La ondina del estanque
Había una vez unos padres que fallecieron por un arrollamiento de tren y sus hijos que eran doce les pasó a cuidar su tío que era el hermano menor del padre de los chicos, siendo los nombrados: varones, menos la pequeña que era una niña muy alegre y simpática.
Desde el menor al mayor eran todos muy parecidos, distinguiéndose entre ellos por la edad y por algún rasgo teóricamente reconocible. El amable tío de los chicos tenía un gato lozano y hermoso y vivían en el campo a las afueras de la ciudad, en una acogedora casita. Era indudable que con el paso de los años los chicos se fueron amoldando y comenzaron a ser felices y a vivir la vida con normalidad.
En una ocasión el tío les dijo a sus sobrinos y al gato que mientras él hacía torrijas que ellos fueran a recoger los cántaros de leche de todas las semanas a la lechería que estaba al otro lado del bosque. Cuando salieron, se abrigaron bien y como siempre la niña que era la menor de los hermanos iba atrás acompañado del gato que hacía muy buenas migas con ella.
En ese país siempre hacía frío y aunque no llegara a nevar la costumbre era salir con bufanda (como el grupo entero que las llevaban en torno al cuello), y con botas (que también llevaban) pues no se sabía cuándo iba a llover, ya que el cielo diariamente se presentaba gris y encapotado. La niña era incansablemente enérgica, de modo que se pasaba todo el día moviéndose, jugando y hablando con el gato que era el único que llevaba una bufanda dorada, y, aunque no poseyera la virtud del habla, sí que comprendía cualquier gesto y expresión y cualquier palabra que se le dijese.
Durante esa caminata que hicieron los doce bien no se detuvieron y la niña y el gato se relacionaban entre ellos y el resto de los once hermanos charlataneaban y reía sin hacer caso a la pequeña, excepto alguna caricia que le hacían al gato que maullaba agradecido.
La niña decidió comerse un trozo de un panecillo que llevaba, darle otro trozo al gatito, guardando lo que le sobraba para el resto de la marcha. Empezaron los hermanos a penetrar dentro de esas verdes y abundantes arboladas y contentos iniciaron varios cantos en grupo, deseando llegar coger la leche de la lechería y volver y celebrarlo con su tío con una buena merienda.
Pero naturalmente no salió así de bien las cosas y el mayor de los doce hermanos se equivocó de camino y las horas se les vinieron encima y con ellos la noche y la oscuridad acechó tanto a su alrededor que a la niña, al gato y hasta a los de más edad les entró miedo e inquietud. Por ventura, la pequeña tenía un farolillo que encendió y de esa forma pudieron al menos guiarse por la luz, cogiendo otro camino más largo y fatigoso que el que debieron tomar, repartiendo el panecillo ella con los suyos para llevarse algo a la tripa.
A pesar de andar sin detenerse y de que el frío cada vez era más inaguantable divisaron por suerte un champiñón morado que fosforescía en la noche y sobre su sombrero un elfo con las orejas largas, unos calcetines casi igual de largos y con campanitas que colgaban de sus bocamangas, llevando un traje tan verduzco que apenas era reconocible en esa casi negrura que gobernaba.
Los hermanos le preguntaron para salir de allí y encontrar la lechería y el elfo les aconsejó que fueran por el mismo camino que iban que era la única forma de ir más directo. Antes de que se fueran la criatura de largas orejas saltó unas cuantas veces sobre el sombrero del champiñón morado y un polvo rutilante saltó y se impregnó en las ropas de la niña, los hermanos y el gato que quedaron encantados al ver que sus prendas y zapatos relumbraban.
- De este modo –les dijo el elfo al despedirse de los chicos-, tendréis la capacidad de ir tranquilos, y si cabe, de perderos menos ¡y esa magia os dará suerte! ¡Mucha suerte! ¡Oooouuhhhh jijiji!...
La niña, el gatito y sus hermanos por esa razón recomenzaron la caminata con mayor confianza y al menos no estaban ya tan angustiados. Hicieron caso, por ende, a las señales del elfo y así estuvieron yendo por la misma dirección hasta que distinguieron antorchas que orillaban otro camino contiguo a éste y al final observaron un árbol con unas cuantas ventanas de un tono diferente: azul, verde, rosa...
