas cuantas deseaban los críos que alucinaban y se encantaban con los impresionantes juegos del artista. ¡Encima a este hombre nunca le faltaba una palabra agradable y menos una sonrisa radiante! ¡Era genial!, y es lo que admitían y opinaban todos los que le conocían y conocieron.
Hubo una ocasión que el prestidigitador llegó a un pueblo reducido casi al margen de los tumultos y de los bullicios de las grandes ciudades en las que, por el contrario, estuvo las semanas anteriores. Ahora el joven se hallaba en una población campestre, en medio de la montaña y el campo, y de gentes sencillas y humildes que no hacían mucha más vida de la que se movía allí.
Las primeras semanas el prestidigitador se dedicó a hacer trucos facilones y a demostrar el gran número de habilidades y de cosas fantásticas que era capaz de hacer. Durante los años pasados estuvo el hombre desplazándose de un país a otro y de un continente a otro hasta pasando por islas perdidas donde enseñó muchos de sus conocimientos y de sus dones mágicos.
El prestidigitador aprendió mucho e hizo feliz a cientos de personas que jamás olvidarían las actuaciones y las escenas que tanto sorprendió a sus espectadores. Por ello, después de recorrer más de medio mundo, el joven se quedó asentado definitivamente en un pueblecillo europeo donde se compró una casa y tuvo un huerto donde plantó zanahorias y cuando le preguntaban que para qué quería tantas; él hombre contestaba que todo conejo que saliera de su sombrero era merecedor de una buena zanahoria por la excelente intervención.
Eso producía gracia a todo aquel que le escuchara y en parte no debía de tratarse de un chiste francamente, porque brotaban de los dedos del artista cosas tan espectaculares que nada, ciertamente, era imposible. El joven disfrutaba mucho desplegando bastantes de sus incontables trucos y lo solía practicar en la plaza central del pueblo frente a un reloj dorado con agujas de plata.
Se formaban entonces cantos, los instrumentos reinaban en el ambiente y una minoría de músicos: acudían a tocar el laúd, la trompeta, el violín, y sobre todo, la flauta. El prestidigitador así se hacía notar delante de una buena cantidad de numerosos chicos y chicas y se ponía a jugar con las cartas, y, de repente tras esconder la mitad de una baraja tras una mano, surgía de la misma una paloma blanca que echaba a volar brillando como estrella refulgente. Tal es así que la gente, en general, flipaba.
Delante de los ancianos solía hacer el prestidigitador juegos de magia sin emplear apenas los dedos y haciendo que saltaran chispas multicolores y relucientes de su sombrero mágico. Hubo un anciano bastante pragmático que casi le dio un patatús de lo que le impresionó aquello y aseveró que eso no se podía tratar de algo real y que o bien era un excelente artificio o bien los ojos de dicho señor simplemente eran tan ancianos que no sabían ya lo que observaban.
De cualquier modo, el prestidigitador, ese verano, trabajaba incansable desde primera hora de la mañana hasta que llegaba la puesta de sol y la noche se le venía encima y el agotamiento le vencía. Todos los niños que le conocían le adoraban y las mujeres se solían sonrojar a su presencia por lo especial y por lo guapo que decían que era.
El prestidigitador se sacaba siempre de la manga una rosa roja o blanca que regalaba a las mujeres con atención y caballerosidad; a los pequeños que se le acercaban les daba caramelos y golosinas de las más ricas de la nación. En una ocasión delante del pueblo entero que eran casi todos muy viejos o muy chicos agitó un pañuelo blanco, y, a través de resplandores y destellos, aparecieron multitud de mariposas que hermosamente salieron volando.
Había muchos mozos y mozas que iban tras ellas saltando e intentando en vano atraparlas. Esa vez fue muy divertida y el prestidigitador utilizó el pañuelo en casi todas las cosas alucinantes que hizo, poniéndolo sobre la cabeza de un niño, brincando de sus orejas saltamontes y ranas al retirarlo el mago, y riéndose el pequeño porque le hacían cosquillas y también las gentes congregadas al presenciarlo aplaudían y se mondaban de risa. ¡Fue estupendo!
