Jazmín

Había una vez una princesa que era tan hermosa que aun ningún verso era capaz de hacerla verbo. Nunca tuvo un pretendiente al dar por hecho que ninguno estaba a su altura ni era lo suficiente lindo y merecedor para ella. La llamaban por el reino Jazmín y no había hombre que no deseara su mano y se prendara de su incalculable belleza. A los castillos que Jazmín visitaba los caballeros se le rendían a los pies para esposarse con ella y la princesa engreída se negaba hasta ante el más gallardo y bello hombre.
   El problema es que las veces que Jazmín se dejaba ver luego recibía un montón de cartas y visitas para ella, las cuales acababa rechazando y la mayoría de las misivas las quemaba en la chimenea de su recogida y lujosa alcoba. Aun a veces Jazmín se cachondeaba de la cantidad de pobres hombres que fueron tras ellos, tachándoles de charlatanes y pesados. La princesa tenía el ego tan alto como un tornado que se hacía inaguantable. Su padre, el rey, que era un hombre cuanto menos amable se lo decía: - ¡Hija que hay que ser más humilde y no ser tan vanidosa con los demás. 
   A ella, sin embargo, no le afectaban las palabras del monarca y le entraba por una oreja y le salía por la otra. Los años iban pasando y ella lo único que quería es enamorar a todo el que la viera y no comprometerse por mucho que le prometieran el oro y el moro. Cuando le apetecía quedaba Jazmín con el hombre que quería y durante mucho tiempo su vida fue fluyendo de tal guisa. Los hombres que conocía se enamoraban de ella involuntariamente y no le quedaba otra a la princesa que romper con ellos para sentirse en libertad y dar por hecho que ninguno estaba a su altura.
-        No debes tratar, hija, a los hombres así… –le increpaba el Rey sepultado en la inconformidad-. ¡No se puede! No dejan de ser personas. ¿Entiendes? Y tienen sentimientos y vienen con su mejor intención a declararse. Sé que no te puedes conformar con cualquiera, pero hay mucho que son de buena cuna y albergan un bondadoso corazón.
-        Sí –dijo Jazmín con cierta prepotencia-, pero es que ninguno me gusta lo suficiente. Todos, en suma, son bastante imperfectos y personalmente no me atraen. ¿Qué quiere que le haga, padre?
   El Rey, sacando su lado paternal, le aconsejó a su hija, que no debería de ser tan superficial ante el mundo y que debería de ver las cosas con otros ojos. La princesa, no obstante, hizo oídos sordos a las congruencias de su padre y durante las próximas semanas no dejó de rechazar a más pretendientes que se encontraba por el castillo y a reírse de ellos junto con otras doncellas que le acompañaban a la alcoba antes de dormir.
-        ¿No visteis lo feo que era éste último? –les decía Jazmín a sus sirvientas maliciosamente-. ¿Y pretende que me espose con él? ¡La gente es tan ridícula que no tiene vergüenza! ¡Ni muerta lo haría!
   A los pocos días se celebró una lid de caballeros y llegaban hombres apuestos y corpulentos desde todas las regiones del reino al pomposo festejo y el victorioso sería aquel que podría casarse con Jazmín por orden del Rey, que de lo desesperado que estaba, no le quedó más remedio que rogó a su hija al casamiento de esta manera. Jazmín no estaba de acuerdo, pero lo que decía el monarca era irrebatible y nadie en su sano juicio lo discutiría o pondría en duda. A la princesa le agobió y no quería que llegase jamás ese festejo que le desagradaba.
   A los pocos días, Jazmín se animó a andar para despejarse. La joven iba por un vergel cercano al castillo y entre unos cerezos se encontró con un hada que con una varita mágica en la mano le dijo: - Sé que sois, alteza, muy exigente con cualquier pretendiente que se os presenta, pero debéis saber que no todo es la cáscara y el físico que nos envuelve; sino los valores y los principios que nos definen.  –Es que son muy feos casi todos y mi belleza es tan grande –se justificó la princesa- que es injusto salir con hombres tan poco agraciados y que valen tan poco.
