Francisco y Yolanda la Ingenua

Érase una vez un hombre llamado Francisco, y una mujer llamada Yolanda, que recientemente se casaron y empezaban una vida dichosa y próspera de matrimonio. Un día corriente anunció el esposo: -"Cariño, me voy a trabajar; al regresar me encantaría disfrutar de una buena comida contigo y de pasar la tarde en el huerto de casa, Yolanda." –“Así será, Francisco. Que tengas un día muy bueno, querido mío”, le deseó la mujer dándole un beso. La esposa pronto se ocupó de las tareas del hogar, mientras el marido acudía a su labor. Antes de que lo esperara Yolanda, llamaron a la puerta y era un pintor de brocha gorda que decía que venía a terminar de repintar una puerta que tenían detrás de la casa y que le encargó su marido. –“No sabía que venía nadie. Francisco no me ha avisado, pero si dices que él te lo ha dicho será como me cuentas”, le recibió Yolanda al supuesto pintor. 
   Le dejó así pasar a la casa y el pintor dijo que era justo en la puerta de detrás de la cocina. Cuando estaba pintándola, Yolanda le dijo si quería algo de beber y el hombre lo rechazó.
   Era cierto que la puerta necesitaba una buena capa de pintura pero de ahí a que Francisco no le dijera nada le resultaba harto extraño. El pintor al rato dijo que necesitaba un adelanto de eso y que en otro momento regresaría para zanjar el trabajo. Yolanda viendo que había laborado mucho le dio más de la mitad de lo que decía el hombre que cobraba. El marido al volver a casa vio aquello y dijo: -“Yolanda, ¡qué ha ocurrido! ¡Y ese olor a pintura!” Yolanda entonces le explicó lo que pasó y el marido algo asustado aclaró: -“Yo no he encargado a nadie que viniera a pintarnos ninguna puerta. Si yo no te lo digo es que no tiene que venir nadie. Ten cuidado con los desconocidos. ¡Y encima le has pagado! ¡Parece una broma, querida mía! Ja ja”, se rio Francisco por no sollozar como era costumbre y no le quedó más remedio que aguantarse y con lo hecho pecho.
   A la mañana siguiente el marido se fue al trabajo después de desayunar con Yolanda y le deseó una estupenda mañana al darle el beso típico de despedida. -"Descuida, marido mío. Vete no vayas a llegar tarde a tus deberes; yo cuidaré de todo”, prometió la mujer. “Cuando vuelvas olerá a las mil maravillas la cocina, Francisco."
   Así pues, Yolanda se dispuso con las tareas del hogar, hizo las camas, se ocupó de guisar un buen estofado de carne y fue a la fuente de enfrente para coger un poco de agua para la comida, alegrándose de que no se presentase ese desconocido jeta del que no volvió a saber. De repente la mujer se dio cuenta de que se había dejado sobre la cesta, fuera, en el jardín, las zanahorias para añadírselas al guiso. Cuando fue a por ellas era demasiado tarde, pues una liebre con las orejas largas estaba cogiéndolas con los paletos y se llevaba las zanahorias y unas vainas de guisantes velozmente. ¡Brava canallada!
   Yolanda, con desesperación, fue tras la liebre… corriendo y esquivando la alta flora del campo hasta que lo perdió al animalillo.
   “Qué mala suerte tengo. Ahora el guiso no estará tan bueno sin la zanahoria y los guisantes que también le podría haber agregado. Cómo… cómo me ha sucedido. ¡Francisco no le va a hacer ninguna gracia! ¡Terminaré de fregar la cocina y me pondré a terminar el almuerzo para dejarlo todo lo mejor que pueda y lo menos quedarme tranquila!”, se dijo cuando estaba de camino a casa. Al llegar, cumplió con las tareas asignadas y dejó lo de limpiar la cocina para el último momento. Cuando estaba en plena faena, Yolanda descubrió que la fregona hipaba cuando se la escurría dentro del cubo o tragaba agua, murmurando cosas que no oía la mujer y hablando entre dientes. Hizo caso omiso del imprevisto y salió al jardín para recoger el cántaro de agua llenado antes y aprovechar a que se secase la cocina que permanecía aún mojada, dándose cuenta, por el olor, de que el guiso de repente se había quemado.