El prestidigitador hizo subir a algunos animales de compañía a los que transformó en setas o en arbustos, pero luego les devolvió a su forma original y fueron tales los aplausos, los vítores en conjunto y los gritos de expectación que se escuchaban hasta a quilómetros de distancia.
El ilusionismo que practicaba el joven llegaba tanto al corazón de las personas que eso le motivaba más aún y cada año que discurría como un río se sentía más capacitado, con mayor experiencia y con una carrera muy larga y prometedora por delante. Mes tras mes el prestidigitador iba progresando y mejorando y con los años la maestría le iba acompañando.
El hombre se hizo muy conocido, pero no sólo por la zona y por la provincia por la que se movía sino por todo ese país, porque profesionalmente vivía de lo que practicaba y comía y se ganaba el pan gracias a sus dotes ilusionistas y paranormales. Otra vez, durante el final de otro verano en una aldea vecina, el prestidigitador tiró con duende unas monedas al suelo que empezaron a rodar y a bailar sin que el hombre las hubiese ni palpado ni manipulado en forma alguna.
Los niños que se acercaban a cogerlas, al llegar a sus manos, se convertían en sabrosas onzas de chocolate que degustaban y comían después; y alegremente los chicos, enseñándolas satisfechos y contentos a sus padres, que, igual de impactados y felices, querían probarlas y saborearlas bien.
El prestidigitador en poco tiempo, con sólo tocar con la punta de una pluma el rostro de una adolescente francamente fea, la cara se iluminó literalmente y hermoseó bastante… ¡tanto que cambió para ser una prodigiosa belleza!
En tanto, a una señora muy mayor tan arrugada como una pasa la quitó el artista todas las arrugas de la piel y la dio tanta jovialidad que la mujer se puso a dar saltos, a gritar, a cantar y a tocar la gaita con unos niños que jugueteaban a sus espaldas.
El prestidigitador con un toque de su varita en una nariz enorme logró que se empequeñeciera hasta medidas normales; curando con unas palabras y posando el índice en el cuello de un lisiado que lo tenía roto desde hacía ni se sabe, y arreglando el juguete de un niño con sólo meterlo en su sombrero y sacarlo tras una cortina de denso y fulguroso humo.
A lo largo de esa tarde también desplegó cientos de trucos con otros objetos geniales e hizo subir a su improvisado escenario (en una de las aldeas que visitaba) a una niña que con tocarla varias veces el cabello logró que el pelo lacio y destrenzado que tenía pasara a ser sedoso y ensortijado con flores y perlitas; a uno que era ciego le sopló en los ojos y el hombre, sorprendido, exclamó que ya veía y que aquello era un milagro; a una niña despelucada y con el pelo casposo, al mismo tiempo, la peinó de una manera tan genial que daba gusto verla, y a un perro, de la nada, le ofreció un hueso cogido del aire, que, muy satisfecho, lo agarró con los dientes, y corriendo el animal y meneando la cola se fue ladrando: ufano y maravillado.
Y un gato que presentaba la cola torcida y tenía herida una pierna bastó que el hombre mágico se la acariciara con un pañuelo para que se le curara de inmediato; a un anciano cojo que se le rompió el bastón bien se lo arregló en un periquete. Entre acto y acto, un rato más tarde, se posó en el borde del escenario un grajo que aleteando se intentó marchar, pero el prestidigitador, a distancia, le detuvo el vuelo.
Con unos cuantos ademanes lo atrajo hacia él y al momento se retiró el sombrero de la cabeza y lo asió con la mano izquierda que era la que le quedaba libre. El pájaro parecía asustado, pero el ilusionista sin perder la impaciencia y la calma le propinó con suavidad un golpecillo con la varita en un ala y seguidamente lo metió en las profundidades del sombrero, emergiendo del mismo un polvillo amarillo y brillante.
