Gran príncipe 1 Parte
Una familia tenía tres hijos. El más pequeño de los tres lo llamaban en el gran principado –pues esas tierras las gobernaba un gran príncipe– Juanín, y Juanín sería siempre su nombre. Su padre, que era labrador, se lesionó el brazo durante dos semanas, y en ese tiempo tuvieron los hijos que encargarse de los trabajos de labranza.
El primero, el más mayor, se dirigió pronto, a primera ahora, a labrar los campos de sus padres. Nada más llegar se puso a trabajar, pero ni pasada una hora se sentó y se sacó una bota de vino tinto y un bocadillo de un chorizo exquisito. Se lo estaba comiendo y le dijo un mendigo que renqueaba acercándose, al cual, en ocasiones, viera:- ¿Me darías un poco de tu vino si no es molestia? ¿Me darías un poco de tu bocadillo?
- No, es para mí.
- Tan solo un pequeño trozo de pan sin chorizo y un trago corto del vino; ni lo sentirás…
Pero el mayor de los tres le increpó y le empujó y le gritó: - ¡Viejo caradura! ¿Me escuchas? ¡No quiero volver a verte por aquí en mi vida!... ¡FUERA, pedigüeño holgazán!
El mendigo se fue y el hermano mayor reanudó su trabajo hasta el final de ese atareado día, descansando cada dos por tres y sin dar apenas un palo al agua. Al día siguiente, fue el mediano a los campos, que estuvo trabajando de dos a tres horas, y cuando estuvo algo cansado, pero sólo algo, decidió hacer un descanso. Como la otra vez, el hombre que venía cojeando se puso a su lado y le dijo: - Magnífica comida la que traes. Llevo sin llevarme nada al estómago días… ¿tendrías la bondad de compartir un poco de tu comida y un poco de tu chorizo?
- No, lo necesito para tener energías para el trabajo, pues todavía me quedan muchas horas por delante.
- Pero apenas lo apreciarás. Yo otro día te lo devolveré.
- ¿Qué me va a devolver usted? ¡Mírese! ¡Si no tiene nada de nada! No se trata de mí, sino de lo que tengo, y como tengo poco para llevarme a la boca, menos aún tengo para un pobre desconocido como usted.
El mediano no gritó ni le pegó como el mayor, pero sí se fue más corto que perezoso a los campos donde estuvo trabajando y continuó con la labranza, en la que, por desgracia, quedaba mucho por hacer. Estuvo un par de horas más sin rendir apenas y luego se tumbó a la bartola y cuando anochecía regresó tan campante a casa como si se hubiese matado a trabajar. Desde luego, a Juanín le tocó la peor parte como le suelen pasar, no pocas veces, a los hermanos pequeños, y es que como los mayores no trabajaron lo que debieran, el benjamín, se sentía obligado a hacer lo que no hicieron los demás.
Por lo pronto, madrugó más que cualquiera de los dos y apenas si desayunó para ponerse desde el alba hasta la hora de comer labrando a destajo, sin parar, sin resoplar, con tesón, con diligencia. Después de ese enorme trabajo le quedaban a Juanín unas cinco o seis horas más para efectuar la labranza de todos los campos. Por tal motivo, se tomó un breve descanso y el mendigo, acercándose, le dijo con respeto y tacto: - Buen muchacho, he visto que no parabas de trabajar y ayer pude comer lejos, pero hoy no tengo nada que llevarme a la boca. Y últimamente son escasas las veces en las que puedo llenarme la tripa. ¿Compartirías, amigo, algo conmigo aún por poco que fuere?
- Desde luego, si no le importa tomar un bocata de salchichón barato y este vino agrio será un placer compartirlo con usted, señor. Encima se ve que tiene… que tiene mucha hambre –esbozó Juanín una amplia sonrisa al ser un chico alegre, caritativo.
- ¿Sabe, pues? Será un honor comer de ese bocadillo aunque sea un trocito; tiene una pinta de muerte, amigo.