El mayor de los hermanos dijo que les darían algo bueno para comer y que parecía un lugar tan divertido que seguro que si se pasaban y llamaban, está claro, que no se arrepentirían. De dicha manera cuando estuvieron todos delante del árbol comprendieron que carecía de puerta y entonces uno de los medianos silbó dirigiéndose a una de las ventanas cercanas, pues las sobrantes se encontraban más arriba llegando hasta las altísimas ramas.
Al emitir varios silbidos uno de los medianos y no obtener respuesta les incitó tanto que el resto de los doce hermanos se pusieron a levantar la voz, pero por mucho que creciera el sonido no sirvió, pues nadie siguió sin responder y el gato se aupó y propinando unos golpecitos con las uñitas contra el cristal de la ventana consiguió que se asomara un enanito con sombrerillo picudo y una barba trenzada que era de oro puro, rutilando las finas y coloridas vestiduras.
- ¿Qué queréis niñitos? Parecéis necesitados o parece... parece que os habéis perdido –les dijo riendo caluroso y asomándose por la ventana al tiempo que el gato que se arrimó al alféizar, pegaba un salto y volvía con los suyos.
- Íbamos a ir la lechería de las afueras del bosque y luego otra vez a casa de nuestro tío y no sabemos dónde estamos –anunció la niña que tomó la iniciativa de portavoz en el grupo.
- Le suele pasar mucho a numerosos caminantes –risoteó el enanito de barba trenzada-. Mirad si seguís este camino encontraréis, efectivamente, una madriguera que la habita más adelante un mago que os podrá ayudar bastante más que yo –y se desternilló como si acabara de contar un chiste.
Los doce hermanos le miraron sin comprender el motivo de la risa, y la niña preguntó, mientras acariciaba el lomo de su gatito que se limpiaba una mancha de su bufanda dorada con la lengua: - ¿Y a cuánta distancia nos hallamos?
- No os queda apenas distancia –finalizó el enanito-. Y para que el mago se ponga alegre si le dais cada uno un pelo de mi barba, sin duda alguna, que bien os recompensará. ¡¡Tengo tanto que me lo puedo permitir!!... –y se partió el pecho soltando varias risotadas al ejemplo que las otras ocasiones.
Y arrancando varios pelos de oro de la barba: les fue regalando uno a cada uno a excepción del felino. Sin desechar tiempo: enfilaron ese camino felices de que tuvieran una mínima cantidad de fortuna, aupando en brazos al gato que antes de irse le cogió algo de comer al enanito y se empachó tanto que le costaba sobremanera moverse.
Bien pronto llegaron a una madriguera cubierta toda de regalos, confetis y varitas mágicas, emergiendo de todo eso un barbudo, con sombrero azul y túnica estrellada. - ¡¡Qué rostros preocupados traéis!! –Exclamó con un tono irónico y a la vez serio-. ¿Qué os pasado? La menos triste parece esta niña –y sonrió el mago a la pequeña que daba mimos al gatito.
Le contaron que se hallaban algo desubicados. - No sabemos el camino… –dijo uno de los hermanos. - Nos dijeron que teníamos que seguir por éste sendero y veríamos una casita –continuó otro de los mayores.
- Pero tenemos esto –culminó la niña y le enseñó al mago el pelo de oro del enanito y los doce hermanos, cada uno, le dio al hechicero el pelo que guardaban y el hechicero empezó primero con el de la pequeña. Del charco de varitas y regalos que inundaban la mitad de la madriguera (llegándole a la altura de la cintura), fue probando cuál era la vara que funcionaba hasta que, después de una veintena o treintena de intentos, cogió una que funcionaba y así los trece pelos de oro los transformó el mago en doce collares para los hermanos y un anillo de oro también para la niña.
- Esto, al fin y al cabo –reconoció el viejo-, os ayudará si alguna vez os metéis en apuros.
- ¿Y en qué nos ayudará? –no lo entendió uno de los pequeños.
- Sin duda, en que si os ocurre algo malo bastará con que vuestra hermana se ponga el anillo para encontraros.
- ¿Y por qué tienes tantos regalos y cosas desordenadas? –preguntó la niña y el gato con su bufanda maulló por las acciones sorprendentes que cometía el ducho mago.
- Porque me encontré hace años a un sinfín de conejos y en vez encantarles en príncipes se convirtieron en regalos, en falsas varitas y en otras indecibles piezas. Si os contará... ¡si os dijera mis queridos amigos! Después se despidieron del mago que se volatilizó tras una fulgurosa nubecilla de humo mágico y siguieron sin parones la ruta con la certidumbre de salir de una vez de ese espeso laberinto de hojas.
