El trol y el pastelero Parte 1
Érase una vez un trol que, como todos los troles, le encantaba sembrar el terror por aldeas, comerse a hombres y ser temido entre las gentes. Solía andar normalmente con la compañía de su sombra tras de él y dialogaba, si se lo proponía, con el silbante viento. Era, para haceros una idea, un trol que normalmente no se relacionaba con otros semejantes ni tampoco con ogros, gigantes u otras temibles criaturas. La criatura calzaba unas botas holgadas y se tapaba poco más que con unas telas rasgadas que le ocultaban la cintura y el pecho. Era irrebatiblemente tonto y le encantaba cocinar a los hombres que capturaba en las montañas para asarlos, estofarlos o en tanto cocerlos en sus solitarios banquetes de la noche.
El trol cantaba, si se lo proponía, pero cuando se ponía a ello lo más que arrancaba su torpe y gorda garganta era un sonido rudo y violado por la aspereza y la ronquedad, que lo único que provocaba era molestia y un fuerte dolor de cabeza a todo aquel pobrecillo que le oía.
Pero al trol le importaba un rábano hacerlo mal porque cantar, bien es verdad, que no era lo suyo y tampoco le llamaba la atención, porque lo hacía muy poco.
A él lo que le preocupaba era tener siempre comida y la verdad es que nunca le faltaba y siempre le sobraba para el almuerzo, los aperitivos, los tentempiés o, bien es claro, para las segundas cenas. Solía capturar a viajeros que se perdían por las montañas, a agricultores que sembraban los campos, a pastores que llevaban sus rebaños a pastar, a soldados que se encontraba por casualidad o a una serie de desgraciados que caían en sus manos, y luego, en su terrible estómago. La criatura tenía unos conocimientos muy altos respecto a la cocina y su dieta era expresamente la de un trol: carne y carne. Sin embargo, un día de otoño que hacía frío y que el trol dialogaba con el susurrante viento, buscaba por las calles de una pequeñina aldea montañosa a un hombre para llevarse un bocado, pues, últimamente, con el frío, le costaba más capturar presas.
Las últimas habían sido a final del verano y los desgraciados esta vez fueron unos gallardos caballeros armados que no le vencieron al trol, comiéndoselos el solitario hasta con celaje y cota de malla, estofando luego para la cena a los caballos. ¡Qué bien le supo al monstruo ese último atracón que se pegó! ¡Y cuánto pensaba en ello mientras se arrastraba por esas calles fantasmales! ¡Lo que daría por un bocado semejante! ¡Lo que daría! Mientras el trol se decía cosas parecidas para sí mismo,observó al final de la calle un señor mayor con delantal, hablador y con gorro de pastelero: - … ¡Vendo bollos, pasteles, panes dulces; vendo tortas, huesos de santo, galletitas; vendo…!
Entre tanta subida de voz, las gentes empezaron a salir de sus casas y se ponían a la cola para comprar a las puertas de la popular pastelería. ¡Cuánto aldeano se moría por degustar un bollo! Se había corrido la voz y en menos de un cuarto de hora la calle del antiguo pastelero se llenó de personas de todas las edades. El trol, que se escondió a medias entre un muro al final de dicha vía, no perdía detalle de la agitada escena. “– Estos hombres, pobrecillos, me lo han puesto demasiado fácil para llevármelos a la olla –se relamía con maldad sólo de imaginarlo-. No sé cómo se conforman con una onza de chocolate y un chusco de pan rancio. Bah, bah, ellos… ellos sabrán.”
Bien es verdad que el trol no aguantó la suculenta tentación y fue dando grandes pasos hacia la pastelería. Los hombres al verle le gritaron inamistosamente: - ¡Eh, es el monstruo ese! ¡Es el trol! ¡Es el terrible y voraz trol! –Y el terror corrió de boca en boca. Las mujeres a la vez gritaban y chillaban; los niños se agarraban a sus piernas, faldas o zapatos. Los ancianos retrocedían temblorosos; y los hombres, incluso los más fornidos, se guardaban la valentía en el bolsillo.
- ¡Es enorme! ¡Nos comerá en un santiamén! ¡Poco duraremos!