Se comieron a pachas el bocadillo, Juanín medió el vino y le pasó el resto al mendigo para que lo rematase.
Cuando el hombre le estaba dando un buen trago, el benjamín de los tres, le dijo: - Tengo que ponerme a trabajar de nuevo. La labranza me llama. Pase por aquí usted cuándo quiera…
- Me parece muy bien; si no tuviera la espalda tan mal y no fuera un maldito anciano inservible te acompañaría en tu digna y sacrificada labor. Pero sí… pero sí tengo algo que darte…
- ¿Cómo? –Juanín no lo escuchó bien-. ¿Cómo dice usted?
- Mírate en los bolsillos… ¡En los bolsillos! –repitió ante la cara de asombro del chaval-. ¡Ya verás, amigo! ¡Mira dentro de los bolsillos de tu pantalón!
Juanín se palpó los bolsillos y en uno, descubrió, que había dentro una pepita de oro o lo que parecía, al menos, a simple vista, una pepita de oro.
Cuando extendió la mano se quedó Juanín escudriñando la chispeante pepita, pues lucía como un diamante, lanzó una mirada al mendigo como diciéndole: “¿De qué se trata?”, o algo así como… “¡Es precioso! Pero, ¿qué es?” El anciano al leer su semblante interrogativo, respondió que era una semilla mágica que si la plantabas una vez, brotarían de ella campos de cultivo enteros de verduras y frutas deliciosas, y que justo esas verduras y frutas serían, precisamente, las que imaginase Juanín el mismo instante de tirar la semilla al suelo.
Dándole las gracias repetidas veces, prometió y deseó volverle a ver y prosiguió, por lo tanto, con su sacrificado deber. Antes de ello, lanzó ilusionadamente la semilla no muy lejos de los campos que terminaba de sembrar. Y se puso, obedientemente, manos a la obra.
Al concluir la labranza de una vez por todas, casi a las tantas de la noche, vio que, de la semilla que plantó horas atrás, florecían cosas, demasiadas cosas que daban la apariencia de ser frondosas o exuberantes, pero que por la oscuridad y la negrura de la noche eran del todo irreconocibles.
A la mañana siguiente, el padre que con paciencia iba curándose del brazo, agradeció el trabajo a sus hijos, y los hermanos se rieron de Juanín, porque ellos no hicieron ni el carajo y el benjamín que se deslomó, se ocupó en buena parte de las tareas de labranza de ellos. Pero, ¿qué más daba? ¿Qué importancia tenía? ¡Ya había pasado, y punto! Lo pasado, pasado está; o así es como lo reflexionó Juanín mientras tanto. Esa agradable mañana el chaval paseó a no mucha distancia de los campos labrados y lanzó una mirada al otro lado de las tierras de cultivo, donde, sin precedentes, de una manera impresionante, se expandían leguas y leguas de maizales, olivares, y miles y miles de frutos más.
Juanín todavía sin llegar a concienciarse de que aquello era real, sin imaginar que eso creciera en cuestión de una noche, no emitió música o sonido verbal alguno, y se quedó gloriosamente conmocionado. Lo más que masculló después el jovencillo fue algo así como:
- El mendigo… El bien agradecido mendigo...
Siempre Juanín, con franqueza, guardó en su corazón aquel regalo. La familia estaba igual de conmocionada, los hermanos le empezaron a respetar y el padre le tuvo en más estima que antes al igual que muchas gentes ajenas.
Otra mañana, paseaba Juanín por los campos donde lindaban frutas y verduras maravillosas. Y uvas, maíz y aceitunas, entre otras muchas ricuras, como él mismo lo imaginó en su momento. ¡Ay! ¡Se sentía flotar en un sueño! Juanín se veía tan bien… Fue a tomar un racimo de uvas, pues esas huertas mágicas concedían frutos más carnosos y cada menos tiempo, cuando al ir el pequeño a cogerlo descubrió bajo una mata próxima, una pluma plateada y blanca como la luna.
Comentarios
Publicar un comentario