Gran príncipe Parte 2
A Juanín le llamó tanto la atención que, sin duda, comprendió al tocarla que durante meses y no menos años, sería feliz y se sentiría con una dicha que jamás se borraría de su corazón. Y así fue, desde luego. Desde aquellos días le fue fenomenal; su padre estaba enriqueciéndose, trabajo que les cambió por completo la existencia.
Con el paso de los años, hubo una vez, que Juanín sacó la pluma a pasear, cosa que jamás hiciera en el pasado, tiempo después de que falleciera ese mendigo que se hizo tan amigo del chico y de la familia. Juanín un día se encontró a unos artesanos en las puertas de su lugares de trabajo, cerca de un pueblo del gran principado, cuando el niño les saludó, y al dar la mano al jefe artesano, éste no se podía soltar de ninguna de las maneras ni aun con el mayor de los denuedos, porque Juanín al tocar antes la pluma ya todo lo que tocara en adelante se uniría a él.
Así pues, el artesano quedó cogido de la mano de Juanín, y los tres jóvenes aprendices al querer soltar a su maestro se vieron también de semejante modo cogidos, sin posibilidad de librarse; por lo que continuaron involuntariamente con el baile, pues aparte de estar sujetos, bailaban con un ritmo que no controlaban pero, que, no obstante, les era agradable y curiosamente placentero.
Al siguiente lo que se encontraron, antes de sobrepasar el pueblo, fue a un pregonero que anunciaba una fiesta por los aledaños.
Al quererle regalar una tarjeta, el hombre animoso se pegó a las manos de uno de los inexpertos artesanos que iba detrás, formando ya parte el pregonero de la prolongada fila bailadora. Fueron, entonces pues, por pueblos perdidos del gran principado, por monas aldeítas que se pegaban a las orillas de cientos de ríos, fueron también por ciudades de aquel territorio real y recorrieron valles y selvas boscosas, uniéndose seres de cada lugar a la larga cola conforme iban de un sitio a otro.
Juanín sin poderlo evitar se estaba haciendo famoso y la felicidad predominaban en él, porque aunque se tildase de aventurero agotador, era un gusto bailar y viajar de una región a otra de tu país bajo el esplendoroso sol o bajo la luna maquillada de estrellas.
Al final de una tarde, cuando estaban a contadas leguas de la frontera del gran principado donde se erguía el palacio del gran príncipe soberano, Juanín, que iba en cabeza de la interminable fila se detuvo por primera vez; por lo que el resto de la cola, sorprendida por la infrecuente acción, se paró también pero con extrañeza y desazón.
Juanín cogió el huevo y por un momento le dio la impresión, de que, ese mismo huevo tenía una estrecha relación vinculante con la pluma que estaba ocasionando todos aquellos sucesos.
Sin decir más, se la guardó y reinició la marcha, recomenzando la fila a bailar y a caminar de forma persistente.
El próximo pueblo que pasaron fue un pueblo que estaba a muy corta distancia del palacio del gran príncipe.
Los pueblerinos se quedaron de piedra al ver la tremenda fila que cantaba, bailaba, anunciando el pregonero de la misma que Juanín se encontrara un huevo hace apenas horas atrás y que ese huevo, por lo que alegaban todos, era un huevo especial que si lo frotabas contra el muslo de un caballo eclosionaría y brotaría de dentro hacia fuera la mayor riqueza jamás conocida, jamás imaginada. A un vendedor de telas le gustó la idea y preguntó cuánto costaba a la fila que, avanzando y avanzando, iban dejando atrás también ese pueblo. Tal es la casualidad que al ir a dar el dinero por el objeto especial, se lo dio a uno de los de la última fila pues así lo encomendó Juanín e, inevitablemente, se pegó a las manos y pasó a ser uno más de la cola.
Después dejaron a un margen esos territorios luminosos para internarse por trochas abandonadas, caminos abruptos que desembocaban en ciénagas y pantanos nauseabundos. De repente, delante de la fila (donde ya se contaban más de doscientos seres vivos: artistas, comerciantes, burgueses, trabajadores de todo tipo, animales, criaturas fantásticas…), se interpuso, sin venir a cuento, una bruja horrible y de apariencia malevolente.
- ¡Una fila que no para! ¿Cuál tipo de fiesta se celebra? –dijo con un tono familiar y entretenido-. ¡Estáis muy felices! ¡Y por lo que noto no os habéis soltado desde leguas atrás! Sí, sí. Y veo que, a pesar de ser diferentes, compartís una amistad muy estrecha.
Juanín que era de poca edad, pero que tenía dos dedos de frente, al no darle buena espina esa interrupción por parte de una extraña, afirmó: - Sí, nos lo pasamos muy bien, pero lo cierto es que estamos recorriendo el gran principado de una manera involuntaria aunque satisfactoria, señora.
- Parece divertido y me encantaría seguiros, pero me gustaría haceros una oferta. Me interesaría que me pusieseis precio a un huevo que hace no mucho os encontrasteis y que vendisteis.
- Ya no forma parte de mí; ahora es propiedad del último hombre que, como todos, se ha unido a este viaje de forma involuntaria.
- Ah, entonces trataré con él.
- ¡Haga lo que quiera –dijo Juanín no muy confiado- pero le sugiero que se dé prisa, porque desde ahora reemprendemos la marcha!
