La bruja del pantano
Había una vez un rey recio y excelso en riquezas. Desde sus extensos dominios cernía sus vastos y ricos territorios. Era un rey ambicioso que conquistó muchos reinos.
Este monarca tenía un hijo que era propenso a cabalgar y vivir aventuras por el mundo. Una vez, en una de ellas, salió lejos el joven a recorrer mundo y tras internarse por alamedas y verdes praderas llegó a un viejo y pútrido bosque. Era un bosque tan apagado que apenas entraba la luz del alba. El príncipe sintió algo de frío, más frío del habitual al ser un día neblinoso cayendo una llovizna molesta que al cabo de un rato terminó por destemplar al joven. El príncipe no se quedó parado e intento buscar algún refugio, mientras el agua aumentaba y la lluvia abofeteaba lo que rozaba y esta vez con mayor agresividad.
El viento rugiente siseaba entre los árboles que se combaban con cada sacudida de aire. Por fortuna, contaba con un caballo que no sólo era más rápido de lo normal, sino que tenía más sentido de la orientación que una brújula. El príncipe estuvo lo menos más de un puñado de horas en cabalgar esos tramos boscosos teniendo que evitar a una feroz jauría de lobos que por casualidad los perdieron de vista él y su caballo al cruzar un anchuroso y revoltoso río. La noche se les terminó viniendo encima y el príncipe vislumbró en el lejano follaje una luz que lucía con intensidad a la que no vaciló en dirigirse.
El joven, al llegar, vio que tenían frente a ellos una casa antigua, ensombrecida, con la punta del tejado torcido, y con ventanas negras de las que salían girones de humo azulado.
El príncipe que era un joven apuesto y muy feliz, en la plenitud de su vida, se paró al lado y vio que cercanamente a la puerta había una mujer mayor plantando hongos. Eran hongos blancos y translúcidos que fosforescían en la oscuridad. La mujer llevaba un sombrero de punta retorcida y de ala larga, con una prominente nariz y sus ojos eran oscuros como un cuervo.
- ¿Qué hace un joven tan espléndido en este bosque? ¿Hacia dónde van sus pasos, bello príncipe? –preguntó con una voz dulce a pesar de su vejez y desmesuradas arrugas-. ¿Hacia dónde van los pasos de un chico tan risueño como vos?
- Señora me dirijo y vengo, a la vez, de recorrer el mundo –dijo el príncipe con sus formales modales-. ¡A donde el destino me lleve! Voy en busca de aventuras lejos de mi reino.
- Eso es merecedor de un valiente. ¿No tenéis mujer que os acompañe en semejante hazaña?
- No, señora.
- ¿No buscaréis vos una esposa acaso, príncipe?
- ¿Por qué lo dices?
- Mi hija desde hace tiempo que no sale de este lugar y sería menester que conociera mundo. Es la mujer más hermosa que podáis concebir.
- Mostrádmela, entonces –asintió el príncipe que, entre los propositivos del viaje a parte de conocer países y continentes, quería encontrar a su media naranja.
La señora mayor, que vino a ser una bruja, la llevó detrás de la lúgubre casa y el príncipe se impresionó con lo que vio. Delante tenía un pantano cenagoso donde sobre las pútridas aguas flotaba la mujer más bella que hubieran observado la luna y las estrellas. Su tez blanca y el cabello moreno resaltaban con su rostro que, con los ojos cerrados, contemplaba con gesto de pena el techo de copas de árboles que se enredaba encima de ella.
- Hasta que no encuentres al Gnomo de la Cuerda Dorada no podrás salvar a mi hija –le dijo la bruja con una expresión malévola.
- ¿Y quién es el Gnomo de la Cuerda Dorada?
- Un gnomo que mora por estos parajes.
- ¿Y qué tiene él para poder liberar a tu hija? –dijo el príncipe acariciando el lomo de su intranquilo caballo.
- La cuerda dorada que tendréis que atar vos en el último árbol del bosque, en el Árbol Gris. Y una vez atado, con la cuerda sobrante, venís hasta mi porche con ella en la mano y tirando.
- ¿Y luego qué deberé hacer? –dijo el príncipe intrigadamente.
- Luego a partir de esa cuerda que deslizaré sobre la punta de mi sombrero –lo indicó con el índice el punto concreto-, y que será una rata, tendréis que seguirla hasta el Estanque de la Verdad y traerme a un tenca mágica.
- ¿Y cómo la encontraré a esa tenca? ¿Cómo daré con ese pez?
- El Estanque de la Verdad está a menos de varias leguas al norte, y una vez que estés en el estanque sólo basta que digas la mayor verdad de tu vida para que la tenca se acerque a la orilla y boquee. Si de primeras pronuncias una falsedad jamás emergerá del agua ese pez. Y luego ya vendrá lo que tenga que venir. Vos haced lo que os pido y así salvaremos a mi hija, príncipe.
El príncipe con sólo ver en esos momentos a esa preciosa joven flotando en ese pantano se enamoró ilimitadamente de ella como nunca antes de ninguna dama.