-        ¿Qué te hace pensar eso? –le preguntó el hada.
-        Creo que merezco una persona excesivamente bella como lo soy yo.
-        La belleza es relativa y no siempre todos los ojos ven lo mismo –cortó el hada con sabiduría-. Tu belleza no será eterna tampoco y el tiempo hará que todo se arrugue y envejezca, pero es parte del transcurso, de la naturaleza de la vida.
-        ¿No tengo formas de encontrar al príncipe azul de mis sueños?
-        ¿Cómo es ese príncipe azul que tanto deseas? 
   Jazmín le describió que el hombre de sus sueños sería alto, de ojos verdes, inmensamente rico sobre todo y que fuera tan fuerte como valiente y tan arrogante como egoísta, pues no quería compartir sus futuras riquezas con nadie. El hada opinó que debería ser menos superficial y buscar un buen corazón más que la mayor cantidad de oro del mundo. Jazmín fingió haber aprendido el consejo, que por objeto de lección no lo tuvo ni mucho menos en cuenta, y sin siquiera dar las gracias se fue la joven cuando el hada se difuminó en el aire hasta desaparecer como último la punta de la varita en un ligero resplandor.
   Al poco tiempo llegó el festejo tan planeado por el Rey y se celebró el lid de caballeros donde montaron gradas y una gran tribuna real donde se sentaron los reyes, nobles y otros importantes miembros del reino, llenándose todo de banderas, escudos y de una pompa que encantaba al que la presenciara. Hubo enfrentamientos interesantes y hubo mucha disputa entre los caballeros que se retaban. Durante la final uno de los contrincantes le clavaron la lanza en la embestida el caballero rival y el jinete afectado saltó de los lomos de su caballo relinchante. El guerrero se desangró en la arena en un charco de sangre ante el aplauso de los numerosos asistentes y ante el irrebatible  permiso del Rey que dio inapelable aprobación y nombró vencedor al victorioso caballero.
   El caballero que venció era esbelto, de pelo largo, y de un rostro tan bello como atractivo. Sin embargo, a Jazmín por muy guapo que fuera tenía una cicatriz debajo de un ojo y finalmente lo rechazó ante la real insistencia de su padre. La princesa dejó plantado a los reyes delante del festejo y no acudió siquiera al convite de después ni a la fiesta del desenlace de la jornada. La joven se metió debajo de las colchas de la cama, criticando a todo ser vivo que se encontró y ridiculizando al ganador que le tachó de presumido y descreído.    
   Al rechazar a los hombres que se le declararon, el Rey estaba hartísimo y perdió la paciencia y montó en cólera arriba en su alcoba al acabar las celebraciones. Al día siguiente le ordenó a la princesa, algo más tranquilo y aun sin olvidar los rompecabezas que le causaba su exigente hija, que se casaría con el hombre que cruzara la puerta del castillo durante la última luz de la tarde. Jazmín no pudo rechistar ante las regias órdenes del Rey y estuvo en tensión el resto del día, fijándose al final del atardecer quién era el que se adentraba por la puerta principal del gran castillo. 
   Tuvo la princesa la malaventuranza de que fue un hombre gordo, avejentado y patizambo el que la cruzó. Y de ese modo fue llevado el hombre descrito ante los reyes y el Rey, en persona, le recibió y diplomáticamente atendió a pesar de ser un humilde plebeyo. El Rey así le concedió la gracia de casarse con su engreída hija, y antes de lo imaginado, a regañadientes de la princesa, Jazmín y el austero campesino se hicieron marido y mujer. 
   Al irse por el camino y abandonar el castillo y las espléndidas villas fue arrepintiéndose la princesa de haber rechazado a los cientos de cortesanos y distinguidos caballeros que quisieron compartir honestamente su vida con ella. Jazmín fue viendo que el campesino aparte de ser inmensamente pobre de corazón era aún menos acaudalado en riquezas. Hablaba mal de cualquier manera, no la valoraba, la hacía cargar la mula llena de equipaje que llevaba y la trataba como a una esclava. 