   Ay, ¡mala potra! ¡Se olvidó de apagar el fuego! Ay, ¡qué cansada se sentía la mujer! Yolanda, cuando por fin salió, vio desde fuera que tras la ventana de la cocina, la fregona bailaba sola y recitaba deliciosas canciones con impetuosidad y vivo espíritu, abrillantando con flamancia el suelo. La mujer impresionada se convenció de que habría dejado parte de su imaginación volar, y al recoger el cántaro de agua que estaba pegado a la fuente, una baraja abierta de cartas se desplegaba a un extremo de la misma.

   Era con precisión donde Yolanda anteriormente localizó a ese bribonzuelo de liebre robando la cesta. De vuelta en la cocina se quedó llena de sorpresa al comprobar que la fregona estaba en el lugar donde había sido dejada por ella. Yolanda puso la mesa, se sentó con todo preparado y hojeó meticulosamente las cartas que se encontró. Era una baraja española normal y corriente sin ninguna especialidad o diferencia a distinción de otras semejantes; menos en una carta que era relucientemente blanca.
   A mediodía llegó Francisco con bastante hambre y dijo: -“Bien, cariño mío, ¿qué delicia me has preparado esta vez para el almuerzo? Me llegan unos aromas que se me cae la baba. ¿Qué hay, mi querida Yolanda? ¡No me digas que me has preparado mi plato favorito! Ja ja ja…” – “¡Si supieras lo que me ha pasado, querido!”, se lamentó la esposa. “Te cuento: mientras preparaba la comida no me he dado cuenta y se me ha pasado lo de la zanahoria y los guisantes. 
   Al ir a por ellos, un liebre se lo ha llevado y me ha dejado unas cartas rarísimas que no sé lo que son. Luego se me ha quemado el guiso mientras veía que la fregona, con la que he limpiado la cocina, se movía por sí sola y hablaba y soltaba hipidos.” – “Hombre, eso que dices es un disparate, Yolanda mía. ¡Un auténtico disparate! ¿Cómo va a bailar una fregona? ¡Por favor! Ja ja… ¡Tonterías…! ¿Y la comida…? ¿Qué hay entonces de comer, cariño?” –dijo Francisco bienhumorado y divertido como era, pero algo fastidiado-. “¡Maldigo a esa liebre listilla y oportunista sinceramente! De cualquier modo, cariño, no debiste de dejar allí las zanahorias habiendo tantas conejeras fuera. ¡Y lo de la fregona son imaginaciones, Yolanda! Ja ja…”
   Yolanda no quiso contradecir a su esposo, porque demasiado metió la pata ella para encima discutir.

-          “¡No te falta razón, Francisco! Me andaré la próxima vez con más ojo para no reincidir ni cometer los errores que he cometido hoy, querido”, respondió así la mujer lamentándolo mucho y omitiendo lo de la fregona que sabía que era inequívoco. Barruntó el hombre, mientras comían una tortilla de patatas que improvisó Yolanda: “Con una mujer que actúa de ese modo habrá que andarse con ojo.” 

   Lo cierto es que Francisco tenía ahorrada una generosa cantidad de pulseras de oro desde hace muchos años y dijo a Catalinita semanas más tarde: -"Mira, eso son pulseras que heredé de la familia y las he tenido guardadas por si acaso y por si nos faltaba el dinero. Las meteré en una bolsa y las esconderé debajo del huerto de patatas, muy enterrado. Guárdate muy bien de tocarlas, ya que, de lo contrario, no será buena idea." Respondió Yolanda sin negarse: -"No, Francisco, da por seguro que no se me pasa ni por la cabeza." 

   Mas, he aquí, que cuando Francisco se hubo marchado al día siguiente al trabajo como cualquier mañana, se presentaron a las pocas horas en la puerta unos mercachifles que vendían  hojalata y cacharros viejos de cocina, y preguntaron a la joven si le interesaban algunos de sus artículos. -"Oh, ¡qué bueno! ¡Qué personas tan atentas!", lo agradeció Yolanda la Ingenua, como la apodaban de niña. "El problema es que no tengo dinero encima. Pero si quisieseis cobrarlo en pulseras, sí que os compraría algo. ¡Os puedo dar la mitad de esas pulseras, que os digo, por unas ollas!" - "Pulseras… ¿De qué pulseras se tratan? ¿Es cierto que no es bonito rechazar nada? ¿Verdad? ¡Pues ya esta, señora! Deje que las veamos." 

