El hilo de oro


Había una vez un niño que todas las noches su madre le leía un cuento. Lo más pesaroso de todo es que la mujer por mucho que se tirara horas recitando historias para su pequeño no encontraba la forma de que se durmiera. Casi al final de año una noche más en la que la madre se quedó dormida delante del chico, se despertó y vio que su hijo estaba cubierto de pelaje desde las piernas hasta el semblante.  
   - Hijo, hijo... ¿Qué te ocurre? –le preguntaba la madre que se retorcía de preocupación por ver tan mal a su hijo y no obtener respuesta, teniendo la fortuna de que a veces el chico se reanimaba, le hablaba y ocasionalmente hacía vida. Sin embargo, otras veces, el niño no contestaba por mucho que le hablarán y a lo que llegaba era a balbucir oraciones incomprensibles que la madre no descifraba. La madre tan desesperada: le llevó a médicos, especialistas del pueblo donde vivía al empeorar el joven; pero el resultado fue que todos le dijeron lo mismo. – Este chico se ha debido de dar un golpe y sufre una especie de estado de inconsciencia. Y, sobre el pelo, añadían: - Bien; debe ser la razón de una fuerte reacción alérgica. 
   Se desesperó tanto la mujer que no sabía cuál eran las soluciones que debiera tomar; de modo que el niño con el paso de las noches le creció tanto vello que era irreconocible y hubo un amanecer en el que se quedó en la cama y no hubo mortal que le levantara de ella. 
   La madre veía que era casi inasequible que se despertara el niño y tomara conciencia y al final de la semana se dijo que saldría al campo: - Sí, posiblemente me vendrá bien para despejar la mente. Y, armándose de una vasija para beber agua y de un bocadillo, dejó a una vecina a cargo de su hijo para que en ese tiempo le cuidara. 
   La madre contenta de salir después de tantos suplicios y estar encerrada dedicada en cuerpo y alma a su hijo, le sentó de vicio oler la fragancia de las flores silvestres y las caricias del sol que fenomenalmente la recobraron. 
   A medio camino, cuando la madre se sentó sobre un cantón de rocas para respirar al aire fresco que corría, vio que una oveja descarriada andaba confundida delante de ella y la mujer supuso que se habría perdido de su rebaño. A la madre le inspiró tanta lástima que acogió al moribundo animal, lo cuidó y durante varios inviernos usó la lana. 
   Gracias a ello se protegía del frío y elaboró una manta para que no se resfriara su hijo que desde hacía tiempo ya no iba ni a la escuela por el problema que sufría.
  Los amigos cuando llamaban a su casa, la madre, tenía que poner una excusa para que no pensaran mal de su hijo. 
   Y les decía que el chico tenía una resfriado y que estaba indispuesto; pero llegó el momento en que no lo creyeron: ni sus compañeros de clase, ni sus profesores y menos aún los círculos próximos, y es cuando supieron la realidad aun por poco que remediaran. La madre impotentemente veía cómo su hijo se denigraba e iba perdiendo los rasgos normales y su piel era tan azul como el mar. 
   - ¡¡Ay mi hijito!! ¡¡Ayy!! ¿Qué habré hecho para ganarme yo esto? ¡No...! ¡No lo merezco! ¡Por favor que alguien me ayude! Cada noche la madre rompía a llorar como una descosida y no había forma de consolarla. Ella pensaba que no tenía a nadie para que le echase una mano y se sentía horriblemente sola. A los pocos días vio que la oveja que adoptó tosía a punto de atragantarse y, que al cabo de varias toses a cual más intensa, escupía un trozo de trébol grande del que colgaba un gnomo con sombrero, botas y barba y vistiendo unos pantalones y una chaqueta verdes. Sobre el achatado sombrero descollaba el trébol de antes.    -
   ¡Caracoles, caracoles!; pero... ¡¡Puaaaaaagg!! –protestó la criatura-. ¡¡Son babas qué asco!! ¡Cómo he llegado hasta el estómago de una oveja...! La oveja a partir de lo ocurrido empezó a sentirse mejor; su salud y alegría crecieron como una marea. El gnomo le dijo a la madre que la oveja se lo tragó al quedarse atrás del rebaño y que llevaba dentro de la tripa del animal cuando menos un buen tiempo. El gnomo se sentía tan mareado que le tuvieron que dar unas tazas de cacao en la cocina de la madre. 
   Al ver el pequeñajo al hijo postrado en la cama y enfermo se pronunció: - Me inspira mucha compasión tu hijito.  Me he asustado al contrastar su malestar. ¡Caracoles se le siente muy malo! La madre, sin aguantar más, le dijo que el mal que padecía su hijo; que un día de repente al despertarse se lo encontró parecidamente que ahora. El gnomo que estaba sentado sobre la mesa de la cocina al tiempo que la madre preparaba más infusión, le especificaba al pie de la letra cómo empeoró el joven lentamente. 
   A veces eran cortados por los llantos del hijo que le tranquilizaban con cariño y quilos de paciencia. Un día, que el gnomo iba a la casa para redimir el mal que cayó sobre el niño (al acordarlo así con la mujer), el jovencillo respiraba con dificultad y la tos indicaba que se ahogaba falto de aire. La madre se alarmó: - ¡Por favor haz algo! ¡Haz algo! ¡Se está quedando sin oxígeno! ¡¡Mi hijito no puede respirar!! 
