Verdina

Erase que se era una joven tan hermosa como el rocío de la primavera, con un cabello que le caía en bucles tan ondulados como nubes. Tenía tres hermanas y su padre era un leñador que trabajaba a cal y canto para sacar a sus hijas adelante. Vivían cerca de un prado verde y reluciente a la luz del sol. El leñador se ausentaba durante horas, horas que Verdina tenía que pasar con sus hermanas mayores, las cuales le hacían desprecios siempre que salían al amanecer a correr y a disfrutar del encanto del floreciente prado. Su padre les solía encargar que cogiesen bayas y frutos para luego acompañar la comida. 

     Solía suceder que, Verdina a pesar de su buena intención con sus hermanas, acababa por obligarse a entrar en un bosque cercano a los prados. Por ser la pequeña siempre caía ante los deseos de las mayores, que la chinchaban y se reían de ella muchas veces. Luego, cuando ella volvía con los frutos (que solo se encontraban en este bosque), se encaminaban de vuelta a casa para preparar y desenvainar las bayas, las nueces y lo cogido. Sin embargo sus hermanas se tumbaban a la bartola, mientras ella separaba semillas, limpiaba tierra de lo recolectado y sudaba esfuerzo.

     A mediodía, llegaba el leñador con la leña y montaban un fuego en la hogareña casa mientras disfrutaban de la comida. Y su padre así recitaba a sus hijas de memorieta antes de echarse la siesta después de la abundante comilona:

-          <<Si frutas buscas entre los árboles y bajo la luna, encontrarás una gran fortuna>>.

       Era una frase muy típica que se decían entre los vecinos que vivían por las cercanías del bosque.

       Pero esas frases cotidianas y esos momentos cálidos acababan pronto para Verdina. Así pasaban los días y siempre ocurría lo mismo, y no veía nunca el momento oportuno para decírselo a su padre. Era además siempre la misma rutina... y para Verdina nervios diarios. Pero sus hermanas eran tan malas que lo pasaban en grande viéndola sufrir con todo. Bien era cierto que Verdina estaba harta de entrar sola en el bosque y tenerse que jugar el cuello constantemente. Ese lugar no era de fiar. No le transmitía nada bueno.

       Todas las mañanas que había ido durante estos últimos meses habían sido llevaderos, porque los frutos que cogía estaban en la entrada misma del bosque. Pero, con el tiempo, las cosas habían cambiado. Las semillas y las frutas escaseaban en ocasiones y para hacerse con ellas debía meterse bosque adentro, lo cual era adentrarse en misterio y oscuridad. Verdina quería que eso nunca fuese posible. Sin embargo, como era de esperar, ese día llegó. Entonces tuvo Verdina un vago pero feo presentimiento. No sabía por qué, pero lo tenía.

       Esa mañana cálida y floral anduvieron las tres por el prado como hacían normalmente. Sus hermanas la gastaban a Verdina bromas de mal gusto y se reían de ella malvadamente. Ella hacia oídos sordos pero siempre le acaban afectando de una forma u otra, aunque disfrutaba de esos minutos de calma y belleza. Los prados estaban en su puro esplendor y las margaritas desprendían sus más bonitos colores y despedían sus más agradables olores.

       Cuando se acabó el paseo por el prado llegó lo que temía Verdina. Sus hermanas la pellizcaron el brazo y se burlaron de ella mientras la dieron un empujón y la espetaron con desprecio:

-          ¡Venga, qué lenta eres! ¡Venga, date prisa renacuaja inútil o haremos la comida para la hora de la cena! ¡Venga!

       A esto Verdina, por ser la pequeña, no decía ni pío por no tener alternativa alguna a negarse. Así eran las cosas. No había que olvidar que eran sus hermanas mayores, y eso, quisiera o no, era así. Por lo que, cuando estuvo en la entrada del bosque, observó que no había fruta y que la poca que crecía los días anteriores la habían gastado los vecinos y los mismos animales que por allí a sus anchas vivían. Anduvo un rato hasta que se dio cuenta de que se había adentrado más de lo que quería y que el camino que había cogido lo habían borrado los árboles y los roedores invisibles que sigilosamente por ahí pasaban. De pronto, un sueño se hizo con ella y se quedó profundamente dormida.

       Cuando quiso darse cuenta, una bruja salió de detrás de un árbol. La vieja con harapos, achaparrada y con una nariz torcida le dijo:

-          Niña; ¿qué hace una chica de tu edad sola deambulando tan tarde por este oscuro bosque?

       La niña se inquietó por aquella voz fría e intentó no decir la verdad, no confiaba en aquella vieja encorvada.

-          Solo andaba... –consiguió responder-. Sencillamente me gusta la noche, señora.

-          No me mientas niña. ¡No te conviene enfadarme! ¡El idiota que lo hizo no lo contó! Tengo muchos años y soy muy vieja. ¡Tan vieja como estos árboles para que encima me regates con tus tonterías de mocosa!

-          No... yo... no era mi intención mentirle, señora –se impresionó la joven con el enfado de la bruja-. La verdad es que me mandaron mis hermanas a recoger frutas y semillas, y me tenido que... que meter muy adentro para encontrarlas, pero la noche se ha caído encima, y... eh... me he dormido y no sabía qué hacer hasta que le he encontrado a usted. 

       La bruja se rió, divertida, ante la tensión de la joven.

-          Pues es triste, pobre moribunda. Me das un poco de pena. No te deben de querer mucho tus hermanas entonces.

-          Sí, es cierto –suspiró con tristeza-. No me tienen mucho en consideración, señora.

-          Aunque, a pesar de eso, niña, has sido tú las que te has adentrado hasta aquí.

-          Sí, pero me habían dicho que vivía una bruja en este bosque y que por la noche al salir la luna, con su luz, se convertían muchos de estos frutos en sortijas de plata de un valor impagable.

-          ¿Y te lo creíste? –preguntó algo burlona-. ¿En serio, mocosa?

-          Sí, señora –asintió al principio con convicción-. O bueno al menos algo, creo. Mi padre también lo decía pero él... él es el único que sabe que es verdad. Por tanto no le importa que venga yo a diferencia de mis hermanas...

      La bruja en el momento que estaba hablando la quiso atrapar con sus manos (al haberla estado despistando para capturarla). Verdina sabiendo de las malas artes de la bruja, la esquivó. La anciana otra vez se tiró sobre ella, pero la joven se libró y la dio tal empellón que la empujó hacia la rama alta de un árbol que había detrás. La rama se agitó, desnudando el cielo y una media luna convirtió a la bruja en una alondra que voló asustada. De pronto, los frutos que había allí brillaron poderosamente y pasaron a ser centelleantes sortijas de plata que trazaron un camino luminoso. 

      La niña, sin creérselo, fue recogiendo las sortijas de plata mientras seguía el recorrido que le indicaban las joyas cristalinas. Después de andar y dar gracias llegó al amanecer a su casa y antes de que, su padre fuese a cortar leña como cotidianamente, Verdina apareció con muchas sortijas de plata entre sus brazos. Su padre lleno de alegría le dio un abrazo a su hija y dio también gracias a la vida en general. Después muchas de esas sortijas las vendió en el mercado, y se compraron una casa más bonita y decorada con joyas de oro en el tejado y en las ventanas y puertas.

       Y, en adelante, vivieron felices y las hermanas fueron las únicas que trabajaron en esa casa.

       Verdina jamás volvió a madrugar y jamás volvió a ver a esa fea y vieja alondra.

                FIN


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