El sucio trasgo
Érase una vez un bondadoso rey que tenía a varias hijas todas ellas preciosísimas y, sobre todo, la de menos edad, que de lo bella que era cualquier joven, hasta el sol y las nubes, se prendaban de sus maravillosos encantos.
La chica se llevaba muy bien con las hermanas, pero solía jugar mucho por fuera del palacio donde vivía y se pasaba casi el resto del día. El rey solía montar mucho a caballo con sus hijas cuando no salía de caza, pues por los alrededores abundaban mucho los campos y bosques.
A no tanta distancia del palacio fluía una cascada en la que el agua caía y su sonido producía tranquilidad y eso le gustaba a la menor de las princesas que sola se iba a relajar a aquel lugar apartado y encantador. Muchas veces la joven llevaba consigo un peine para peinarse el cabello, fijándose en el reflejo que le espejaba el agua. Eso a ella le apaciguaba mucho y la melodía de los árboles le mecía en una imperturbable paz.
Por allí solía asomar, de vez en cuando, el magnífico arco iris que pasaba por encima de aquel recóndito lugar como un enorme columpio de colores.
Le inundó una vez tanto la curiosidad a la princesa que decidió subirse a lo alto de una roca en un extremo del manantial y tocar el arco iris. Y así se lo propuso. Pues bien, tal fue su suerte, que sin imaginarlo, tocó el arco iris con el peine (que para su disgusto se le cayó al agua) y su pelo se tiñó de todos los colores que pintan el maravilloso mundo, surgiendo tras el resplandeciente arco un trasgo, pestilente y mugriento, que le dijo que si necesitaba que cumpliesen con algún sueño suyo que se lo dijese a él y que se haría realidad en un abrir y cerrar de ojos, y que, en ningún momento, ella se arrepentiría.
A la princesa le resultó raro que una cosilla tan insignificante y desaseada fuera a cumplir con lo que más soñara en la vida. Pero el pequeño era tan insistente, amable y cordial que la princesa no pudo menos que asentir y aceptar una oferta que era gratuita y demasiado atractiva. ¡Total, no tenía nada que perder!
La princesa se emocionó, porque quería casarse con el príncipe más guapo y bueno, pero se acordó que el peine que se le cayó al agua era herencia de su difunta madre, la reina, y que si el rey se enteraba de que lo extraviaba se moriría de la pena, puesto que era un objeto de alto valor dentro de esa familia real.
Por tanto, a la princesa no le quedó otra que pedir como sueño que el peine regresase a sus manos. De cualquier modo, el trasgo sucio se vino encima, cambió de repente en su forma de ser y le chantajeó a la pobre diciéndola que si no se lo llevaba a palacio y no le daba buena comida de su mesa, una almohada caliente junto a ella y lo que pidiese que jamás la princesa: recuperaría el peine.
La joven preciosidad se quedó en el mismo debate y estuvo repensándolo varias veces hasta que, sin más remedio, tuvo bien que ceder. Al recuperar el peine, que apareció entre sus dedos como pura magia brillante, el trasgo se subió a la espalda de la princesa y dando saltos sobre su cuello para molestarla y silbándola al oído para incordiarla la metió prisa, pues dijo que estaba anocheciendo y que tenía frío y que se diera prisa… ¡vamos! ¡A qué esperaba!
Antes de lo pensado cenaban apaciblemente en presencia del rey y del resto de princesas, excusándose la princesa y alegando que era un amigo suyo del bosque y que le debía un favor. Como el monarca era justo y benévolo dijo que hacía lo correcto y que los favores se pagaban con favores y que hay que portarse bien con todo el mundo, y más aún, cierto es, con quienes han aportado algo bueno.
Después de eso, las siguientes noches no le quedó a la princesa más alternativa que dormir con el trasgo que se negaba a ducharse y que olía a sapo y a cenagal. ¡Qué suplicio! ¡Cuán incómoda se sintió la chica! Y las siguientes mañanas tuvo que jugar con el trasgo a juegos que le disgustaban y aburrían y hacer otro tipo de actividades, que por igual, le parecían un rollo inaguantable.
Al tomar té con otros acompañantes, el trasgo se colocaba debajo de la mesa y tomaba de las pastitas de la princesa y bebía de su misma taza de té. Las mañanas que salía la princesa a dar su paseo de siempre, la criatura se acoplaba y le daba la murga todo el camino; en las celebraciones o convites se sumaba y siempre acababa chafando la fiesta a la moza o se subía sobre sus cabellos y le despeinaba de una manera fastidiosa e impertinente.
Una vez que regresó la princesa de ir con sus hermanas a una celebración real entendió que esa pequeña alimaña había cometido contra ella otra trastada, puesto que tenía uno de sus preferidos vestidos llenos de lamparones imborrables siendo aquellos destrozos completamente irreparables y echándose a llorar la pobre de la desesperación.
El horrible pequeñajo intentaba ridiculizar y dejar mal a la joven delante del resto de sus hermanas o le quitaba la corona para escondérsela con malignidad. Eran faenas y bromas de mal gusto que desagradaban a la chica y la sumían en una profunda tristeza.
Las tartas que se cargaba el trasgo, por saltar encima al colarse en las cocinas, lo hacía dejando siempre algo que pertenecía a la princesa para que pareciese que fue ella la causante de la bribonada. Y es que siempre se le ocurría algo al monstruillo para fastidiar y chinchar a la hija del rey. ¡Cómo se lo pasaba! ¡Era un diablillo!
No menos velas encendía por las noches el trasgo para despertar a la chica e interrumpirla el sueño o se ponía a tocar el tambor o a soplar de un flautín o a hacer sonar unas maracas que tenía. ¡Ay! ¡Qué espanto en esas ocasiones!
Un amanecer, que la princesa no resistía más esa situación, se despertó y viendo al sucio trasgo tirado en su limpia y confortable cama, cuando fue a descorrer las cortinas de su alcoba, los rayos de sol penetraron con mucha fuerza y vitalidad, y antes de que la princesa arrojara a la bestezuela dormida por la ventana, la luz transfiguró al trasgo en el príncipe agraciado que fue, abrazándose los dos al verse y firmando su amor con el mejor beso nunca visto, enamorándose ambos en lo que dura un fugaz pestañeo.
Al fin, contrajeron matrimonio y tuvieron cientos de hijos que en el futuro fueron buenos herederos del reino, regalándole el benévolo rey un palacio cerca del suyo y creando un legado nunca olvidado, pasando a ser el peine de la princesa una reliquia de un valor inestimable y no separándose nunca del resto de sus hermanas que le admiraban.
FIN
Me encantó, buenísimo, no me esperaba ese final tan fantástico, uno de los mejores cuentos que he leído ❤.
ResponderEliminarMuchas gracias Alexandra! Me alegro sobremanera que te gustara! Disfruta! Estás en tu casa! Un gusto conocerte!
Eliminar