El barquero del lago
Hace bastante tiempo un joven barquero llevaba de orilla a orilla del lago donde residía (pues allí a un lado del mismo tenía una casita) a muchos viajeros y caminantes que querían ir al otro lado, pues en ese margen se erguía una montaña nubosa alimentada por bosquecitos y verdes páramos que la abrazaban. El barquero trabajaba de sol a sombra desde que amanecía hasta que anochecía. Cuando el hombre dormía en su casa a veces se despertaba por temblores de miedo que sacudían su cuerpo.
Esos ruidos que le asustaban y le alertaban a un mismo tiempo se debían a que los cuentos y leyendas decían que un atroz y perverso dragón moraba en el corazón de esa tormentosa montaña.
El barquero que vivió allí desde crío siempre fue prevenido por su difunto padre, del cual, por supuesto heredó el oficio que practicaba y el hogar donde vivía. Eran contados los que habitaban por allá a causa de la peligrosidad que entrañaba esa bestia escupidora de fuego y engullidora de hombres.
Debido a ello, el barquero siempre les prevenía a los tripulantes para que se anduvieran con ojo y que por el bien de todos no se aproximasen a la morada del dragón, puesto que un mal susto les costaría la vida. Una vez hubo una mujer (la más hermosa que viera el barquero en vida), la cual alegaba que iba a visitar la montaña por la tarde por consejo de sus hermanas mayores que fueron hacía años. Casualmente, la chica se dejó olvidado una pulsera que después encontró el barquero debajo de un remo.
A éste le encandiló tanto que se quedó harto enamorado de esa mujer que le resultó bonitísima y asimismo cándida y simpática. Esa misma tarde que la dejó en la orilla de la montaña se quedó por casualidad en la barca amarrada a una piedra.
Entonces, como aseguro, fue cuando el barquero vio la pulsera y se dijo que aguardaría para devolvérsela, pues la mujer le pidió que en cuestión de dos horas: estaría de vuelta de la visita. Pero pasaron dos, tres, cuatro y hasta cinco horas y entonces es cuando aquello al barquero le dio mala espina, esperándola con el barco amarrado en la orilla.
Guiado por la pena y por el amor a esa mujer que apenas conocía fue el hombre en su búsqueda afanosamente, penetrando en la fronda y en la espesura de dicho lugar.
El barquero no tuvo más remedio que cargar sobre sus hombros con ese besugo gigante que le regaló un amigo esa tarde para la cena, no dejándolo en la orilla, pues lo robarían y devorarían otros animales. Por lo tanto, con ese peso puesto que era un pez casi intransportable, caminó con perseverancia hasta meterse en la densa frondosidad.
No sé por cuánto estuvo divagando el pobre barquero en ese laberinto arbolado, pero cuando creyó entreoír remotos rugidos o alaridos en la lejanía, estuvo convencido de que ese terrible dragón no debiera estar a demasiada distancia. El hombre sopesó en la posibilidad de que esa mujer estuviera muerta y era tan alto ese índice que le dio ganas de arrodillarse en suelo, inconsolable, y romper a llorar de una manera horrorosa.
No hizo eso, sin embargo. El barquero se tragó las lágrimas y con un nudo en la garganta, en el pecho, en el estómago y por todos lados fue, con mayor precaución y sensatez, hacia el encuentro de esa chica que tanto le iluminó el alma.
Hay que admitir, entretanto, que la busca se hizo más complicada de lo esperado para el hombre.
Al barquero le persiguieron lobos por unos cuantos caminos y logró asustarles con varios fuegos que encendió y abriendo en canal a uno con un cuchillo que tuvo que más tarde desechar, porque estaba inservible y ensangrentado.
Al cabo de una hora, el barquero se profundizó tanto bajo la abundancia de árboles tupidos que, para cuando creyó perder el norte, ya se ubicaba en la boca de la montaña donde moraba el dragón. El hombre no dejó de andar hasta que estuvo bien dentro del orificio de la cueva y es cuando comprendió que era enormemente espaciosa, inabarcable, y un mal presentimiento gobernó su corazón, y sus esperanzas, en parte, se marchitaron.
El barquero no se rindió y mira que le daba mala espina ese agujero hediondo; sin embargo resiguió un buen trecho hasta que bajó por un laberinto de paredes rocosas que le llevaron aún más abajo. Allí la humedad y el frescor aumentaban. De repente al hombre le llegaron sonidos o como… como voces…
Sin imaginarlo, el barquero vio colgada de la pared cavernosa a la mujer que gritaba y pataleaba sordamente para liberarse. Al rededor todo estaba en silencio y la oscuridad era tan cerrada y el aire tan viciado que costaba moverse y respirar.
El barquero se dirigió hacia allí y desanudó los nudos y con mucho temor de que apareciese el dragón desató a la mujer que medio desmayada se rindió a los brazos del hombre que mirando a norte y sur, por si surgía la bestia, se dirigió corriendo hacia los bosques que abundaban por las cercanías a la cueva. Corrió el barquero sin echar la vista atrás y tanto fue lo que recorrieron que antes de darse cuenta estaban en la orilla. Pero, antes de que embarcasen nerviosamente ambos, la mujer asustada rompió a llorar al retomar la conciencia, y unos alaridos muy fuertes y demenciales sacudieron el lugar y en los cielos, volando, dio su presencia el dragón, escupiendo fuego a mansalva y cortando el aire con las alas que parecían dos aviones gigantes e indestructibles.
El barquero, antes de que les localizara el alado reptil, descubrió el besugo enorme que pescó antes y como tenía la boca tan grande se metieron los dos, mujer y hombre, dentro del anchuroso pez, escondiéndose tras muchos de los árboles que orillaban la costa.
El dragón, entonces bien, comenzó a coletear las nubes y a sobrevolar el lago y demás, chirriando y vomitando llamaradas de fuego que quemaban con inclemencia lo que tocaban, abrasando y reduciéndolo todo a cenizas. La pareja se hallaba callada, sin hacer ni un mínimo ruido y aplastados y tumbados dentro de las tripas del besugo. Era cierto que les dolían las piernas de todo el tiempo que llevaban dentro, apretados. Y el dragón seguía y seguía rastrando la zona. Pero, sin embargo, como estuvo horas así no consiguió finalmente dar con el barquero y la mujer, y, al término de ese día, cuando cayó la joven noche, el dragón fue a cazar cabras y ogros y otras presas y se olvidó de éstos.
Debió de matar la criatura con alas a muchos, porque durante el atardecer el horizonte se vistió de un rojo sangre y las nubes sangraban y el sol estaba tan oxidado que era hasta sorprendente atisbarlo.
Para celebrarlo, el barquero y ella, apestando a pescado, decidieron cenar en la casa del salvador, observando desde allí la morada del dragón y los dos se ennoviaron, y al cabo de unos meses, se casaron y tuvieron muchos hijos, no faltando nunca las historias que vivieron frente a la bestia voladora de la montaña.
FIN
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