El emperador de los mares
En un tiempo donde en el imperio de los mares había un profundo desgobierno había que tener cuidado con el estado de guerra que se había originado desde hace años si uno pretendía sobrevivir. No había ningún tráfico regulado entre los habitantes del agua y carecía la mayoría de derechos. Los peces más grandes no tenían misericordia y aniquilaban o devoraban al pequeño y al débil no por satisfacer el hambre; sino por el hecho de matar y destruir. Había muchos arrecifes bonitos y ricas praderas de corales que atacaban las bestias marinas a muchos indefensos y a las plantas que sufrían por igual en ese bélico período al igual que más perjudicados.
Muchos peces se juntaron en uno de los extremos de los inmensos mares y dijeron en su conjunto: - Debemos de buscar a alguien que imponga el orden en estos vastos territorios submarinos. ¡Necesitamos un soberano que reine con justicia sobre estas extensas leguas de mares!
De tal modo, se votó por amplia mayoría que el pez que asomara en un día más la cabeza a la superficie sería el gobernante bajo el agua. Miles y miles de razas de peces y muchos animales marinos entre doradas, platijas, meros, bacalaos, tiburones, gobios, lucios, ballenas, atunes e infinidad más en los mares centrales se posicionaron en la línea de meta, que estaba a cien metros de la superficie.
Al pitido de una langosta que arbitraba la competición empezó el crucial ascenso. Por descontado, tras una competición rivalizada entre muchos acabó ganando el tiburón ballena según la arbitra langosta.
- Es el ganador y con marcada diferencia –dijo la mediadora-. Y desde este momento se le nombra emperador de estos territorios submarinos sin ningún tipo de duda.
-El ganador debería ser yo que soy el más fuerte y capaz de comerme a cualquiera –repuso el tiburón blanco a diferencia de los millones de peces que estuvieron de acuerdo con la decisión de la langosta.
Entonces el tiburón ballena, que se le proclamó en ese momento como emperador, mandó que lo desterraran del gran imperio de los mares y el voraz tiburón blanco así fue condenado. El nuevo soberano impuso el orden en sus dominios y procuró que reinara la plena estabilidad, la paz y la concordia entre los peces y habitantes acuáticos y fuera más que manifiesto el entendimiento entre sus diversos pobladores, promulgando leyes de respeto y principios.
Al magno Emperador de los Mares le llenaron su cueva de bellas piedras corales, larimares, zafiros, madreperlas y oro, y centelleaba en las profundidades como un impecable palacio de vidrio, apostando a cada lado de la entrada de su real morada a varios peces espada en guardia que vigilaban inagotablemente. El Emperador solía salir poco excepto para ciertas solemnidades o para las reuniones de Gobierno que mantenía con otros peces y seres acuáticos.
Llegó un día en que por culpa de uno pesados barcos mercantes que exportaban petróleo a otro enorme continente, por una avería, todos ellos se hundieron y los mares del mundo se contaminaron de negrura y vertidos. El desastre provocó que el Emperador diera la alarma y ordenara a los miles de peces limpiadores como lábridos y gobios que retiraran la contaminación existente. Era mucho trabajo del que se debían de ocupar y la tarea no era exactamente fácil y tampoco abordable en poco tiempo.
De tal modo, durante largos años tuvieron que quitar los limpiadores vertidos tóxicos de campos coralinos, fosas y de las praderas oceánicas y muchos de ellos murieron por tragar tantos residuos. Los peces se les dio la alerta de que debían de extremar las precauciones y tener cuidado por donde nadaban al haber zonas aún, después de esa limpieza, que estaban contaminadas.
Las órdenes del Emperador se acataron y con la entrega colectiva de los habitantes marinos pudieron por fin solucionar la catástrofe. Cuando el tiburón ballena pensaba que todo volvía a la normalidad y a la paz de siempre se presentó dentro de su cueva palaciega una merluza: - ¡Oh honorable Majestad! Me gustaría consultaros una proposición que quería haceros.
- ¡Decidme, humilde súbdito! –permitió el Emperador sobre su cómodo lecho vegetal de tules, helechos de agua y sagitarias, y orillado de plata pura y joyas-. ¡Hablad que os doy licencia para ello, merluza!
- ¡Os propongo Majestad que hagamos una carrera!
- ¿Una carrera? –se extrañó el soberano.
- Sí, en efecto.
- ¿Para qué?
- Si aceptáis este reto y gano os podré pedir lo que quiera.
El tiburón ballena como sabía que le sobraban las riquezas y en su presente le iba bien, pues aceptó sin miedos, al ser un gobernante inocente, bueno y justo. Lo que no sabía el Emperador es que la oportunista merluza era una experta en emigrar e ir rápido entre zonas de corales al principio hizo que no podía, pero luego adelantó aprisa al Emperador y el tiburón ballena con el orgullo sacudido y expulsado de su alta condición real finalmente perdió, siendo desde aquella carrera la merluza la nueva emperatriz del imperio de los mares.
Por descontado, el que tiene más morro e inteligencia siempre triunfa en la vida y desde esos días la merluza ostentó para siempre esa dignidad de título.
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