- ¡Hay que huir como sea! –chilló otro anciano que cojeaba, uno de los últimos de la fila.
El trol se detuvo y el pastelero fue la única persona que se quedó frente a la pastelería, porque, el resto, la cola entera, huyó tan pronto como el voceo del trol sacudió las baldosas del suelo y derribó un par de fachadas. El pastelero con los huesos congelados del susto y con los miembros que, ni aun con el mayor de los intentos los movía, miró con fijeza a la criatura. El trol lanzó un segundo voceo para asustar, pero el pastelero lo más que hizo (que no es poco) fue meterse de un salto inmediato dentro de su local y tirarle desde una de las ventanas un pastel de frambuesa, nata y nueces. El trol lo miró como mira un lobo a una liebre.
- Pruébalo conmigo, pruébalo –le dijo el pastelero tras la ventana del obrador refiriéndose el pastel ofrecido.
- ¡Que pruebe el qué! –respondió elevadamente el trol no de muy buen humor.
El pastelero le señaló el sabroso pastel que descansaba todavía sobre el recibidor de la ventana.
- ¿Y por qué no sales tú? –dijo el grandullón al perder la paciencia.
De repente, se escuchó el cañón de alguna arma dispararse en el aire y el trol, por lo que pudo ver el pastelero desde su ventana, se largó dando grandes saltos con las holgadas botas. Al poco tiempo unos caballeros se presentaron delante del obrador y le dijeron, con los guantes agarrando las riendas platas, con gorros de policías con estrella, y con finas armaduras que tintineaban al moverse los caballos:- ¿Ha sido otra vez ese trol endemoniado? ¿Le ha venido a molestar?¡¿Cuántas veces van ya, pastelero?!
- Es lo mismo, es lo mismo –respondió el repostero-, he tenido suerte. Y lo cierto es que no sé qué voy a hacer, pero, por mucho que hago intentos de que se sacie con otras cosas es prácticamente imposible. Es más, mire… –le fue a enseñar el pastel que le ofreció el trol, ¡pero ya no estaba en el recibidor!
“Se lo ha llevado, se lo ha llevado”, meditó el pastelero atónito.
- ¿Pastelero, qué sucedió? –preguntaron los policías con cierto aire de preocupación.
- Sí, perdonad, perdonad, señores agentes. –Y luego les narró todo los acontecimientos relativos.
En adelante, después de lo dicho, de saber lo ocurrido, los policías estuvieron en vigilancia continua por las calles del pueblo, por las faldas de las montañas colindantes y entre los campos de siembra de la comarca y los ríos que corrían por las cercanías, aunque no atisbaron en ningún momento al voraz trol. Las semanas siguientes nadie supo de su presencia y no dio señales de vida. Se le había perdido la pista, las huellas de sus enormes pies se lo llevaban las hojas que danzaban, y los nidos de pájaros aumentaban por saber que el trol no espoleaba esa tierra. Pero estaban equivocados, peligrosamente equivocados. Los ganaderos bajaron la guardia y los agricultores no le dieron importancia, hasta, que, horriblemente, el trol terrible reapareció al poco tiempo
Las semanas que vinieron la criatura se dedicó a desolar aldeas de los alrededores, a comerse a viajeros de la montaña como antaño y a sembrar el terror allá donde iba. Pero, cuando ocurrieron muchos meses, el trol regresó a la escondida aldea del pastelero, porque, hay que añadir, que no olvidó jamás, desde que lo probó, el pastel de nata y nueces que un día no tan lejano le ofreció el pastelero. Le traían tan buenos recuerdos esos sabores nuevos y dulzones. ¿De verdad el trol disfrutaba comiendo hombres, comiendo carne? ¡¿No se podía servir de dulces y chocolate y dejarse de matanzas y de líos?!
“Bah, esos pasteles son para las cabras, como el flácido queso; o para esos ingratos humanos”, se decía el monstruo. Cuando el trol se presentó delante de la pastelería, era lunes, un día donde la gente trabajaba, condena diaria de la semana; no había nadie, complemente nadie frente al obrador. Al trol, sin más, le extrañó ese vacío de ruido y la ausencia de gente.
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