El duende del bosque

 Érase una vez un joven príncipe de un fructífero reino que cabalgaba muchos días por arboledas que se pegaban enfrente del colosal castillo. Al hombre le encantaba trotar con su caballo bajo los árboles y sentir el calor de la luz en su rostro.

           El príncipe podía llegar a pasar todo el día bajo la sombra de los árboles y jamás había cosa que más le gustara y ningún animal le atacaba porque sabían que era el sucesor de la corona.     

         Un día el heredero se dispuso a salir, pero esta vez quiso hacerlo solo y negó a los soldados que le ofreció su padre, el rey, para que le acompañaran cabalgando como era tradición.

          Y sin pensarlo ni una sola vez, se alejó del castillo a paso raudo hasta que se internó en el frondoso bosque. Decidió pasar un largo día, y así fue, jugó con su caballo, se bañó en un río y leyó un libro a las piernas de los árboles a la vez que intercambiaba palabras con ellos, y olía todo tipo de flores con exquisita gratitud.

         Entre tanta actividad el príncipe perdió la noción del tiempo y cuando quiso volver ya había oscurecido y la noche se había adueñado del entorno.           

          Al estar todo en penumbra, no podía observar nada y no encontró caminos entre los árboles, bajo aquella luna revestida en blanco y redonda como una canica.

          El joven se desesperó y mucho al ver que no encontraba remedios, y cuando perdió la esperanza, vio a un duende y se acercó a él. La criaturilla se quedó en su posición sin moverse un ápice y sin asustarse.

           El príncipe preguntó: - ¿Tengo forma de salir de este reino de árboles, pequeño duende? 

           El duende contestó: - Sí, hay una forma. Yo os podré guiar hasta casi el final, pero me quedaré con vuestro apuesto corcel y el trato acabará, alteza. Aunque luego, quizá, a vos os pida otro -terminó el monstruito con boca chica las últimas palabras. El príncipe ignorando casi lo último que escuchó del duende, cedió y, la criaturilla cojeando, le condujo a través de la verdosa espesura.

           Al andar un buen rato escucharon unos ruidos y detrás de unos arbustos apareció un lince ibérico, de mirada sería y de largos bigotes y dijo: - Buenas noches alteza. Bueno, espero señor duende que me hayas traído algún beneficio. La última vez saqueaste todo lo que tenía, por un absurdo trato que acordé contigo, me debes recompensa.

           El duende subiendo la cabeza mintió: - Se te recompensará, amigo. Mañana te daré comida o algún tipo de bien material. Pasaré por aquí a última hora del sol y recibirás tu recompensa.   

-           No, señor duende -se impuso el lince con enojo-. Ahora yo iré y cuando termines de cerrar tus actividades con su alteza el príncipe me das lo que es mío.

           Debido al tamaño del lince del bosque, el pequeñito y regateador duende no pudo librarse de él y, es que, solo lo que hacía el lince era reclamar lo que le pertenecía.

           A medida que seguían, el lince andaba a espaldas del duende y del heredero pensando si le haría alguna de las suyas al girar a veces la vista como si se quisiera escabullir, pero comprobó que se equivocaba y que únicamente se fijaba en los pasos que daba para llegar con seguridad al castillo del príncipe.

           Mientras se desenlazaba el final de la marcha al lince le rugían las tripas y empezaba a impacientarse más y a observar rencorosamente a su deudor.

        Al llegar a las lindes del bosque vieron las murallas y las imponentes torres de nácar del castillo. El príncipe al ver su hogar atajó: - Bueno, ya todo está acordado. Toma el caballo, pequeño duende. La criaturilla saltó y se subió a los lomos y controló los berrinches del corcel y los pataleos que daba en el aire que por lo pequeño que era el duende casi se cayó por las sacudidas. 

          Y antes de que se largará el príncipe le dijo el duende: - Alteza no os vayáis tan rápido. Acordamos también que vos me haríais otro favor.                          

          El príncipe contradijo: - Yo no acorde tal cosa y que los vientos soplen con braveza si desmiento lo dicho.                         

          De coincidencia, unos vientos soplaron fríos por segundos y el príncipe se dio cuenta de que formaba parte del acuerdo.

          De ese modo, el heredero cedió y el duende exigió con avaricia: - Traedme vos el baúl de oro más lujoso, montañas de dinero, tapices reales. Y dos de los mejores caballos de carreras, joyas, doncellas, y traedme cuatro o cinco burros de carga, y esto y lo otro…

           El príncipe al haber acordado eso y ser tan cumplidor no podía cambiar de parecer y se moría de miedo de la bronca que le caería del rey por la desaparición de semejantes bienes.

         El joven mandó a una veintena soldados esa misma noche a expensas de su padre diciendo que era por orden del rey y que se debía de hacer lo más rápido que se pudiese.

          Tardaron un par de horas hasta que trajeron la infinidad de riquezas que exigió el duende, que eran prácticamente todas las que disponían en el nacarado castillo. Al irse la veintena de soldados tras haber transportado lo ordenado, el príncipe permaneció paralizado y preocupadísimo.

         El heredero reflexionaba sobre lo arruinado que había dejado al rey y que su padre no le perdonaría lo que había dado, y tampoco la orden que había transmitido a los soldados en nombre suya.

        El duende disfrutando con las nuevas posesiones y, contentándose de la preocupación e inquietud del príncipe, declaró: - Veo que habeis cumplido con vuestra promesa, alteza. Ahora os pido a vos que descoroneis al rey y que me proclameis a mí rey de este reino y me traigas los mejores manjares para comer. También quiero que me concedais el castillo para mí solo y lo que construyais vos otro palacete al lado, y que…

   El príncipe cogió aire.    

-           Cumplí mi promesa –le interrumpió con valor y franqueza-. Te traje lo que me pediste y aparte de eso, encima, me ordenas que cumpla con el resto de peticiones y… ¿luego qué más? Tu feo abuso te ha conducido a quedarte sin recursos. Y el corcel real viendo que la criaturilla aflojaba la mano de los estribos de su cuello, corrió hacia el príncipe escapándose del duende. Antes de que se hubiesen vuelto los soldados al castillo, el príncipe les mandó que se devolviese al castillo lo que habían traído.

           El duende al querer hablar con resquemor fue cortado por el lince que, le gruñó violentamente y le agarró de una solapa del traje, quedándose suspendido entre sus feroces fauces.

          El príncipe dijo observando al lince con una leve sonrisa: - ¡Ven conmigo lince le daremos un buen escarmiento a este pequeño jeta, y te daré grandes cantidades de carne para almorzar!

- Me parece oportuno, alteza -gruñó el lince.

          El felino se alegró y le acompañó manteniendo entre los dientes la solapa mordisqueada, y al duende bocabajo que protestón se removía de izquierda a derecha, y se lamentó hasta que pisaron una de las murallas más elevadas del castillo.

            El joven pidió al lince que lo soltará y le colgó en conclusión en aquella murallita que si se mirabas hacia abajo te mareabas de la distancia tremenda que había. La criaturilla gritó y gritó, pero para cuando lo hizo el príncipe estaba dando de comer al lince ibérico y nadie lo escuchaba. Al lince ibérico le gustó la comida de tal forma que nunca quiso irse del castillo y se convirtió luego en la mascota más querida por el propio rey. 

   Todas las tardes de su vida las dedicaron a observar al duende, que se acabó convirtiendo en estatua de piedra y la realidad pasó a ser una leyenda, y esa leyenda ha pasado a ser este cuento.

              FIN

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