Bundo
Había una vez un vagabundo bastante anciano que deambulaba por el mundo y que no
tenía un hogar donde dormir ni una rebanada de pan para llevarse a la boca. Al
cabo de unos meses que andaba por unas arboledas se encontró con un manantial y
tenía tanta sed que no dudó en refrescarse y lavarse. Pero algo pasó cuando
bebió Bundo varios tragos.
La barba blanquecina, las arrugas, el aspecto de
vejez del mendigo desapareció y retrocedió a sus nueve años. Por lo pronto el
mendigo no se lo creía. Al ver Bundo tanta juventud reflejada en el agua se
emocionó y se puso a saltar de alegría e incredulidad. - ¿Cómo puede ser que sea
tan joven? ¿Es posible que sea tan niño?
Si era tan viejo que tenía tantos años
que no me acordaba de mi edad. ¿Cómo he podido rejuvenecer de este modo? Bundo
empleó el resto del día en encontrar un porqué a su indecible suceso, pero de
poco sirvió al no hallar respuesta. Cuando se fue a acostar dio por hecho que su
aspecto cambiaría, pero al despertarse comprendió que no se trataba de ningún
sueño.
El aniñado vagabundo se formuló mil preguntas hallando a cual menos
respuestas. Pero por la noche se le ocurrió la idea de llevar a su viejo hermano
que tenía aún más edad que la que él tuvo. Fueron los dos casi al término del
día. Su hermano mayor se remojó y bebió y en vez de volverse más joven le dio un
ataque tan fuerte de tos que se murió de repente falto de aire. - ¡Qué he hecho!
¿Qué carajo he hecho? ¡No! ¡He matado a mi hermano! Se lamentó el nuevo niño de
tal forma que enterró a su hermano con todos los honores que reunió.
De dicho
modo, el tiempo iba más lento que cuando era viejo o es así como lo percibía el
niño que tuvo que huir de la cuidad donde vivía, y huir a un alejado y sombrío
bosque. Bundo tomó la huida al no tomarle nadie en serio. Le intentaban timar en
el mercado al ser tan joven donde le regateaban con frecuencia y andando por la
calle se tenía que apartar con cada ciudadano que pasaba delante suya al no
respetarle por lo crío que era.
Tampoco los vecinos le creyeron cuando declaró
ser Bundo y creyeron que era un ladrón que se coló en casa del señor. ¡Qué mal
lo pasó el pobre! Le gritaron y hasta algunos gatos del vecindario se le echaron
encima y por poco le descorchan los ojos como botellas.
Por dicha razón, Bundo
se marchó de la ciudad y se refugió en una conejera que se construyó con sus
propias manos, exprimiendo y utilizando su sabiduría de viejo. Bundo es cierto
que contaba más de un siglo, pero ahora su corazón y su piel eran frescura de
mundo, brisa matinal pura, cascada enérgica e inmaculada que se cría en las
joviales montañas. Y se sentía Bundo tan renovado que cogió los muebles de su
antigua casa o parte de lo que se pudo llevar, y amuebló y dejó bonito la
conejera que amplió y era casi tan grande como una cabaña.
Con el tiempo se hizo
un alma errante que no paraba de recorrer los páramos vecinos y de aventurarse
por valles donde crecían las frutas más deliciosas y las ninfas más bonitas que
viera crecer el cielo donde tuvo más de un romance con una, pero Bundo que era
niño (aunque anciano de experiencia) no se dejó engañar y emigró por tierras
aledañas y renunció al final a sus muebles, a sus pertenencias, a su nuevo
escondrijo y sus escasas valías, y a los amores que desde luego dejó a un lado.
Lo que Bundo prescindió fue de la ropa que vestía que era una chaqueta lila,
unos calzones, medias, y un sombrero que era parte de sí y aunque soplara el
viento a toda mecha no se soltaba de su cabeza como si estuviera anclado. Al
llegar el anciano aniñado a un redondo después de atravesar largas extensiones
de solitarios páramos se topó con un mochuelo al que tuvo que sobornar con
dinero para que le llevase el pajarraco a un destino verde y más fértil. A Bundo
le costó mucho convencerle y le costó más aún el poco dinero que guardaba que se
lo quedó en el mochuelo que era un caradura.
Y el mochuelo le dejó en la entrada
de un bosque por el que se internó el niño convencido de que le sonreía la
suerte. Bundo se pasó horas buscando otro nuevo refugio, pues necesitaba
descanso y le dolieron hasta los pies de andar y acabó solo, sin encontrar ni un
rincón para dormir, cayendo la noche como el telón de un teatro. Anduvo el
hombre hasta caer rendido y cuando estuvo al borde del desfallecimiento
vislumbró en la negrura y entre el mar de árboles un palacio blanco como la
nieve: de esbeltas torres y tejados engastados en joyas y labrados en plata
pura, que se escondían tras el copioso follaje.