Al llegar a mitad del bosque discernieron un manantial y como era a medio camino y se morían de sed no dudaron en echar un trago. Desde el más mayor al más pequeño de los doce hermanos fueron advertidos por una terrible voz que surgió del agua: - ¡¡Si os bañáis no tendréis formar alguna de salir!!...
Los hermanos se rieron y la niña, su hermana, les previno de que no iba en broma y que no metieran dentro un solo dedo del pie y ellos se burlaron y se hicieron los sordos. Cuando se metió el mayor de todos, los otros no vacilaron un instante en zambullirse en el manantial y, al hacerlo, una ondina bella y peligrosa se arrojó sobre ellos y en vez de devorarlos lengüeteó y al rozarles con su lengua los transformó en medio humanos como eran y en medio barbos, tapizándose la piel de los desafortunados en escamas y apareciendo branquias.
La ondina se sumergió y no se la volvió a ver más por el momento. Entonces boqueando se pegaron a la orilla del manantial y rogaron a su hermana y al gato que fueron los únicos que se mantuvieron al margen: - ¡Ayy!... ¡Ayyyy...! ¡Glucc! ¡Nuestra querida hermanita y lindo gatito ayudarnos a sacarnos de esta charca! Ayy! ¡¡No vamos a poder andar en la vida!!... ¡Gluc! ¡¡Glucc!!...
Y arrepintiéndose, boqueando de nuevo y coleteando como barbos desaparecieron bajo las umbrías aguas. A la hermana se le saltaron las lágrimas del lamento y de apreciar tan mal a sus hermanos que, aunque le chincharon muchas veces, no dejaban de ser, en el fondo, parientes y familia que quería.
Y se sintió impotente y tonta de no poder solventar la situación. "Me gustaría arreglar estás desgracias. ¡Cómo...! Yo… ¿De qué forma podría solucionar esto?", pensó temblando de frío tras unos ramajes y acurrucada de cualquier manera con su mascota.
La niña se puso a llorar toda la noche sin saber cuál era el arreglo para remediar lo ocurrido, y entonces, el gato le chupó la mano a su dueña y fue cuando se acordó de lo que les dio el generoso mago e hizo más memoria y no sólo se acordó del anillo que se sacó en ese momento del bolsillo, a su vez, recordó las pulseras de sus hermanos y lo que les contó, por ende, el mago.
Regresaron al manantial tras otra hora de andada al alejarse antes y la niña no dudó en ponerse el anillo y fue entonces bien cuando se entrevieron luces en la oscuridad de las aguas y emergieron los doce barbos con sus pertinentes collares puestos. - ¡Gluuc! ¡¡Glucc!! Oh, ¡has venido! ¡¡Habéis venido!! –se emocionaron los doce hermanos escupiendo agua y aleteando.
- ¡Sí! –se emocionó la chiquilla-. ¡Qué bien que estéis sanos y salvos!
- Si vienes mañana por la noche antes del alba es cuando no está la ondina... –balbucearon los barbos y la niña al notar que al gato se le ponían los pelos como escarpias y que una sombra se extendía bajo las aguas entendieron que la mala criatura estaba a punto de reaparecer, de modo que sensatamente se marcharon por si acaso para prevenir cualquier mal.
Tuvieron que pasar el resto del día siguiente comiendo lo que se encontraban por su camino, pero sin alejarse demasiado del lugar al que tenían que volver a la caída de la noche. Cuando anocheció el gato y la ondina aguardaron camuflados bajo la hierba y al saber que la media luna estaba al límite de sucumbir y el sol de nacer, justo antes del alba, la niña se colocó el anillo en el dedo y los pobres barbos salieron de nuevo a la superficie, y, gracias a las últimas luces de la nocturnidad, los escurridizos barbos volvieron a ser los niños que siempre fueron.
La ondina les atacó al descubrirse tras la niebla que se levantó. Pero fue demasiado tarde y ya estaban tan lejos que se libraron y al tropezarse otra vez con el mago, el viejo les condujo hasta la casa del tío y montaron todos: una fiesta y una cena felizmente a base de esas torrijas que nunca olvidarían y pasándolo requetebién, aunque no hubieran traído la leche que les encargaron de la lechería, bailando el gato con su bufanda y con los doce hermanos y la niña durante esas horas sin cesar al ritmo de los aplausos de su tío y del mago.