El prestidigitador dijo a los niños que dijeran las palabras que él repetía y los chiquillos que había por allí, delante, corearon lo que el prestidigitador mentaba. Cuando eso se produjo: saltó de dentro del sombrero un conejo blanco como el algodón tras una cortina de estrellitas y centellas... y el animalillo echó a correr por entre el público y una niña que era muy cariñosa y amaba a esas criaturas pacificas con las orejas largas se quedó con el pequeño y lo cuidó para siempre, regalándole el prestidigitador zanahorias de su fértil huerto.
Eso provocó un mar de aplausos, exclamaciones y silbidos biensonantes a los que respondió el prestidigitador con gestos gratificantes y de agradecimiento. ¡Y es que se divertían tanto con este genio! ¡Se lo pasaban bomba! Con los meses así el joven se iba ganando a los pueblerinos y todos aquellos que le conocían acababan encantados, pues era un hombre que poseía buen don de gentes.
Gracias a eso fue considerando ese su hogar o sus hogares, porque asimismo se movía mucho por las cercanías y por las poblaciones aledañas. Años más tarde, durante un atardecer, el prestidigitador, fue a uno de los muchos pueblos de la región por la que viajaba y propuso realizar uno de sus mejores e impresionantes trucos como mago.
Tal es así que después de desplegar un buen número de pericias de magia y otras increíbles sorpresas dijo que iba a mostrar uno de sus más apasionantes actuaciones coincidiendo con la fiesta de cumpleaños de una adolescente que lo celebraba con la familia, vecinos y otros amigos.
Encima les acompañó una noche estrellada y fabulosa y la comida, la bebida, las tartas y miles de dulces iban de bandeja en plato y de mesa en mesa, y los presentes iban bailando, picando, bebiendo y charlataneando festivamente. El prestidigitador destinó el tiempo a mostrar muchos trucos originales y divertidos que entretuvieron al público durante horas y horas.
Hizo subir a niños con los que practicó pruebas mágicas como encantarles en duendecillos, en cabras montañeses o en tritones que se escurrían y patinaban en el suelo al no tener piernas sino aletas y colas, regalándoles luego el prestidigitador, a los que se portaron bien, una buena caja de chicles que al comerlos explotaban deliciosas frutas dentro de la boca y se cumplían los deseos que pensabas al golosearlos.
Al final de la noche, de entre el público, salió una joven preciosa, cabizbaja y de ojos azules que dijo que ella quería participar en el último número de magia. Tal es así que el prestidigitador no se pudo negar a ello, y encandilado por los encantos de la mujer triste, la llamó para que se incorporara, en efecto, al escenario.
El mago pronto la dijo que se preparara y que cerrase los ojos, puesto que se los iba a vendar antes de empezar. La joven los cerró con un aspecto algo lamentoso, seguidamente el ilusionista se los vendó, y con un toquecillo, con la varita que sacó del bolsillo, en la silla donde se sentaba la bella mujer, bastó para que una niebla morada y azulona inundara por completo el escenario. Se produjo un ligero silencio… Una breve quietud…
La silla comenzó a levitar, a menearse bastante y se tiñó de varios colores diferentes hasta retomar el inicial, el original. La mujer que tenía los ojos vendados, se agarraba a la silla como si le fuera la vida en ello, y no cejó de maldecir y soltar un montón de frases fúnebres que debieron formar parte de su pasado, expulsando un trauma que desde niña le produjo un daño inmedible.
Mientras, el hombre no paraba de pronunciar y murmurar frases incomprensibles y de agitar enérgicamente la varita. Transcurrieron así casi diez minutos, hasta que, después de dar piruetas y vueltas y revueltas por los aires, la silla se volvió a posar en el suelo y la chica, curada de sus males y terrores, ya no tenía un gesto triste y angustiado, sino una sonrisa sincera y renovada, riéndose y tirándose agradecida a los brazos del prestidigitador cuando éste le retiró el vendaje.
Desde aquello, el pueblo construyó una casa hecha de piruletas y caramelos y allí vivió el prestidigitador con la preciosa joven, casándose y criando muchos hijos y haciéndose conocido sus trucos de manos y habilidades por casi todos los continentes.
