El mar de las Lágrimas
Había una vez un dragón que no se comía a hombres y a nada por el estilo. En todo caso, lo contrario, refugiaba a los pobres indefensos que acogía en su cueva, situada en la cumbre más elevada de la montaña. Los dragones, en general, se ocupaban de comer carne e incendiar aldeas, pero a Giflio no le llamaban esos gustos, como, tampoco, amontonaba oro y no solía custodiar cuantiosos y lucientes tesoros. Sus vecinos dragones cazaban por las montañas de las proximidades y la hora era lo de menos, pues se disponían a ello sencillamente cuando tenían hambre. Muchas veces Giflio tenía que sacarlos de ciertos embrollos e incluso cumplía la figura que mostraba de apaciguador cuando sus íntimos se peleaban, en mayor o menor medida, con otros grandes dragones. Amigos suyos robaban oro de muchas minas y luego Giflio tenía que venderles excusas a enanos y mineros, salvándoles el pellejo, porque, aunque se considerase el más pacífico y en el fondo fuese un dragón al borde de ser vegetar...