   - "Id al huerto de patatas del jardín y buscad debajo de la tierra; las encontraréis sin duda allí. Yo es mejor que no las coja. Coged la mitad; la otra mitad dejadla de nuevo en su sitio."
   Los gañanes fueron al huerto, y removiendo la tierra con las manos, encontraron una bolsa llena de carísimas pulseras de oro. Cargaron con todo sin dejarse nada, diciendo que cogieron la mitad y pusieron pies en polvorosa, encasquetándola esos trastos que luego encima ni funcionaban ni valían para cocinar. Al ver que no valían para nada las tiró a la basura y utilizó una olla a modo de cántaro de metal para rellenar agua cada vez que iba al pozo y tener otro recipiente de reserva por si se rompía el que utilizaba. Francisco al llegar del trabajo y cruzarse con esa pila de cacharros metálicos, apilados a un lado de las vallas del jardín para que se lo llevaran los basureros, se horrorizó demasiado. “- ¿Qué ha ocurrido aquí, Yolanda mía? ¡Qué has hecho madre de Dios! ¡Qué es todo esto!” – “Oh, oh, cielo, verás, verás: han venido unos vendedores muy generosos y amables y… y han pensado mucho en nosotros haciéndome una oferta irrechazable.” “- ¿Qué tipo de oferta, cariño?”, no le olió al esposo muy bien aquello. Yolanda tragó saliva: -“Me han dado unas ollas muy buenas… ¡pero yo al elegirlas les he debido de elegir mal, querido! Y la única que no valía y la única que asimismo se me antojaba rentable y práctica bien la he utilizado a modo de cántaro para el agua cambiándolo por la mitad de las pulseras de la huerta.” 
   Francisco creyó que se le helaba la sangre y sin mediar palabra fue directo y corriendo hacia tal lugar para hacer dicha comprobación con el corazón en un puño. Y, cuando Francisco descubrió que no se llevaron la mitad y que se llevaron completamente todo y que la bolsa ni estaba, se echó al suelo a llorar como un niño. Al ver esa escena Yolanda se quedó en silencio, meditando y dijo más tarde: - “Tranquilo, cielo mío, haré lo que sea para recuperar lo perdido. ¡Llamemos! ¡Llamemos a alguien! Es lo mejor.” –“¡No, querida mía! Lo mejor” –afirmó Francisco-, “será ir detrás de esos maldicientes mercachifles y estafadores; no han tenido que huir ciertamente muy lejos. Total, se han ido hace apenas una hora según lo que me has contado.” 
   Se llevaron unos bocadillos de chorizo y una bota de vino y fueron detrás de esa malconsiderada gentuza que rodaba a las familias humildes. Dejaron marido y mujer a su espalda los campos que rodeaban su casa, y después de leguas sin dejar de divagar, acabaron adentrándose en la espesura de un viejo y sombroso pinar. Se tiraron andando tanto tiempo que pronto cayó la tarde y no les quedó más remedio, por el cansancio y la fatiga, de parar en un conjunto de rocas. Cuando se iban a disponer a comer algo, Yolanda puso cara de preocupación y Francisco la preguntó gracioso (porque nunca perdía la sonrisa): - “¡A qué viene esa cara, Yolanda, mujer! ¡Ja ja ja! ¡Ni que me estuviese comiendo un lobo, hombre!” –“Se me ha olvidado el jamón serrano y el pan y los dos bocadillos que creía que traje y la bota de ese vino tuyo de la despensa.” 

   Entonces, Francisco le acorraló tal depresión de pensar que tenían que estar toda una noche sin comer llevando todo el día de aquí para allá, que sintió morirse. Le dijo que se tenía que haber fijado, que era de lo más importante llevar comida encima, no sabiendo ninguno qué harían ahora… Y Yolanda se disculpó una y otra vez y le dijo: -“Paco, me encargaré de coger alimentos a primera hora de verdad. No temas, cariño mío. Lo siento; lo siento. Todo me sale mal.”