FIN
Allá dondequiera que fuera el prestidigitador los niños le adoraban y le pedían más y más trucos y más y más peripecias tantas cuantas deseaban los críos que alucinaban y se encantaban con los impresionantes juegos del artista. ¡Encima a este hombre nunca le faltaba una palabra agradable y menos una sonrisa radiante! ¡Era genial!, y es lo que admitían y opinaban todos los que le conocían y conocieron.
Hubo una ocasión que el prestidigitador llegó a un pueblo reducido casi al margen de los tumultos y de los bullicios de las grandes ciudades en las que, por el contrario, estuvo las semanas anteriores. Ahora el joven se hallaba en una población campestre, en medio de la montaña y el campo, y de gentes sencillas y humildes que no hacían mucha más vida de la que se movía allí.
Las primeras semanas el prestidigitador se dedicó a hacer trucos facilones y a demostrar el gran número de habilidades y de cosas fantásticas que era capaz de hacer. Durante los años pasados estuvo el hombre desplazándose de un país a otro y de un continente a otro hasta pasando por islas perdidas donde enseñó muchos de sus conocimientos y de sus dones mágicos.
El prestidigitador aprendió mucho e hizo feliz a cientos de personas que jamás olvidarían las actuaciones y las escenas que tanto sorprendió a sus espectadores. Por ello, después de recorrer más de medio mundo, el joven se quedó asentado definitivamente en un pueblecillo europeo donde se compró una casa y tuvo un huerto donde plantó zanahorias y cuando le preguntaban que para qué quería tantas; él hombre contestaba que todo conejo que saliera de su sombrero era merecedor de una buena zanahoria por la excelente intervención.
Eso producía gracia a todo aquel que le escuchara y en parte no debía de tratarse de un chiste francamente, porque brotaban de los dedos del artista cosas tan espectaculares que nada, ciertamente, era imposible. El joven disfrutaba mucho desplegando bastantes de sus incontables trucos y lo solía practicar en la plaza central del pueblo frente a un reloj dorado con agujas de plata.
Se formaban entonces cantos, los instrumentos reinaban en el ambiente y una minoría de músicos: acudían a tocar el laúd, la trompeta, el violín, y sobre todo, la flauta. El prestidigitador así se hacía notar delante de una buena cantidad de numerosos chicos y chicas y se ponía a jugar con las cartas, y, de repente tras esconder la mitad de una baraja tras una mano, surgía de la misma una paloma blanca que echaba a volar brillando como estrella refulgente. Tal es así que la gente, en general, flipaba.
Delante de los ancianos solía hacer el prestidigitador juegos de magia sin emplear apenas los dedos y haciendo que saltaran chispas multicolores y relucientes de su sombrero mágico. Hubo un anciano bastante pragmático que casi le dio un patatús de lo que le impresionó aquello y aseveró que eso no se podía tratar de algo real y que o bien era un excelente artificio o bien los ojos de dicho señor simplemente eran tan ancianos que no sabían ya lo que observaban.
De cualquier modo, el prestidigitador, ese verano, trabajaba incansable desde primera hora de la mañana hasta que llegaba la puesta de sol y la noche se le venía encima y el agotamiento le vencía. Todos los niños que le conocían le adoraban y las mujeres se solían sonrojar a su presencia por lo especial y por lo guapo que decían que era.
El prestidigitador se sacaba siempre de la manga una rosa roja o blanca que regalaba a las mujeres con atención y caballerosidad; a los pequeños que se le acercaban les daba caramelos y golosinas de las más ricas de la nación. En una ocasión delante del pueblo entero que eran casi todos muy viejos o muy chicos agitó un pañuelo blanco, y, a través de resplandores y destellos, aparecieron multitud de mariposas que hermosamente salieron volando.
Había muchos mozos y mozas que iban tras ellas saltando e intentando en vano atraparlas. Esa vez fue muy divertida y el prestidigitador utilizó el pañuelo en casi todas las cosas alucinantes que hizo, poniéndolo sobre la cabeza de un niño, brincando de sus orejas saltamontes y ranas al retirarlo el mago, y riéndose el pequeño porque le hacían cosquillas y también las gentes congregadas al presenciarlo aplaudían y se mondaban de risa. ¡Fue estupendo!
