El soldado jardinero

Un soldado que fue de los pocos sobrevivientes de una sangrienta guerra escapó de la forma que pudo y a duras penas. Sus camaradas cayeron uno por uno y él, milagrosamente, fue de los afortunados. Aunque aquí no acaba todo, pues cuando logró escapar se equivocó de camino y en vez de llegar al país al que pertenecía, terminó frente a una casa que estaba entre unas arboledas en medio del campo, en otra patria extranjera. 
      El soldado estaba peligrosamente perdido, daba vueltas y retornaba al mismo lugar, los árboles formaban laberintos a su alrededor, liándole, confundiéndole, y llevándole al mismo tiempo a una desorientación constante. - ¿Cuál es el camino que habré optado? –se preguntó el soldado bajo las anchas ramas de las arboledas tras dejar a parte aquel terreno tan vegetativo y profuso-. ¿Cómo demonios he terminado en esta región?... 
      De súbito, el soldado echó un ojo alrededor y vio, a un lado, entre las ramas de unos avellanos, una casita rural, construida en madera de pino y tan cuca como acogedora. Una paloma blanca voló por encima de él y anidó en el tejado. Dicha casa, tenía un jardín donde florecían toda variedad y género de plantas; tales como magnolios, rosales, bocas de dragón, violetas, azucenas, caléndulas, margaritas, lilas, y muchas más. 
     El soldado las observaba con delicada minuciosidad y reconocido interés, pues tiempo atrás había amado la jardinería y la guerra le arrancó de su lugar de origen y le empujó a las armas y al padecimiento. Por esa fundada razón, el soldado acarició y analizó las flores con cariño y minuciosidad porque le recordaban tiempos mejores, y aliviadoramente las olió cual si fuera un poeta enamorado de la madre Naturaleza, aun las enumeró a medias, y sintió los rayos de luz magnificar el jardín, y sintió que… - ¿Quién hay? ¿Quién hay ahí? ¡Oh!... ¡Muy buenas! -le interrumpió los pensamientos una voz.
       - Hola… Buenas, señora –dejó de pensar el soldado y saludó a una mujer mayor que estaba en la puerta de la entrada. Llevaba un sombrero torcido, tenía una nariz aguileña y era desvergonzadamente verrugosa, pero a tanta fealdad se sumaba cordialidad y simpatía. - ¿Qué te ha llevado hasta este país? ¿De dónde vienes? Por lo que aparentas, no tienes, ciertamente, pinta de llegar de un baile de salón. 
       Lo último le provocó gracia al soldado que sonrió. - No, verdad que no, señora. No vengo de estar calentándome la espalda en una chimenea y de bailarme un vals con una dama, por supuesto. Ya me gustaría. –Se le borró la sonrisa al militar y se puso serio como tal-. Sabe usted: vengo de una guerra donde he visto con mis propios ojos la muerte y donde mis compatriotas han caído espada tras espada. 
      - Debió de ser terrible, debió de ser muy traumático. –Asintió la anciana que admitió ser una bruja, pero de las “buenas” (o eso dijo) después de escuchar los trágicos relatos que le confesó el guerrero-. Has debido de malvivir muchas penurias y de pasar muchas calamidades; de manera que tienes que encontrarte cansado y tener hambre. Los soldados no dejáis de ser hombres valientes que arriesgais vuestras vidas, en parte, por los demás... Es curioso… Esto… Pero… Entra, entra –invitó la anciana finalmente-. Es tu casa. Aquí se aprecian mucho a los hombres de armas… Sí, sí, en efecto –cerró la puerta e indicó el pasillo-, sí…, por aquí, justo por aquí. 
      La bruja tenía una casa angosta, con una chimenea que tenía las paredes tiznadas de hollín y con una mesa mugrienta que cumplía la función de hacer la vieja de todo sobre ella. De ahí, que se mostrase tan sucia y destartalada, llena de macetas vacías, cerdas de escobas sueltas, platos manchados con pegotes de comida de hace una semana y cosas inapreciables que no llegó el soldado a entender lo que eran, porque era tal el lío y el desorden que para un militar eso era como perder una batalla. 