Desde el menor al mayor eran todos muy parecidos, distinguiéndose entre ellos por la edad y por algún rasgo teóricamente reconocible. El amable tío de los chicos tenía un gato lozano y hermoso y vivían en el campo a las afueras de la ciudad, en una acogedora casita. Era indudable que con el paso de los años los chicos se fueron amoldando y comenzaron a ser felices y a vivir la vida con normalidad.
En una ocasión el tío les dijo a sus sobrinos y al gato que mientras él hacía torrijas que ellos fueran a recoger los cántaros de leche de todas las semanas a la lechería que estaba al otro lado del bosque. Cuando salieron, se abrigaron bien y como siempre la niña que era la menor de los hermanos iba atrás acompañado del gato que hacía muy buenas migas con ella.
En ese país siempre hacía frío y aunque no llegara a nevar la costumbre era salir con bufanda (como el grupo entero que las llevaban en torno al cuello), y con botas (que también llevaban) pues no se sabía cuándo iba a llover, ya que el cielo diariamente se presentaba gris y encapotado. La niña era incansablemente enérgica, de modo que se pasaba todo el día moviéndose, jugando y hablando con el gato que era el único que llevaba una bufanda dorada, y, aunque no poseyera la virtud del habla, sí que comprendía cualquier gesto y expresión y cualquier palabra que se le dijese.
Durante esa caminata que hicieron los doce bien no se detuvieron y la niña y el gato se relacionaban entre ellos y el resto de los once hermanos charlataneaban y reía sin hacer caso a la pequeña, excepto alguna caricia que le hacían al gato que maullaba agradecido.
La niña decidió comerse un trozo de un panecillo que llevaba, darle otro trozo al gatito, guardando lo que le sobraba para el resto de la marcha. Empezaron los hermanos a penetrar dentro de esas verdes y abundantes arboladas y contentos iniciaron varios cantos en grupo, deseando llegar coger la leche de la lechería y volver y celebrarlo con su tío con una buena merienda.
Pero naturalmente no salió así de bien las cosas y el mayor de los doce hermanos se equivocó de camino y las horas se les vinieron encima y con ellos la noche y la oscuridad acechó tanto a su alrededor que a la niña, al gato y hasta a los de más edad les entró miedo e inquietud. Por ventura, la pequeña tenía un farolillo que encendió y de esa forma pudieron al menos guiarse por la luz, cogiendo otro camino más largo y fatigoso que el que debieron tomar, repartiendo el panecillo ella con los suyos para llevarse algo a la tripa.
A pesar de andar sin detenerse y de que el frío cada vez era más inaguantable divisaron por suerte un champiñón morado que fosforescía en la noche y sobre su sombrero un elfo con las orejas largas, unos calcetines casi igual de largos y con campanitas que colgaban de sus bocamangas, llevando un traje tan verduzco que apenas era reconocible en esa casi negrura que gobernaba.
Los hermanos le preguntaron para salir de allí y encontrar la lechería y el elfo les aconsejó que fueran por el mismo camino que iban que era la única forma de ir más directo. Antes de que se fueran la criatura de largas orejas saltó unas cuantas veces sobre el sombrero del champiñón morado y un polvo rutilante saltó y se impregnó en las ropas de la niña, los hermanos y el gato que quedaron encantados al ver que sus prendas y zapatos relumbraban.
- De este modo –les dijo el elfo al despedirse de los chicos-, tendréis la capacidad de ir tranquilos, y si cabe, de perderos menos ¡y esa magia os dará suerte! ¡Mucha suerte! ¡Oooouuhhhh jijiji!...
La niña, el gatito y sus hermanos por esa razón recomenzaron la caminata con mayor confianza y al menos no estaban ya tan angustiados. Hicieron caso, por ende, a las señales del elfo y así estuvieron yendo por la misma dirección hasta que distinguieron antorchas que orillaban otro camino contiguo a éste y al final observaron un árbol con unas cuantas ventanas de un tono diferente: azul, verde, rosa...
El mayor de los hermanos dijo que les darían algo bueno para comer y que parecía un lugar tan divertido que seguro que si se pasaban y llamaban, está claro, que no se arrepentirían. De dicha manera cuando estuvieron todos delante del árbol comprendieron que carecía de puerta y entonces uno de los medianos silbó dirigiéndose a una de las ventanas cercanas, pues las sobrantes se encontraban más arriba llegando hasta las altísimas ramas.