-        ¡Oh, no! ¡Oh no! –se desesperaba la princesa pensando al pasar por unas praderas a mitad de camino-. ¡Qué ilusa he sido! ¡Qué ignorante y arrogante he sido!! ¡Esto me pasa por ser tan desagradecida! 
   Al final del día, Jazmín vio que a la casucha que llegaron se caía casi a cachos y que más que un corral tenía una porqueriza donde malvivían los pocos animales que tenía y donde ella tuvo que dormir de cualquier manera sobre un montón de paja que le pinchaba el costado y apestaba a heces de vaca. 
-        ¡Para comer tendrás lo justo, niña! –le decía el campesino gordo muchas mañanas-. No tengo apenas para alimentarme y vivo del ganado que vendo al haberse destruido por las lluvias pasadas los campos de berzas y lechugas que me mantenían. O sea que te guste o no es lo que hay, niña. ¡Espero que a una princesita caprichosa como tú no le afecte!
   Jazmín se calló y sepultada en su silencio prefirió, por sensatez, no abrir el pico. Lentamente ella iba sabiendo que cuanto menos la actitud que tuvo desde cría no era la apropiada y que era hora de cambiar y es lo que estaba haciendo desde su partida del castillo. Jazmín se arrepentía de tantas cosas que su carácter y personalidad fueron mejorando hasta madurar y ser otra persona distinta a la prepotente e insensata que se mostró en el pasado. 
   -        Ay me duele la espalda tanto de dormir en esa asquerosa porqueriza y me siento triste y sola –se decía la princesa por las noches lagrimeando y casi despojo del angustioso remordimiento. 
   El tiempo a Jazmín se le fue haciendo cada vez más pesado y no veía escapatoria. El campesino no paraba de ordenarla tareas sin parar y por las noches cerraba la especie de porqueriza para que no escapara la joven de ningún modo. Aun a veces sentía Jazmín necesidad de salir corriendo campo a través y olvidarse de los padecimientos que vivía irreprimiblemente, pero le resultaba irrealizable una huida correcta sin que la pillaran. El campesino tenía los ojos puestos hasta en la espalda. Jazmín, con todo esto, los acontecimientos no se le hacían fáciles y la joven estaba perdida, confusa.
   A los pocos días llegó el hada y le dijo antes del desayuno: - Si echáis, alteza, cinco o seis habas en la tierra y las cubrís vos con esta bolsa llena de tierra que os doy, surgirá, a la semana, el príncipe más bello y deseado. La princesa entonces plantó las seis habas que le dio el hada junto con la bolsa de tierra, con la esperanza de que se hiciera realidad. Coincidió que era encima el primer día de la primavera, al acabar los siete días, y de la tierra surgió un príncipe vestido con fastuosos ropajes, con calzones de seda y medias de corpiño.
   Era cuanto menos guapo como el más apuesto hombre y de una humildad y sencillez que de no ser por lo bien que iba vestido parecería por su forma de ser un modesto artista y encima estudioso y con bastante cultura general.
   Jazmín se quedó mirándolo como nunca miró a otro hombre durante su joven existencia. Luego el príncipe presentándose le cogió de la mano, y cómo surgió de la tierra, había un pasadizo debajo del suelo, que conducía hasta el castillo de los reyes y por donde se metieron y reptando, al cabo de medio día incansable, llegaron a las bajuras del castillo donde encontraron un camino que les llevó hasta las almenas y el trono de los reyes. El nuevo príncipe y Jazmín se presentaron ante los monarcas y la princesa les hizo saber la forma en la que conoció a su querido hombre.
   Al Rey le resultó tan romántico y especial el relato que le dio el consentimiento a su hija y acabaron casándose el nuevo príncipe y ella ante las puertas del castillo semanas más tarde. Jazmín fue muy dichosa con su esposo y tuvieron tantos hijos que al reino nunca le faltaron sucesores. La boda fue tan increíble que pasó a la historia y no había historiador en el reino que no recalcará las hazañas de Jazmín y lo maravilloso que fue su vida. Lo más bonito vino cuando fueron reyes, los cuales heredaron el maravilloso legado de los anteriores dirigentes y aportaron al reino bonanza y riqueza.

 

                                                 FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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