   Al despertarse, Francisco vio que Yolanda estaba delante suya y que trajo unas naranjas que al probarlas estaban agrias y pochas, y que por comerlas, por insistencia de la esposa, estuvo todo el día con unos fuertes dolores de tripa. De repente le asaltó a Francisco un mal presentimiento y preguntó a su mujer: -“Yolanda, ¿diste de comer a las gallinas y cerraste la valla del huerto?” –“Ups, ¡no, no!” –Sudó excitada-. “¡No! Discúlpame, Paco; no sé qué me pasa.” –Se llevó intranquilamente una mano a la frente-. “Lo único que cerré fue la casa.” –“Pues menos mal que te acordaste de eso, Yolanda”, replicó disgustado y sin su risa habitual. –“¡Y ahora qué haremos!”, se confundió Francisco que se sentía descompuesto y malaventurado. Sin añadir palabra, se pusieron a patear más tramos de aquel pinar; pero por mucho que afinaran el oído: no escuchaban las voces de esos mercachifles y tampoco por mucho que agudizaran la vista: les veían por ninguna parte. 
   La noche se les vino encima y no teniendo un refugio para dormir se instalaron en una madriguera e intentaron acomodarse dentro; mas era demasiado estrecha y al final ciertamente desistieron. Pero cuando descubrieron que el mismo liebre que les robó las zanahorias entró en ella al cabo de unos minutos, ya que al animal no les distinguió al permanecer el matrimonio tras la sombra de un tronco anciano y lleno de telarañas, pensando en cómo dormir al aire libre. Y, les inquietó tanto saber de ese liebre que esperaron y como hacía frío y no tenían forma de estar de pie ahí plantados, treparon a la copa de ese árbol y las cazadoras que vestían se las colocaron a guisa de mantas y durmieron y no quitaron ojo a la madriguera para haber si salía el mamífero. 
   Para su sorpresa quien apareció allí fue los mismos hombres que timaron a Yolanda, aseverando la mujer que eran indubitablemente ellos. Jalaban algo que no supieron qué era, reían basta y burlonamente y bebían botellas de alcohol sin medida y comportándose de una manera ordinaria y grosera.             
    Francisco barruntó el hecho de arrojarles una piedra a esos ladrones desmandados; pero reconsiderándolo sería una locura ya que la oscuridad era cerrada, no eran blanco fácil y, en caso de fallar, se verían marido y mujer en un aprieto.Así pues, aguardaron un buen período de tiempo, y antes del amanecer, sopló el viento tanto que desató del cielo truenos y relámpagos que amainaron al rato. El aire soplaba con más fuerza y los mercachifles antes de marcharse fueron a coger sus bártulos colocados en el tronco del árbol y de repente el ventarrón arrancó ramas que al precipitarse sobre ellos les aplastaron y deshuesaron como aceitunas. Yolanda después tiró las cartas que llevó encima, cayendo la baraja suelta como una lluvia de pétalos en el umbral del hogar del animalillo.
   Al amanecer, la liebre salió y antes de cazarlo, puesto que se colocó la pareja delante de la entrada de la casa de la liebre, y el pequeño al no quedar otra, no pudo huir, se rindió antes de ser cazado e hicieron un trato con él. Le pidieron que si encontraba la bolsa de pulseras de oro (que no estaban dentro de las ropas de los buhoneros, ya que las rastrearon con anterioridad) le perdonarían con justicia la vida. 
   La liebre les prometió que lo haría y después de horas de exploración por los aledaños de ese bosque lo descubrió enterrado bajo un montículo de piedras que antes en otro tiempo fue un eficaz refugio de arqueros. La cumplidora liebre se lo llevó veloz a sus respectivos propietarios y… Francisco y Yolanda le preguntaron después de declararle libre: -“¿Por qué nos dejaste una baraja de cartas al lado del pozo de nuestro jardín?” La liebre prometió con franqueza que ella no hizo tal cosa y que no sabía ni lo que eran en realidad las cartas.” Ellos se lo creyeron porque era evidente que una liebre no hace ese tipo de cosas... 
   Volviendo el matrimonio a casa con la duda, pero sabiendo que tenían las pulseras de oro recuperadas y que todo o mucho, en cierto modo, se solucionó, observando que la viviente fregona dejó impecable la cocina y los cuartos. A los pocos días, Francisco y Yolanda la Ingenua metieron las cartas en un sobre, pero a Francisco le sorprendió tanto esa carta en blanco diferente al del resto de la baraja que se quedó examinándola y reexaminándola durante un buen tiempo. 
   Un día cualquiera de la semana le dio al hombre por tocarla más de lo normal, y antes de sentarse en la mesa a cenar con Yolanda, refrotó la carta con empeño por hacer algo antes de tirarla a la basura. Al cometer Francisco tal acción, le acorraló un impulso y sin contenerse pidió un deseo y se cumplió y… volvió a frotar la carta y otro deseo se cumplió, viviendo felices, ricos y sin trabajar el resto de sus años. Y así se acordaron, de por vida, de la ventura que les bendijo, y Yolanda se puso a cantar de la alegría y la fregona, sin aguantarlo, se puso en movimiento con algazara y danzó con la pareja durante todas las mañanas que en adelante vinieron.

 

 

                                                                            FIN

 

 

         


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