Y reiniciaron así bien la andadura al mismo tiempo que la bruja hablaba o probaba a comerle la cabeza al ingenuo vendedor de telas, pues la vieja le ofreció a cambio un saco de monedas de alto valor y apenas se lo pensó para ceder. Pero, cuando Juanín se enteró de ello, le echó la bronca al vendedor y le dijo que esa bruja era un peligro, que había estado escondida años, y que hoy, de forma inaudita, había emergido de la sombra para atormentar el país real del gran príncipe.
Al terminar de regañar a ese hombre, pues le tenía que regañar a gritos, pues sino, no se oían (no hay que olvidar que nuestro chico estaba el primero de la cola y el otro, por lo contrario, el último), llegaron a unos montes estupendos y llenos de vegetación exuberante. A Juanín se le ocurrió sacar su pluma para acariciarla pues era tan suave… Al meter el chico las manos en las ropas para cogerla, no obstante, comprendió que no estaban donde debían de estar y mientras no paraba de moverse rebuscó más y más y no encontró nada.
Juanín pensó, y bien entonces supo que esa desgraciada bruja se lo arrebató, se lo robó de una forma ruin y descarada. Decidió que se callaría, pues le daba vergüenza expresar esa gran pérdida que era para él. Y no se sabe cómo, pero las gentes se enteraron y cada uno de los de la fila, que después de días y días de recorrer el gran principado, se hicieron buenos colegas y amigos, supieron la desgracia de Juanín que estaba triste y desanimado, aunque proseguía con sus bailes y dando brío a lo que le precedían.
Comían de las campiñas que se encontraban, de los frutos que daban los bosques, bebían del agua que arrastraba los transparentes ríos y respiraban del aire que concebía el cielo. Al final de ese prolongado mes, que no me acuerdo que mes era, el horizonte se ennegreció, las nubes negrearon, el sol se escondió espantadamente y un frío y una sombra recorrió lúgubremente el país entero de norte a sur.
Muchas noches alucinaban con la bruja, esa negra mujer que hacía semanas se les apareció como un espectro, viéndose su figura borrosa, negruzca, en el aire, o reflejándose así bien en forma de sombra allá por donde iban.
Como en el transcurso se fueron uniendo más y más, ya el vendedor de telas no era el último sino de los que situaban en mitad de la fila que al ir doblándose fue formando, en vez de una cola larga y recta, un coro, un círculo bastante dilatado.
Cuando se formó este corro la mitad estaba alegre y la otra mitad pesarosa. ¡Y así iban las cosas! ¡El tiempo seguía discurriendo! Y cambiando de situación, yéndonos a otra perspectiva de la historia, nos encontraremos al padre de Juanín que era el único de buen corazón de la familia; por lo que, extrañándole tanto, la ausencia de su hijo pequeño durante tanto tiempo, se propuso ir a por él aunque tuviese que atravesar cordilleras y cruzar océanos infinitos. El hombre preguntó en muchas ciudades, preguntó en pueblos, preguntó en lejanas comarcas, pero fue inútil, nadie sabía nada. Bloqueado, decidió enviar una carta al gran príncipe para ver si se compadecía de un pobre padre desesperado y le tendía su ayuda real.
La carta tardó más en llegar de lo que presupuso el padre de Juanín, pero, a fin de cuentas, llegó que era lo importante. El gran príncipe al leerlo y al haber llegado a sus oídos la nueva de que un chico recorría sus territorios cantando y bailando en un corro de cientos de seres, consintió en dar con ese chico como fuese, porque el soberano era también padre y un buen padre y sabía de la desesperación por la desaparición de un hijo. Por eso, salió en persona con la gran guardia principesca y a las pocas horas se cruzó con el joven y el corro entero, tras vadear el soberano y los suyos un inmenso y caudaloso río en el que, por la corriente, se desviaron de rumbo y murieron varios hombres.
Antes de llegar a ellos, el príncipe se extravió. Y tal es la casualidad, que a mitad de ese día, alcanzaron a una mujer pálida, horrible como un murciélago y de presencia desconfiable. El gran príncipe bien supo que era la bruja porque en esos momentos, en la oscuridad, manoseaba un huevo centelleante y acariciaba una brillante pluma, balbuciendo conjuros o maldiciendo palabras en una lengua intraducible y maldita.
El monarca antes de que la bruja les convirtiese en ceniza pues a todo el que la molestase o hiciese daño le dejaba hecho cenizas, desenfundó una daga que tenía pegada a la vaina de la espada que le sobresalía del cinto, y le arrojó con tanta diligencia y destreza, que se le clavó en la garganta a la bruja y con un griterío de horror murió y recuperó el monarca el huevo y la pluma que los recogieron la gran guardia principesca.
Esta buena nueva después se fue difundiendo por el gran principado y, Juanín al enterarse de ello, acudió al palacio cogido de las manos de su corro y se presentó delante del gran príncipe que bailó con ellas y se unió al grupo que eran más de trescientos o cuatrocientos seres. El padre de Juanín estaba por allá y trajo uvas y todas las maravillas que le concedían sus nuevos y mágicos campos de cultivo para hacerle un gran regalo al gran príncipe que, luego, montó una fenomenal fiesta a la que se sumaron los hermanos de Juanín y demás familiares que cambiaron su conducta hacia él.
Desde esa vivencia así bien nació el corro de las patas que conocemos hoy y por siempre hubo paz y concordia en aquel gran principado, reservando Juanín en su corazón a aquel anciano que tanto miró por él y los suyos.
FIN
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