Al emitir varios silbidos uno de los medianos y no obtener respuesta les incitó tanto que el resto de los doce hermanos se pusieron a levantar la voz, pero por mucho que creciera el sonido no sirvió, pues nadie siguió sin responder y el gato se aupó y propinando unos golpecitos con las uñitas contra el cristal de la ventana consiguió que se asomara un enanito con sombrerillo picudo y una barba trenzada que era de oro puro, rutilando las finas y coloridas vestiduras.
- ¿Qué queréis niñitos? Parecéis necesitados o parece... parece que os habéis perdido –les dijo riendo caluroso y asomándose por la ventana al tiempo que el gato que se arrimó al alféizar, pegaba un salto y volvía con los suyos.
- Íbamos a ir la lechería de las afueras del bosque y luego otra vez a casa de nuestro tío y no sabemos dónde estamos –anunció la niña que tomó la iniciativa de portavoz en el grupo.
- Le suele pasar mucho a numerosos caminantes –risoteó el enanito de barba trenzada-. Mirad si seguís este camino encontraréis, efectivamente, una madriguera que la habita más adelante un mago que os podrá ayudar bastante más que yo –y se desternilló como si acabara de contar un chiste.
Los doce hermanos le miraron sin comprender el motivo de la risa, y la niña preguntó, mientras acariciaba el lomo de su gatito que se limpiaba una mancha de su bufanda dorada con la lengua: - ¿Y a cuánta distancia nos hallamos?
- No os queda apenas distancia –finalizó el enanito-. Y para que el mago se ponga alegre si le dais cada uno un pelo de mi barba, sin duda alguna, que bien os recompensará. ¡¡Tengo tanto que me lo puedo permitir!!... –y se partió el pecho soltando varias risotadas al ejemplo que las otras ocasiones.
Y arrancando varios pelos de oro de la barba: les fue regalando uno a cada uno a excepción del felino. Sin desechar tiempo: enfilaron ese camino felices de que tuvieran una mínima cantidad de fortuna, aupando en brazos al gato que antes de irse le cogió algo de comer al enanito y se empachó tanto que le costaba sobremanera moverse.
Bien pronto llegaron a una madriguera cubierta toda de regalos, confetis y varitas mágicas, emergiendo de todo eso un barbudo, con sombrero azul y túnica estrellada. - ¡¡Qué rostros preocupados traéis!! –Exclamó con un tono irónico y a la vez serio-. ¿Qué os pasado? La menos triste parece esta niña –y sonrió el mago a la pequeña que daba mimos al gatito.
Le contaron que se hallaban algo desubicados. - No sabemos el camino… –dijo uno de los hermanos. - Nos dijeron que teníamos que seguir por éste sendero y veríamos una casita –continuó otro de los mayores.
- Pero tenemos esto –culminó la niña y le enseñó al mago el pelo de oro del enanito y los doce hermanos, cada uno, le dio al hechicero el pelo que guardaban y el hechicero empezó primero con el de la pequeña. Del charco de varitas y regalos que inundaban la mitad de la madriguera (llegándole a la altura de la cintura), fue probando cuál era la vara que funcionaba hasta que, después de una veintena o treintena de intentos, cogió una que funcionaba y así los trece pelos de oro los transformó el mago en doce collares para los hermanos y un anillo de oro también para la niña.
- Esto, al fin y al cabo –reconoció el viejo-, os ayudará si alguna vez os metéis en apuros.
- ¿Y en qué nos ayudará? –no lo entendió uno de los pequeños.
- Sin duda, en que si os ocurre algo malo bastará con que vuestra hermana se ponga el anillo para encontraros.
- ¿Y por qué tienes tantos regalos y cosas desordenadas? –preguntó la niña y el gato con su bufanda maulló por las acciones sorprendentes que cometía el ducho mago.
- Porque me encontré hace años a un sinfín de conejos y en vez encantarles en príncipes se convirtieron en regalos, en falsas varitas y en otras indecibles piezas. Si os contará... ¡si os dijera mis queridos amigos! Después se despidieron del mago que se volatilizó tras una fulgurosa nubecilla de humo mágico y siguieron sin parones la ruta con la certidumbre de salir de una vez de ese espeso laberinto de hojas.