      Pero el soldado se abstuvo a decir nada, porque, también, como sabréis, un militar es cabalmente educado y en ocasiones hay que guardar las formas aunque, se dé el caso, de que las formas alrededor nuestro no estén guardadas. Por eso, el militar no pronunció palabra y la bruja al calor que ardía del estéril fuego de la chimenea, le invitó a sentarse cordialmente.
      Al poco tiempo, le dijo la bruja al soldado que le prepararía un buen guiso y pronto (no hay que olvidar que era una hechicera muy versada) le sirvió en la mesa (que acababa de "ordenar" y “limpiar”) perdices de caza bañadas en miel, alubias con chorizo y cerdo, filetes empanados con patatas panaderas, jamón serrano, pan con mantequilla, racimos de uvas y una serie de dulces inaceptablemente irrechazables. Después de aquel empache, del que no probó bocado la bruja, pero sí acompañó dando conversación y dibujando sonrisas cada vez que el soldado levantaba por segundos la cabeza del plato mientras masticaba y tragaba ávidamente, se fue a sentar el guerrero en una silla vieja frente al sillón de la bruja y a la chimenea que daba ahora más calor. 
      Así trataron temas banales de la vida, temas apenas si interesantes, que poco aportaban pero que mucho espacio de tiempo, por otro lado, ocupaban. De tal modo, los días sucedieron como suceden cosas terribles en el mundo, pero está vez las penurias de la guerra que tantos estragos causaron al soldado jardinero se iban disipando con las semanas aunque jamás, como era normal, se borrarían; eso estaba claro. Así se empezó a dejar de lado con los meses la profesión de militar y reencauzó lo que antes dejó por motivos del deber a la patria. 
      Ahora el soldado discurseaba y recitaba poemas con muchos magnolios, azucenas y adormideras, tanto lo hacía que terminó por amigarse con esos lindos seres, que decían que la bruja mató a muchos príncipes y arruinó a ricohombres que por allí pasaron de camino. ¡Cómo se horrorizaba con esas verdades, pero qué amistad forjó con esas florecientes amigas! Así a la vez el militar replantaba flores que no habían sido puestas en sitios adecuados o podaba tallos inservibles o ramitas podridas, hablaba con los rosales que eran amigos suyos y cantaba con ellos canciones de florestas, a la vez que recortaba ciertas plantas, o bien abonaba la hierba con la tierra natural y con las heces de los apacibles caballos, que, por cierto, si no lo he dicho, dormían y pastaban en una sucia cuadra situada detrás de la casa de la bruja. 
     En ocasiones, y debería de decir muchas, se pasaba el soldado por ahí a acariciar a los caballos que relinchan de regocijo, pues nadie, menos la bruja a veces (y de forma maltratadora), les hacía caso. Eran dos hermosos caballos que rozaban los tres años de edad. Cabe decir que, con el paso del tiempo, el soldado trabó muy buena amistad con los animales a los que no consentía la bruja que les sacase a pasear. 
      Decía la vieja que no convenía que salieran mucho porque se malacostumbraban y era perjudicial para ellos. Sin embargo, a opinión del soldado (ya sabéis que no era sólo un hombre de armas sino también de modales), era una completa burrada, una absoluta locura. Es más, perdón, no sacar a los caballos era encarcelaros y matarlos muy poco a poco en pequeñas dosis. ¡Poco le tenía que importar a la bruja! Y con aquellos puntos de vista “casi” inapreciables e insignificantes detalles se fue el soldado concienciando de la calidad de “persona” con la que convivía. 
     Sin embargo, y lo cierto, es que la bruja le trataba cada vez mejor y le preparaba comidas más abundantes, le recibía después que cortará el jardín con cumplidos estupendos y tenía con él todo tipo de gestos bonitos. Y poco a poco el militar se fue olvidando de lo solitario que estaba y de que llevaba por lo menos dos años entre las paredes y bajo el techo de esa casa rural. Y por eso cayó de nuevo ante el agasajo, el buen trato y por la sobreabundancia de comidas y cenas y extraordinarios desayunos. 