Por ello, enfiló el bosque y rebuscó a ese gnomo durante noches y días, y al final, la séptima mañana, cuando creía el príncipe que todo estaba perdido, diferenció unas huellas amarillas que se coloreaban por el suelo hojoso y al pie de un olmo vio a un gnomo trajeado de prendas violetas chillonas, calzones amarillentos, barba rojiza y blanca, que bienaventuradamente le dijo: - ¿Eres el Gnomo de la Cuerda Dorada?
- ¡Retruécanos! ¡Retruécanos! ¡Sí que lo soy!; ¿es que acaso no lo parezco o qué? –preguntó el gnomo insatisfecho señalando una larguísima cuerda a sus pies que era dorada como el sol primaveral-. ¿Acaso no parezco yo el mismo?
- ¡Por supuesto! ¡Claro! –le dio la razón el príncipe.
El Gnomo de la Cuerda Dorada enarcó las cejas no estando ni el mismo seguro (siendo, en verdad, así).
- Me ha dicho una mujer que necesito que me des parte de tu cuerda para atarla al Árbol Gris –le contó el príncipe con decisión.
El Gnomo de la Cuerda Dorada pensó, refunfuñó y cedió.
- ¡Retruécanos! ¡Retruécanos! ¡Está bien! –dijo como insinuando que el chico era un pesado.
El Gnomo sólo con tocar la casi infinita cuerda le dio un trozo lo increíblemente prolongado para rodear con ello hasta una montaña si por longitud se tratara. El príncipe estuvo media semana buscando el árbol y en los linderos del sur del bosque lo encontró con suerte. Al principio le costó mucho tener que rodearlo al bailar la cuerda y apartarse del tronco como si tuviera alergia o miedo a la madera, pero finalmente tras varias pruebas, el príncipe con insistencia ató la cuerda dorada al tronco y se dirigió hacia la casa de la bruja.
Al llegar la bruja seguía plantando setas y había ya tantas alrededor de la casa y por las continuidades del bosque que era impactante mirar ese campo de luces, fosforescencia y relumbre. Los blancos hongos fosforescían incluso mucho más que antes. El príncipe le dio la cuerda dorada a la vieja, la bruja la rozó contra la punta retorcida de su sombrero, y apareció una peluda y considerable rata, que corría a tanta velocidad que el joven tuvo que meter prisa a su caballo para no perderlo de vista al escurridizo roedor.
Al cabo de poco, el príncipe vio un estanque que cercanamente brillaba: era el Estanque de la Verdad. Al acercarse el príncipe, la rata que se paró en la orilla a roer algo, salió demasiado escopetada, desapareciendo en la fronda. El joven descabalgó del caballo y dijo en voz alta con claridad y sin faltar a la pura verdad: - ¡Soy príncipe y mi mayor deseo ha sido siempre viajar!
Lo dijo con tanta nitidez que las pútridas aguas borbotearon, emergiendo una enorme carpa, que aleteó y boqueó, y que el chico metió en una pecera de cristal que previamente le prestó la bruja. El príncipe con cuidado cargó con el pesado recipiente y cabalgando sobre su caballo regresó a la casa de la siniestra bruja.
- Ah, bien –dijo la vieja con ese gesto de malicia frotándose las manos peladas al tenerle delante otra vez-. ¡Ya lo trajisteis, sí! ¡Ya vos lo tenéis! ¡Lo tiraremos al agua! ¿Vale? ¡Veréis, príncipe!
La bruja, con la pecera sujeta, la volcó y la tenca mágica cayó en el pantano y nadó maestralmente por las verdosas y fétidas aguas. Las aguas de repente se caldearon y bulleron. Lo próximo fue que la suciedad que había alrededor de la hija de la bruja se fue dispersando, retirando. Y la chica retomando la consciencia y mejorando el aspecto mortuorio de su semblante recuperó la vida y empezó a toser y a escupir.
La bruja se metió en el pantano y la sacó, resucitando en espasmos para volver a respirar. Entonces la bruja, aprovechando el despiste del príncipe que se giró a comprobar el estado del caballo, le tocó con un hongo que arrancó en un demente arrebato. Al hacerlo, el príncipe quedó dolorosamente inmovilizado y su piel pasó a cubrirse de carbón.
La hija que en verdad era la hijastra de esta bruja, pues, era legítima heredera de un rey que la vieja maldijo y mató, tuvo que esperar más de doce estaciones para que reviviese. La joven lo que hizo fue una noche que la bruja dormía escaparse, cargar en un carromato que tenía la vieja al príncipe y huir con valor.
Sin otras opciones, la hijastra lo intentó varias veces y nunca podía escapar por mucho que se empeñase al tener la vieja cada ventana y cada puerta cerrada. Hasta que la chica encontró la única noche que eran los domingos que la bruja salía con su escoba a hacer el mal, y hela ahí, que destinó la ausencia de la madrastra para llevarse en el carro del porche al príncipe, emigrando a otros lugares seguros.
Finalmente, a los pocos días de esa huida, se cumplieron doce estaciones desde su condenación, y el príncipe se recuperó y volvió a ser el mismo joven precioso y vigoroso de siempre. El hombre llevó a la princesa a su palacio y delante de los reyes le pidió la mano y triunfalmente se casaron. Y fueron tan felices que creo que pocas parejas vivieron la dicha que ellos tuvieron hasta la vejez, cediéndoles el padre del príncipe, el rey conquistador, un nuevo territorio donde fundaron otro reino
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