Al llegar a mitad del bosque discernieron un manantial y como era a medio camino y se morían de sed no dudaron en echar un trago. Desde el más mayor al más pequeño de los doce hermanos fueron advertidos por una terrible voz que surgió del agua: - ¡¡Si os bañáis no tendréis formar alguna de salir!!...
Los hermanos se rieron y la niña, su hermana, les previno de que no iba en broma y que no metieran dentro un solo dedo del pie y ellos se burlaron y se hicieron los sordos. Cuando se metió el mayor de todos, los otros no vacilaron un instante en zambullirse en el manantial y, al hacerlo, una ondina bella y peligrosa se arrojó sobre ellos y en vez de devorarlos lengüeteó y al rozarles con su lengua los transformó en medio humanos como eran y en medio barbos, tapizándose la piel de los desafortunados en escamas y apareciendo branquias.
La ondina se sumergió y no se la volvió a ver más por el momento. Entonces boqueando se pegaron a la orilla del manantial y rogaron a su hermana y al gato que fueron los únicos que se mantuvieron al margen: - ¡Ayy!... ¡Ayyyy...! ¡Glucc! ¡Nuestra querida hermanita y lindo gatito ayudarnos a sacarnos de esta charca! Ayy! ¡¡No vamos a poder andar en la vida!!... ¡Gluc! ¡¡Glucc!!...
Y arrepintiéndose, boqueando de nuevo y coleteando como barbos desaparecieron bajo las umbrías aguas. A la hermana se le saltaron las lágrimas del lamento y de apreciar tan mal a sus hermanos que, aunque le chincharon muchas veces, no dejaban de ser, en el fondo, parientes y familia que quería.
Y se sintió impotente y tonta de no poder solventar la situación. "Me gustaría arreglar estás desgracias. ¡Cómo...! Yo… ¿De qué forma podría solucionar esto?", pensó temblando de frío tras unos ramajes y acurrucada de cualquier manera con su mascota.
La niña se puso a llorar toda la noche sin saber cuál era el arreglo para remediar lo ocurrido, y entonces, el gato le chupó la mano a su dueña y fue cuando se acordó de lo que les dio el generoso mago e hizo más memoria y no sólo se acordó del anillo que se sacó en ese momento del bolsillo, a su vez, recordó las pulseras de sus hermanos y lo que les contó, por ende, el mago.
Regresaron al manantial tras otra hora de andada al alejarse antes y la niña no dudó en ponerse el anillo y fue entonces bien cuando se entrevieron luces en la oscuridad de las aguas y emergieron los doce barbos con sus pertinentes collares puestos. - ¡Gluuc! ¡¡Glucc!! Oh, ¡has venido! ¡¡Habéis venido!! –se emocionaron los doce hermanos escupiendo agua y aleteando.
- ¡Sí! –se emocionó la chiquilla-. ¡Qué bien que estéis sanos y salvos!
- Si vienes mañana por la noche antes del alba es cuando no está la ondina... –balbucearon los barbos y la niña al notar que al gato se le ponían los pelos como escarpias y que una sombra se extendía bajo las aguas entendieron que la mala criatura estaba a punto de reaparecer, de modo que sensatamente se marcharon por si acaso para prevenir cualquier mal.
Tuvieron que pasar el resto del día siguiente comiendo lo que se encontraban por su camino, pero sin alejarse demasiado del lugar al que tenían que volver a la caída de la noche. Cuando anocheció el gato y la ondina aguardaron camuflados bajo la hierba y al saber que la media luna estaba al límite de sucumbir y el sol de nacer, justo antes del alba, la niña se colocó el anillo en el dedo y los pobres barbos salieron de nuevo a la superficie, y, gracias a las últimas luces de la nocturnidad, los escurridizos barbos volvieron a ser los niños que siempre fueron.
La ondina les atacó al descubrirse tras la niebla que se levantó. Pero fue demasiado tarde y ya estaban tan lejos que se libraron y al tropezarse otra vez con el mago, el viejo les condujo hasta la casa del tío y montaron todos: una fiesta y una cena felizmente a base de esas torrijas que nunca olvidarían y pasándolo requetebién, aunque no hubieran traído la leche que les encargaron de la lechería, bailando el gato con su bufanda y con los doce hermanos y la niña durante esas horas sin cesar al ritmo de los aplausos de su tío y del mago.
FIN
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