     Y, hablando de cenas, el jardinero durante varias noches comprendió que esas peligrosas comidas le retenían de una manera indecible, ya que una mañana que no ingirió nada del desayuno la bruja insistió constantemente para que se animase a probar algo. Pero, el soldado, aferrando la buena educación como escudo y la afabilidad como arma, contestó: - No, gracias, señora... Ayer cené mucho, pero, después, sin duda, almorzaré con buen, muy buen gusto. –La bruja, entonces, no perseveró más. 
      De tal modo, que esa mañana el guerrero al no llevarse nada al estómago, sintió la mente libre y despejada, como si nada ni nadie le aprisionara el cuerpo ni la misma cabeza. Por ese motivo, por un segundo, y sólo por un insignificante segundo, tuvo las ganas de escapar de esa prisión a la que llamaba “casa” y de librarse de esa mujer que le tildaba de “amiga”. De tal modo, y volviendo atrás en esta historia, esas noches que el soldado no se atiborraba tanto se sentía más consciente, tumbado en una cama acolchada no muy apartada de la estrecha habitación de la bruja, escuchando de vez en vez los relinchos solitarios y tristones de los dos caballos. 
      Así los días venideros, el soldado se ocupó de cuidar de las plantas por el amor que le inspiraban y procuraba por las mañanas no llenarse mucho, excusándose con que las cenas de las vísperas eran cuantiosas y diciendo que luego “retomaría la partida”. En las comidas y cenas, cuando la bruja se sentaba en un banco del jardín mientras él comía en la mesa, la vieja murmuraba frases que eran inentendibles para el soldado que lo escuchaba con dificultad. Entonces el militar no se cortaba y tiraba los desperdicios a los pájaros, ya que, bien es sabido, que la comida nunca se derrocha. 
     Así el militar se las apañó para un mes, evitando los banquetes, alimentándose sensatamente y reuniendo las fuerzas y la cordura que con el tiempo tuvo. Ese mes le sirvió a él para acariciar a los caballos y sacarles al jardín (porque la bruja no le dejó correr más afuera “por el bien de ambos”); y también en ocasiones, cuando por la noche se iba a dormir la bruja que en verdad no dormía sino que espiaba tras la puerta, el soldado con el cuidado de no ser pillado in fraganti le llevaban gran parte de esa sobreabundancia de comida a los caballos que gemían y le chupaban con regocijo después de engullirla. 
      - Tomad, no padezcáis. Yo no soy como vuestra dueña que os priva de lo que os corresponde –les susurraba en la oscuridad el soldado entre el sonido de los grillos nocturnos y el murmullo cantarín de las plantas del jardincillo-. Os sentarán bien. Tomad, tomad, comed. Mientras el soldado les acariciaba, recordándole a los tiempos apagados de la guerra; recordándole a la cantidad de camaradas que cayeron a pie y sobre el caballo de batalla, observaba el militar de bajo rango las arboledas que le arrinconaban y le separaban de sus tierras. “Salir de aquí sería como tirarse a un pozo; qué difícil es; en que lío estoy metido. Esta pesadilla tendrá que tocar a su fin. ¿Hasta dónde va a llegar la situación? Esto no puede seguir de tal modo. Esa amable bruja seguro que malva algo o trama ciertos planes obscuros”. 
      Los días venideros el soldado trabajó a destajo en el jardincillo, releyó un libro del ejército de su patria que le quedaba (el único que guardaba encima), y barruntó la forma de escapar de esa “cárcel” personal que enloquecía. Por este motivo, cierto día, el soldado llegó a la conclusión, aunque no lo prefería, de tomar medidas, y si podía ser lo antes posible pues mejor. 
      De tal modo, después de que la bruja le sirviese otra copiosa comida que noquearía hasta a un obeso glotón en el mayor festín, el soldado comió lo que pudo e invitó a la mujer a salir al jardín donde el verdor estaba presente y donde las flores se mecían musicalmente con el viento suave. - ¿Por qué encierra usted a los caballos y no le deja libres nunca? Eso no les ayuda, señora –dijo el soldado después de hablar largo rato de diversas cosas. - Porque no me la gana si te digo la verdad –dijo la bruja con un deje de malhumor, frente a los rosales que los miraban con timidez y las azucenas que los ojeaban con espanto-. La última que los saqué me ensuciaron la entrada, mi pisotearon el jardín y se cagaron por todas partes. - Son animales, qué espera. Si usted no los cuida, quién lo hará. 
