La flor de oro

Había una vez un rey que lloraba la ausencia de su hija. El padre anhelaba incesantemente tenerla de nuevo junto a él. Un caballero bizarro y de corazón gallardo se ofreció en traer de vuelta a la princesa. Es más, juró y perjuró que lo haría; de forma que se alejó el caballero leguas hasta vagar por lugares inhóspitos y tierras tenebrosas. Durante sus largas y agotadoras cabalgadas se encontró el valiente con menos de una sorpresa y con más de cien peligros. 

     Por los valles por los que estuvo el caballero se tuvo que enfrentar a serpientes gigantes y a osos salvajes, arrancándole al caballero casi la cabeza de un zarpazo uno de esos horribles animales, pero tuvo reflejos el jinete y le decapitó a tiempo antes de que lo devoraran de la peor manera. Luego, herido, el caballero tuvo que curarse y no se rindió tampoco en adelante.

  Por las montañas por las que cabalgó el jinete se topó con gigantes de piedra a los que tuvo que arrojar al vacío no acabando aplastado de chiripa; por las playas que orilló luchó contra sirenas que querían seducirlo y arrastrarlo y ahogarlo en las honduras del mar, pero el caballero se libró de ellas y pudo continuar con su inagotable y arriesgado viaje, azotando las riendas de su caballo y con los puños bien cerrados.    

   Tanto fue lo que cabalgó el hombre que se enteró por noticias que pregonaban por el reino que la hija del rey fue confinada en un castillo hediendo y oscuro. El caballero en su travesía pasó por debajo de un árbol que tenía las ramas muy largas, y al tirar de una de ellas, se precipitó de arriba, cayendo, un primoroso enanito con barba dorada que asía entre sus manos un paquete.

“- ¿Qué es lo que desea el señor? ¿Acaso un premio? ¡Habéis tenido vos bastante ventura! El primero que cruzara por aquí y tirara de una rama le iba a dar esto mismo –anunció con tono de diversión.

   Y el enanito le dio al caballero un paquete envuelto en papel brillante y rojo de regalo, con un gran lazo que lo decoraba. ¡Era muy fulguroso y bonito! Al abrirlo en presencia del enano, el caballero vio que era una flor de oro preciosa y de verdad.

“- Guau –se dijo.

“- Bien, ¿os gusta, señor? –preguntó el enano.

“- Es increíble ¡y muy lindo! ¿Pero qué haré con ella? Nunca, en vida, me han concedido algo gratis.

“-Si vos, señor, arrancáis cada pétalo y arrancáis, al final, la última que tenéis que quitar, se os concederá una brújula mágica que os llevará dondequiera que necesitéis ir.

“- ¿Y si fallo? ¿Qué ocurriría en ese hipotético caso? –dudó el caballero agarrando bien los estribos del caballo.  

“- Perderéis desde luego una oportunidad única, señor.

   Bien pues, el caballero aceptó porque siempre fue temerario y valiente, y en presencia del enanito, retiró una por una, cautelosamente, las hojas de oro de la flor. Le caía al hombre el sudor a raudales por temor a fallar, por temor a tropezar con la equivocación. Respiraba. Se removía. Remiraba al enano que se balanceaba de las ramas diciendo “¡Yujuh!” cada vez que el valeroso caballero se fijaba, con tensión e intranquilidad, en él. Fue terrible para el caballero: que le temblaba el pulso, le bombeaba la sangre por todo el cuerpo y tiritaban sus piernas pareciendo que se iba a morir de frío. Una por una, una por una, se decía, mordiéndose el labio inferior y doliéndole hasta el vientre del mal rato que soportaba. El enano seguía diciendo “¡Yujuh!” u “¡¡Oeeeeeé!!” y otras exclamaciones que las cantaba, las chillaba, las repetía o las silbaba, tamboreando con los deditos su barriga, resonando como si unos timbales golpearan contra un tambor menudo y melodioso.   

   Finalmente, rectificó al casi arrancar el pétalo que no debía y la flor al desflorarla se convirtió en la brújula tan deseada. El caballero pronto reemprendió su camino, vagando por más bosques, costeando playas y rebasando mastodónticas cordilleras, pues pidió a la brújula mágica que le llevara donde concretamente estaba la princesa. Después de muchas millas acabó el caballero frente a un torrejón donde apresada de por vida se hallaba condenada la princesa por culpa de un oscuro conjurador que la envenenó y antes de marchar para siempre de ése país la encerró en esa podrida y alta prisión. 

     Antes de trepar por el desladrillado torrejón, porque había plantadas trepadoras que recubrían las paredes a falta de ventanas y puertas, distinguió el caballero un punto de luz en el río que afluía a metros de allí. Vio que dentro del vientre de un pez brillaba una joya que le llamó tanto la atención que no le quedó más remedio que pescar al pez a duras penas, debido a que le costó un montón hacerse con ese ejemplar que coleteaba e incesantemente se agitaba. Al fin, al jinete no le quedó más remedio que patearlo y matarlo para extraer la joya.

    El caballero la estuvo estudiando largo rato, tocándola y analizándola hasta que, cuando tocó el topacio que tenía engastado en el centro, el hombre vio que surgía de la joya un tallo que fue creciendo y aumentó, subiendo en forma de hiedra por los muros del torrejón. Y cerca se escuchaban los gritos agónicos de la desgraciada hija del rey o lamentos en cierto modo que debieran provenir de ella.

    Sin dudarlo, entonces, el caballero escaló con presteza ayudándose con la planta recién crecida que con lentitud iba ganando terreno a la superficie, cubriéndola y tapándola por completo. El jinete ponía una mano de piedra en hiedra y, cuando llegó casi arriba del todo, blandiendo la espada: horadó la ventana y entró dentro del último cuarto de la torre donde efectivamente se hallaba la princesa: tirada y marchita como flor, en una esquina del cuarto, pálida y casi medio muerta.

   El caballero la cogió en brazos y por artes oscuras, como si alguien hubiera lanzado un maleficio, el torrejón se desmoronó justo cuando el valiente cabalgador rescató a la hija del monarca de esa alta cárcel; después la llevó con prontitud ante el trono del rey que felicitó con creces al caballero que se casó con la princesa y tuvieron tantos hijos como de herederos se colmó el reino y fueron todos por siempre felices y bienaventurados. 

      FIN

                                  

 

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