El gusano y la bruja de la risa podrida

En un frío y ventoso campo residía un gusano que tenía la guarida a unos palmos debajo tierra. La casita era diminuta y contaba con un finísimo túnel que conectaba con la superficie. El tamaño de su vivienda no era superior al de un zapato y tenía una camita que era la pluma de un ganso, una lámpara que era el trozo reducido de un cuarto de vela, y una maravillosa bañera que verdaderamente era un dedal boca abajo. El gusano amaba del dormidero como un joyero sus diamantes. Y lo que más le gustaba era escuchar el susurro del viento las noches airosas. 
El gusano se acostaba con su gorro de dormir y procuraba refugiarse antes del mediodía, pues sobre esas horas tan pronto oscurecía. Era un gusano que no quería tener demasiado que ver con sus vecinos que despreciaba al ver que nadie cuidaba la tierra excepto él. Cuando le apetecía tomar el aire se arrastraba por entre la hierba de los campos vecinos donde saludaba a otras lombrices que fertilizaban el suelo. Hubo en uno de esos caminos que una vez el gusano se perdió y echó de menos su vela, el calor del hogar y estar cómodamente tranquilo. 
-        ¡Qué frío se está por estas sendas y soy tan menudo que me resulta todo más aterrador! ¡Nunca he pasado una noche tan lejos de mi casita! 
   Y el gusano no dejó de escurrirse por esa inmensidad de hierba alta y de oír las conversaciones de los grillos que le desubicaban más todavía. El insecto entonces lloró con descorazonamiento y al ser una noche nublada las nubes habían engullido a las estrellas y el mucho brillo que ofrecían otras veces no era posible apreciarlo ahora. El gusano cuando creyó encontrar la ruta un moscardón le persiguió y se tuvo que refugiar detrás del estambre de una flor. 
-        ¡Quién me ha llamado a mí para meterme en semejantes líos! ¡Por Dios! ¡Qué grande era ese bicho y más feo que cualquiera! –se estremeció el gusano que se quedó en ese escondite durante un rato. 
   Al ver que no había apenas ruidos alrededor y que el moscardón se hubo ido el gusano se arrastró inducido por las luces de las estrellas, que en tanto parpadeaban con fulgor al anochecer del todo. El gusano se sintió solo y pequeño en un mundo tan inmenso que se le desbordaba. De repente, una luz le deslumbró y le cegó tanto que se vio impulsado por aquel destello al que se dirigió. Era tan potente la luz que en un comienzo no pudo vislumbrar verdaderamente lo que era.  
   Por fin, el asustado bicho comprendió que esa ráfaga luminosa era una potente luciérnaga que le guío el camino a casa, pero cuando creía que llegaría se perdió por un sendero y el gusano, lamentoso, pasó por un río donde unas libélulas le llevaron por una orilla donde atajó. Cuando pensaba que el entorno lo conocía, las libélulas al volar más alto las perdió de vista. Y el gusano, sin darse cuenta, terminó, bosque adentro, en el agujero de un gnomo que metía unas setas dentro de su casa para la cena.
-        ¿Qué te ocurrió? –le preguntó el pequeño barbudo. 
-        No sé dónde estoy –se confundió el gusano. 
-        Sigue las luces de las estrellas –dijo el gnomo- y las que más brillen serán las dirección correcta no sé si para llegar a tu morada, pero sí lo menos para no meterte en líos o tenerte que enfrentar a peligros. 
   El gusano le hizo caso, pero luego entre sendero y sendero erró y fue por otro camino donde apenas la clara luz llegaba con diafanidad y donde era muy complicado moverse por la espesura de la vegetación que era salvaje y que borraba los caminos que antes otros dibujaron con sus pisadas. El gusano se sentía tan débil y tan indefenso ante unos entornos tan desconocidos que cada vez echaba más de menos el calor del hogar. 
   Por desoír o no llevar a rajatabla los consejos del gnomo, terminó el gusano frente a la choza de una bruja de sombrero retorcido y nariz aguileña. Esa vivienda por llamarla de una manera era de tejado achatado, de paredes podridas de moho y tan oscurecida como un frío atardecer. El gusano se coló por una de las rendijas de la choza y descubrió que dentro había una anciana jorobada y horrorosa y con una risa maligna torturaba a los distintos animales con los que experimentaba de malos modos. Sus risotadas pudrían lo que tocaba su saliva y aliento maldito. 
   El gusano procuró no llamar la atención y quería irse, pero sintió tanto miedo por el hecho de no ser descubierto que se quedó entre la rendija por donde se filtró y oró para que no le viera esa bruja que sólo con mirarla aterrorizaba. El gusano, juiciosamente, comió antes unas hojas y unas raíces de unas plantas a medio trayecto. Eso es lo que favoreció a que el pobre bichito no le diera una bajada de tensión o que de pronto se desmayara. 
   La bruja flagelaba y humillaba a los animales que encerraba en su choza y tenía un montón de muebles revestido de pieles de esas criaturas que despellejaba. Sus ojos eran tan apagados que no se veían sus pupilas y su bata negra cubría su cuerpo. El gusano se escondió durante horas hasta el alba intentando no mirar las cosas horribles que hacía la enemiga, pero no pudo dormir admisiblemente al estar toda la noche esa malhechora fustigando a otros animales que capturó durante las próximas horas de la noche. 
   En lo único que se ausentó la bruja fue durante esas salidas para aprisionar a unos gnomos y a unos zorros que trajo hacia su casa, y los mató a sangre fría delante del asustado gusano que se retorcía del horror, pudriéndoles con la risa malvada y con su aliento maldito. Cuando antes del amanecer, la bruja salió a cazar más criaturas del bosque, se escuchó la música de un potente oboe y el gusano desde su escondite vio del modo en que esa canción que manaba de ese maravilloso instrumento produjo que la malhechora se deshiciera como el hielo ante los nacientes rayos del día.
   Finalmente, el músico que tocaba el oboe guió con su música sin saberlo al gusano, que a la claridad del día, llegó salvo a su campo y a su casita donde encendió su lámpara (o, mejor dicho, su cuarto de vela), desayunó, se bañó en su bañera (que era su dedal), y se quedó dormido sobre la pluma de ganso (que era su camita), pensando en sus no pocas vivencias y diciéndose que nunca había que confiar de nadie. 

 

 

                                               FIN

 

 


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