El prestidigitador hizo subir a algunos animales de compañía a los que transformó en setas o en arbustos, pero luego les devolvió a su forma original y fueron tales los aplausos, los vítores en conjunto y los gritos de expectación que se escuchaban hasta a quilómetros de distancia.
El ilusionismo que practicaba el joven llegaba tanto al corazón de las personas que eso le motivaba más aún y cada año que discurría como un río se sentía más capacitado, con mayor experiencia y con una carrera muy larga y prometedora por delante. Mes tras mes el prestidigitador iba progresando y mejorando y con los años la maestría le iba acompañando.
El hombre se hizo muy conocido, pero no sólo por la zona y por la provincia por la que se movía sino por todo ese país, porque profesionalmente vivía de lo que practicaba y comía y se ganaba el pan gracias a sus dotes ilusionistas y paranormales. Otra vez, durante el final de otro verano en una aldea vecina, el prestidigitador tiró con duende unas monedas al suelo que empezaron a rodar y a bailar sin que el hombre las hubiese ni palpado ni manipulado en forma alguna.
Los niños que se acercaban a cogerlas, al llegar a sus manos, se convertían en sabrosas onzas de chocolate que degustaban y comían después; y alegremente los chicos, enseñándolas satisfechos y contentos a sus padres, que, igual de impactados y felices, querían probarlas y saborearlas bien.
El prestidigitador en poco tiempo, con sólo tocar con la punta de una pluma el rostro de una adolescente francamente fea, la cara se iluminó literalmente y hermoseó bastante… ¡tanto que cambió para ser una prodigiosa belleza!
En tanto, a una señora muy mayor tan arrugada como una pasa la quitó el artista todas las arrugas de la piel y la dio tanta jovialidad que la mujer se puso a dar saltos, a gritar, a cantar y a tocar la gaita con unos niños que jugueteaban a sus espaldas.
El prestidigitador con un toque de su varita en una nariz enorme logró que se empequeñeciera hasta medidas normales; curando con unas palabras y posando el índice en el cuello de un lisiado que lo tenía roto desde hacía ni se sabe, y arreglando el juguete de un niño con sólo meterlo en su sombrero y sacarlo tras una cortina de denso y fulguroso humo.
A lo largo de esa tarde también desplegó cientos de trucos con otros objetos geniales e hizo subir a su improvisado escenario (en una de las aldeas que visitaba) a una niña que con tocarla varias veces el cabello logró que el pelo lacio y destrenzado que tenía pasara a ser sedoso y ensortijado con flores y perlitas; a uno que era ciego le sopló en los ojos y el hombre, sorprendido, exclamó que ya veía y que aquello era un milagro; a una niña despelucada y con el pelo casposo, al mismo tiempo, la peinó de una manera tan genial que daba gusto verla, y a un perro, de la nada, le ofreció un hueso cogido del aire, que, muy satisfecho, lo agarró con los dientes, y corriendo el animal y meneando la cola se fue ladrando: ufano y maravillado.
Y un gato que presentaba la cola torcida y tenía herida una pierna bastó que el hombre mágico se la acariciara con un pañuelo para que se le curara de inmediato; a un anciano cojo que se le rompió el bastón bien se lo arregló en un periquete. Entre acto y acto, un rato más tarde, se posó en el borde del escenario un grajo que aleteando se intentó marchar, pero el prestidigitador, a distancia, le detuvo el vuelo.
Con unos cuantos ademanes lo atrajo hacia él y al momento se retiró el sombrero de la cabeza y lo asió con la mano izquierda que era la que le quedaba libre. El pájaro parecía asustado, pero el ilusionista sin perder la impaciencia y la calma le propinó con suavidad un golpecillo con la varita en un ala y seguidamente lo metió en las profundidades del sombrero, emergiendo del mismo un polvillo amarillo y brillante.