Bundo no tardó en llegar hasta
la entrada y se fijó que no había portón, pero cuando imaginó una puerta pensó
en una puerta de madera hermosa, venerable y perfectamente barnizada. Y delante
de sus ojos surgió de la nada, en la pared rocosa, el deseado portón. Dio Bundo
varios y fuertes aldabonazos, y como nadie parecía oírle, pasó adentro al
abrirse de manera repentina.
Como vio el niño adulto que había infinidad de
dormitorios y otros espacios invasivamente en blanco por cualquier parte que
alzara los ojos, respiró, se concentró bien e imaginó otra vez que al palacio le
dominaban miles de millones de colores que entusiasmarían hasta a un daltónico.
Bundo empezó a subir varios de los miles de escalones y subió así con respeto
varias plantas. Como eran tantas, cuando el niño perdió la cuenta, se paró y
avanzó por una sala de ese piso donde había tantos colores que le dolía la
retina. De pronto, un hombrecito de dos o tres pies de altura, que iba con un
traje de vestir blanco y un sombrero inmaculado, deslumbrando sus dientes como
aljófares. - Se te ve algo despistado, muchacho. ¿Estás bien? –le dijo con una
sonrisa que iluminaría el mundo. - Estoy algo perdido –balbució el anciano
aniñado.
De dicho modo, Bundo manifestó que buscaba fortuna y un mejor porvenir.
Entonces el hombrecito de blanco le respondió: - Mira coge esto –le dio una
valiosa cosa que reveló de la nada-. Con esta capa bastará para que se curen tus
males y haya bonanza en tu agridulce vida. - ¿Y qué es? –dudó el niño al
examinarla. El hombrecito de blanco tan flamante y peripuesto le transmitió que
al final del bosque se extendía una playa donde en un lado de la misma habían
varias cuevas y que debería de ponerse la sortija especial al entrar hasta las
honduras de la cueva y al tocar la pared debía cerrar los ojos, contar hasta
tres y decir: - "¡Sortija, sortijita apórtame fortuna y prosperidad de chiripa!"
El niño estuvo de acuerdo y emprendió el camino antes de que saliera el sol. Tan
pronto como pudo se guardó Bundo la sortija a buen seguro y no perdió de vista
el camino que seguía medio borroso por las hojas. No sabía si era el rumbo
correcto y titubeó varias veces. Antes de salir del bosque se tropezó Bundo con
una piedra parlante que le dijo: - ¡Carajo chico! Se te va algo desorientado.
Para que lo sepas: hay una mariposa que vuela por las cercanías y que podrá
indicarte el mejor camino que puedas tomar. La veo siempre y parece una buena
conversadora y conocedora de estas tierras.
El joven anciano siguió su camino y
al cabo de poco vio efectivamente una mariposa que se posaba sobre una
exuberante palmera. El chico le preguntó, le habló y dialogaron tanto que a él
se le fue el Santo al Cielo, y cuando Bundo supo que pasaron unas horas, los
últimos rayos de la tarde transformaron a la mariposa en una bella y delicada
princesa, quedándose el chico prendado de su belleza sin poderlo eludir. El niño
avejentado acompañado de la princesa corrió pegado a la orilla donde las olas se
rompían sobre la menguante arena y donde el viento soplaba tanto que casi se
despegaban del suelo menos el sombrero del niño.
La noche estaba al caer y las
prisas les empujaron a aminorar la marcha hasta recorrer casi todo el largo de
la costa con las indicaciones de la princesa que tenía mejor orientación que una
brújula. Al llegar el niño y la chica a la cueva que empezaba a llenarse por la
subida de la marea se metió el joven en ella y se colocó la sortija especial en
un dedo como bien le indicó el hombrecito de blanco, y la princesa esperó en la
entrada viendo como su salvador se internaba en la lobreguez de la gruta. Cuando
el chico dio con la pared final: la tocó, cerró los ojos concentrado, contó
hasta tres y vocalizó en alto - "¡Sortija, sortijita apórtame fortuna y
prosperidad de chiripa!" Entonces, al decirlo el chico, la cueva se llenó de
cofres llenos de joyas que luego vendió volviéndose poderosamente rico.
De dicho
modo, Bundo contrajo matrimonio al cabo de unos meses con la princesa que
rescató siendo millonario y construyó un alcázar a poca distancia de la playa
donde vivió faustamente y tuvo muchos hijos con su esposa a la que amó con
locura siendo siempre un hombre con aspecto de niño y no envejeciendo por nunca.
Y en recompensa el nuevo príncipe nombró de consejero y mano derecha al
hombrecito de blanco que tan bien se portó y que les sirvió con orgullo y
lealtad.
FIN
¡Muy bonito!Me gustó mucho el final.
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegro mucho!
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