      La bruja mantuvo la sonrisa; pero… la borró de súbito por un segundo y sus ojos grises y obscuros relampaguearon. - Bueno, eso será mi problema, y sólo mi problema –se irritó-. ¿No te parece? No creo que tengas mucho que ver en todo esto. - No, claro, son sus caballos de usted, por supuesto; pero… lo digo porque me dan pena y no dejan de ser animales. Necesitan espacio, libertad y no menos algo de cierta atención. A mi parecer, sin duda, no se merecen tales calamidades, señora. 
      - En esta vida no todos merecemos lo que tenemos, jovenzucho e ingenuo soldado. Pero la vida es así, esa es la cuestión. Qué sufran,… yo qué culpa tengo, qué culpa tengo, eehh… Si sufren es porque, justamente, les corresponde sufrir, ¿no?... Antes de que el soldado rebatiese esa brutalidad, los rosales que tenían enfrente que no se mostraban ya tímidos, al oír esas maldades y desconsideraciones, se lanzaron a atacar a la bruja y a pincharle con las espinas de sus tallos y de sus brazos hojosos. 
      La bruja muerta de miedo gritó, se espantó, se acobardó, se echó hacia atrás, se golpeó con el banco en la cabeza y la paloma que tenía su nido, arriba en el tejado, levantó el vuelo y le picó encima de la cabeza al quitarse la anciana en ese instante el sombrero. Y las lilas y las azucenas y las anémonas se abalanzaron también sobre ella sacando los pies que eran raíces del propio suelo, al igual, por ejemplo, que los magnolios y que las acacias y que las caléndulas amarillas y azules de más atrás. 
      Todos y cada uno de ellas fueron a atizar a la bruja por los males que cometió contra tanta gente y tantos seres buenos e inocentes. El soldado se apartó y con una sonrisa en la boca por ver a la malhechora vencida y ultrajada, fue a la liberación de los dos caballos que al desencarcelarles de la sucia cuadra, relincharon a su amigo militar y agradecidamente le chuparon. 
      En el momento que volvía el militar al jardín observó que las plantas y flores enterraban a la bruja debajo de montones de tierra, mientras ésta lloraba y rogaba clemencia sin resultado. - ¡Parad, parad, parad!... –pidió cortés pero severamente el soldado con su tono grave y seguro-. …¡Parad, parad, amigos! Las flores y el resto de lindas plantas se detuvieron de súbito y le miraron con respeto, porque era el hombre que les había cuidado durante dos años como nadie les había tratado hasta entonces; ya que la bruja, antes, les proporcionaba mal abono, nefasta tierra y apenas los alimentaba con el agua de las regaderas. Por tanto digo que se detuvieron a la orden del soldado.
      Y el militar de bajo rango les dijo refiriéndose a la hechicera: - No merece por necia vuestro aprecio, pero tampoco, de tal modo, merece este maltrato, que, no es propio de vosotros. Vosotros sois seres buenos, milagrosamente, a diferencia de esta vieja chiflada. No seáis pues, como ella. Deteniéndose la mirada de cada planta en el soldado, le dieron la razón, se calmaron y de súbito expulsaron a la bruja de allí y jamás se supo de la miserable. En esos momentos los caballos compartieron el regocijo con su nuevo dueño; y el soldado se despidió del jardín entero al montarse sobre uno de los animales, mientras las flores y plantas le aplaudían y los pajarillos de primavera se acurrucaban y piaban sobre ramas y tallos. 
      Sin embargo, justo en ese espacio de tiempo, la paloma blanca que tenía el nido sobre el tejado, la misma que siguió el militar al principio de este cuento, inició el vuelo y el soldado fue tras ella a galope ligero con los caballos. Al fin, consiguió lentamente llegar el soldado jardinero a su patria, se hizo cargo de los animales y contó a su familia las penurias de la guerra y su percance con la bruja; y en adelante se dedicó a la jardinería, vivió muy feliz y a salvo sin combatir más. 
      Orgulloso, siempre, de haber servido con honor a su país. 

          FIN

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