El prestidigitador dijo a los niños que dijeran las palabras que él repetía y los chiquillos que había por allí, delante, corearon lo que el prestidigitador mentaba. Cuando eso se produjo: saltó de dentro del sombrero un conejo blanco como el algodón tras una cortina de estrellitas y centellas... y el animalillo echó a correr por entre el público y una niña que era muy cariñosa y amaba a esas criaturas pacificas con las orejas largas se quedó con el pequeño y lo cuidó para siempre, regalándole el prestidigitador zanahorias de su fértil huerto.
Eso provocó un mar de aplausos, exclamaciones y silbidos biensonantes a los que respondió el prestidigitador con gestos gratificantes y de agradecimiento. ¡Y es que se divertían tanto con este genio! ¡Se lo pasaban bomba! Con los meses así el joven se iba ganando a los pueblerinos y todos aquellos que le conocían acababan encantados, pues era un hombre que poseía buen don de gentes.
Gracias a eso fue considerando ese su hogar o sus hogares, porque asimismo se movía mucho por las cercanías y por las poblaciones aledañas. Años más tarde, durante un atardecer, el prestidigitador, fue a uno de los muchos pueblos de la región por la que viajaba y propuso realizar uno de sus mejores e impresionantes trucos como mago.
Tal es así que después de desplegar un buen número de pericias de magia y otras increíbles sorpresas dijo que iba a mostrar uno de sus más apasionantes actuaciones coincidiendo con la fiesta de cumpleaños de una adolescente que lo celebraba con la familia, vecinos y otros amigos.
Encima les acompañó una noche estrellada y fabulosa y la comida, la bebida, las tartas y miles de dulces iban de bandeja en plato y de mesa en mesa, y los presentes iban bailando, picando, bebiendo y charlataneando festivamente. El prestidigitador destinó el tiempo a mostrar muchos trucos originales y divertidos que entretuvieron al público durante horas y horas.
Hizo subir a niños con los que practicó pruebas mágicas como encantarles en duendecillos, en cabras montañeses o en tritones que se escurrían y patinaban en el suelo al no tener piernas sino aletas y colas, regalándoles luego el prestidigitador, a los que se portaron bien, una buena caja de chicles que al comerlos explotaban deliciosas frutas dentro de la boca y se cumplían los deseos que pensabas al golosearlos.
Al final de la noche, de entre el público, salió una joven preciosa, cabizbaja y de ojos azules que dijo que ella quería participar en el último número de magia. Tal es así que el prestidigitador no se pudo negar a ello, y encandilado por los encantos de la mujer triste, la llamó para que se incorporara, en efecto, al escenario.
El mago pronto la dijo que se preparara y que cerrase los ojos, puesto que se los iba a vendar antes de empezar. La joven los cerró con un aspecto algo lamentoso, seguidamente el ilusionista se los vendó, y con un toquecillo, con la varita que sacó del bolsillo, en la silla donde se sentaba la bella mujer, bastó para que una niebla morada y azulona inundara por completo el escenario. Se produjo un ligero silencio… Una breve quietud…
La silla comenzó a levitar, a menearse bastante y se tiñó de varios colores diferentes hasta retomar el inicial, el original. La mujer que tenía los ojos vendados, se agarraba a la silla como si le fuera la vida en ello, y no cejó de maldecir y soltar un montón de frases fúnebres que debieron formar parte de su pasado, expulsando un trauma que desde niña le produjo un daño inmedible.
Mientras, el hombre no paraba de pronunciar y murmurar frases incomprensibles y de agitar enérgicamente la varita. Transcurrieron así casi diez minutos, hasta que, después de dar piruetas y vueltas y revueltas por los aires, la silla se volvió a posar en el suelo y la chica, curada de sus males y terrores, ya no tenía un gesto triste y angustiado, sino una sonrisa sincera y renovada, riéndose y tirándose agradecida a los brazos del prestidigitador cuando éste le retiró el vendaje.
Desde aquello, el pueblo construyó una casa hecha de piruletas y caramelos y allí vivió el prestidigitador con la preciosa joven, casándose y criando muchos hijos y haciéndose conocido sus trucos de manos y habilidades por casi todos los continentes.
FIN
Un genio tu prestidigitador. Bonito cuento. Felicidades😄
ResponderEliminarMuchas gracias! Un placer que lo leas!
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