   El gnomo se puso sobre la cama y al ver que tenía algo raro en el cuello anunció a la mujer que no calmaba su intranquilidad: - ¡Caracoles! ¿Qué es esto? A su hijo le han salido branquias y parece ser que se está ahogando como no le metamos en la bañera o en algún lugar con agua para que pueda sumergirse. Y al quitarle la madre los calcetines como por una inexplicable intuición, se asustó: - ¡También tiene ancas en vez de piernas! O aletas… ¡¡no sé bien lo que es!! Tanto se horrorizaron que la madre y el gnomo con ayuda de la vecina llevaron al niño a la bañera y al llenarla lo tiraron ahí a semejanza de una merluza.
   Y el niño o la especie de medio pez se quedó flotando y perezosamente aleteando sin apenas moverse dentro del agua. Sin embargo, contemplaron que parte de las aletas del niño descollaban de las esquinas de la bañera y no había forma de que cupiera en condiciones. Tanto es así que tuvieron que llevarle hasta el río que se hallaba a menos distancia y durante varios días le dejaron en remojo hasta que el gnomo se prestó para salvarle. 
    - ¡Caracoles qué tragedia! Bien; ¡esto se presenta más complicado de lo que pensaba! El gnomo tocó varias veces el trébol con el pulgar, se sopló las manos y de las mismas surgió un polvo del que nació un hilo de oro que era tan largo que se perdía tras la puerta de la casa y en la temprana oscuridad del bosque. Al anochecer estuvieron a punto de quedarse y esperar a que amaneciera; pero se fijaron que la cuerda brillaba entre las sombras de fuera y no dudaron en seguirla. Tanto la madre como el gnomo se encaminaron a través de la negrura, con pies de plomo y sin imaginarlo les abordó un ciervo que su cornamenta formaba una bella corona al llegar a un río. 
   – Pocos pasean bajo la luz de la luna por estos territorios -les dijo-. Y creo que tienen más cordura que vosotros los que no lo hacen. ¿Qué se os ha perdido? El gnomo por desconfianza no abrió la boca, pero la madre que le dio buena espina el animal le dijo: -Estamos siguiendo esta cuerda y no sabemos adónde va. El ciervo les dijo que un embrujo recaía sobre unos antiguos reyes que por la noche y el día eran de piedra excepto durante el ocaso y que para redimirlos de su calamidad tendrían que aventurarse hasta el fondo de una fosa.  
   -  Si creéis que no encontraréis el rumbo no os preocupéis que el hilo no desistirá en su curso –berreó el ciervo que les condujo por un laberinto de árboles hasta que se despidió de ellos en el corazón del bosque-: Si seguís el resplandor del sol daréis con el lugar que buscáis. ¡No tenéis más que ser fiel a esa premisa! Las últimas palabras se difuminaron en el aire. 
   La madre y el gnomo anduvieron durante horas hasta casi entrada la noche y cuando el hilo destelló llegaron a una hendidura entre varios robles donde descansaba una pareja de reyes que se cogían amorosamente de las manos, y que, aunque la imagen fuera un tanto fría, guardaba algo de ternura y sensibilidad. 
   Los reyes ataviaban suntuosos ropajes y medias y jubones con joyas brillantes. Una corona descollaba de las cabezas dormidas, cayendo la suntuosa capa por detrás de sus pies. Lo más misterioso es que los reyes despedían ronquidos y silbidos que se confundía con el runrún del entorno y con los graznares de los cuervos. Y estaban tan quietos, por lo que observaron la madre y el gnomo, que supieron que no eran de piel sino que sus cuerpos eran de piedra. 
   Los dos tuvieron que esperar hasta el ocaso del día para que pasarán a ser de piel y hueso y cuando retomaron la conciencia los reyes se asustaron al ver delante a dos desconocidos; pero les dieron las gracias inmensamente y dijo el rey: - ¡¡Bienaventurados por la gracia de salvarnos!! ¡Seréis bien recompensados, mis humildes amigos! Después, en mitad de la noche y acompañados por los reyes que al besarse no pasaron a ser más de piedra, siguieron el transcurso de la cuerda cogiéndola cada uno con una mano para no perderla de vista y al fin llegaron hasta el corazón de las selvas y vieron que un armario grande y vistoso aparecía ante ellos, el cual relucía como una joya en la oscuridad. 
   La madre tiró de la cuerda, pero la cuerda no salía del armario ni se abría ninguna puerta. Entonces, el gnomo con un poco de tacto dio dos toquecitos al armario en el silencio latente de la noche. Los reyes hasta se impacientaron. A la madre le extrañó, pero al gnomo no tanto. En comienzo nadie abrió hasta que surgió de dentro y de manera repentina un oso que sujetaba una caja de madera de pino llena de pasas deliciosas; de modo que la madre y el gnomo se echaron hacia atrás asustados al no imaginarse esa entretenida aunque colosal aparición. 
   El simpático oso les dijo que tres pasas sobrenaturales comidas antes de acostarse: curará cualquier mal para el día siguiente.  -   Tranquilos que regresaréis bien a vuestros hogares y bendecidos –dijo el oso y con un soplido les envío otra vez a la casa de la madre donde el gnomo le dio al niño tres pasas antes de dormirse, sacándole de la bañera y llevándole a la cama delante de los reyes que les acompañaron. Al amanecer, el chico se levantó sin branquias y con el cuerpo renovado como sanamente lo tuvo antes. 
   El gnomo se convirtió en el recadero de la casa al cual trataron de maravilla para el resto de sus días, y los reyes liberados de su mal agasajaron de riquezas a la madre y al hijo que vivieron feliz y holgadamente. Sabiendo la madre (al final del cuento) que el ciervo era su marido, el padre de su hijo y que le protegió como buen ángel de la guarda. 

FIN
 

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