Bruma
En un tiempo que pocos recuerdan vivía una mujer con tanto valor y tanta hermosura que cualquier adjetivo calificativo sería insuficiente para describir inmensurable belleza. El ardiente sol sentía hasta apocamiento al aparecer delante de ella y hasta las palomas se reunían para cantarla por las mañanas en su ventanal cuando se asomaba al desayunar. Bruma habitualmente se ponía un traje precioso y engalanado, engastado en diamantes y con piedras brillantes salpicando la holgada falda.
Si la mujer estiraba los brazos de pie sobre el alfeizar de la ventana comenzaba a volar al soplar los vientos y aun sin tener alas tenía esa capacidad, esta virtud. Bruma era una amante de las alturas y cada día comprendía menos a los hombres y más a los seres aéreos. En caso de castigarla su padre, la joven mujer se escapaba colgándose de la primera nube que veía o arrancaba a volar al ver delante de ella a una bandada de pájaros pasar cantando.
Y bien si el canto de los pájaros era perdurable se formaba con las canciones un enjambre de letras que originaba una alfombra de palabras a través de las cuales caminaba Bruma jubilosamente acompañada de su alegría que siempre contagiaba lo que tenía alrededor. La voz de Bruma era una sinfonía y no había nadie que no la amara, pues su compañía era lo que cualquiera deseara atesorar. Era hija de un granjero y se pasaba el día visitando a los conejos en las colinas y jugando con algunos gnomos en las florestas.
Bruma tenía un dado que usaba para tirarlo los días que pensaba que tendría buena suerte. De esa forma, si a la mujer le tocaba el número uno era capaz de pronunciar una palabra y que se congelase en el aire. Tal es el caso que coleccionaba una cantidad de letras con distintas frases que iba colgando en la entrada de su vivienda o las vendía ayudando a su padre económicamente. Y Bruma cada vez que lo hacía, en efecto, gozaba de un día maravilloso e incomparable. No le ocurría con normalidad, no obstante.
Bruma una vez, que fue a tomarse una infusión con uno de sus amigos conejos, vio que una ventisca oscura emergía de la caverna donde habitaban ese monstruo. La corriente era tan brava y raspante que Bruma tuvo que refugiarse dentro de la colina antes de que ese aire le hiciera añicos.
- Últimamente pasan mucho estos fenómenos –dijo uno de los conejos.
La casita era minúscula y acogedora, con una mesita y un llameante fuego que ardía.
- Ha vuelto otra vez a revivir –acompañó el otro conejo con frialdad al sacar el tema.
- ¿Y desde cuándo? –dijo Bruma con un ligero temblor de temor.
Los conejos la describieron a la mujer la situación. Dijeron que alrededor de la morada de Gongrio sólo se amontonaba un enjambre de esqueletos y despojos. Y que cada vez que rugía o soplaba con la inabarcable boca todo el que estaba en medio salía encañonado como una bala. Era un monstruo que tenía la boca tan grande que cuando soplaba producía, en efecto, unos corrientes de aire espantosas. Tanto que arrancaba árboles de cuajo y cualquier carromato lo alzaba tan alto que ni se veía dónde caía luego.
- Desde hace años que no nos aproximamos a esa gusanera donde habita –asintieron los dos conejos royendo una zanahoria que no rechazó la mujer y señalando la cueva delante tras una pared de árboles.
Bruma no se atrevió a descubrir lo que le describieron y tuvo que aguantar durante una temporada las ventiscas y los horrores que causó Gongrio. Ella se mantenía más lejos de la tierra lo que podía y se comunicaba con permanencia con los pájaros, en los que seguía desfilando sobre las alfombras de letras y palabras donde escrutaba el mundo y sus riachos, montañas y arboladas: empapadas de cristalina luz.
- ¿Qué cosas me tenéis que contar hoy? –les preguntaba Bruma a los pájaros con su candidez personal durante muchos amaneceres.
Dicho esto, los pájaros le decían lo que veían sus ojos desde las alturas y la mujer se enteraba de las maravillas y de los horrores que vivía el país. Todos tenían miedo a Gongrio, sin duda alguna, aun sin admitirlo unos pocos. Y lo único que permanecía virgen a la erosión era una vela enorme del tamaño de una choza. Dentro de la vela de cera vivía un hada, y si la llama que alumbraba la verde hondonada se apagaba, esas tierras al completo quedarían sumidas en el caos y en el horror de Gongrio.
Antes no pasó, pues los soplidos del monstruo no llegaban desde distancias tan remotas, pero cada día eran más fuertes y corría algunas veces el riesgo de que, la vela se apagara y muriera así el hada, que apenas salía de su habitáculo al tener que custodiarla con su presencia y magia. En los últimos días los ventarrones, producidos por los huracanados soplos de la bestia, llegaban más y a veces el fuego de la vela bailaba tanto que parecía que se fuera a apagar en lo que dura un parpadeo. Eso provocaba disgusto e inquietud entre sus pobladores.
- La vela del Gran Hada se va a apagar en cualquier momento y sucumbiremos a la impiedad del horrible Gongrio –iban diciendo muchos con la esperanza casi ahogada en los corazones las veces que algunos vecinos y animales se reunían.
Y eran pocas las veces que el monstruo deambulaba, quedándose en su tétrica y fétida morada, mostrando sus dientes enormes y punzantes. Los ojos gigantes y la lengua estropajosa parecían devorar a uno, confundiéndose el contorno que no se veía por las sombras que dominaban la cueva, asomando unos macilentos brazos con uñas ennegrecidas.
Bruma, todas estas novedades fueran buenas o malas, o lo que iba oyendo de vecinos y cercanos, se lo contaba al padre que tenía las orejas tan grandes que no parecía humano, pero tenía un sentido de la escucha que pocos mortales se le equiparaban en tal naturaleza. El orejudo padre era de pocas palabras, caviloso y un inigualable oyente.
Bruma le decía sus preocupaciones y él siempre procuraba que la hija no sufriera más, pues padeció una juventud coartada por la pena por la muerte de su madre y no quería que cayera en el desgarrador sufrimiento.
- Hija, lo que siempre te dije desde que eras una niña: evita las fatalidades, las malas compañías y tendrás una vida plena. Ese bicharraco es mejor ni nombrarlo. Sería una tontería sublevarnos, pues acabaríamos rudamente muertos por sus sobrenaturales corrientes... Padre, es lo que siempre me digo, pero al final no puedo soslayar las veces que habla en mi mente y me llama para entregarme a él.
El orejudo progenitor se mantuvo en silencio y escuchó cada aserción que profería su hijita. Asentía con paciencia y no dejaba pasar ni una palabra de Bruma que desplegó vivencias de las más frescas y actualizó al padre de las nuevas que vivía las fértiles comarcas de su patria. Durante un tiempo la mujer se entregó a rutina: ayudar a su padre en su oficio, cuidar de los caballos, ocuparse de las labores de la casa junto con su padre: uno planchaba y limpiaba, y maestralmente la otra cocinaba.
De esa forma, Bruma fue dejando pasar los años y cada vez que había ventiscas por Gongrio, pues se refugiaban y eso no quitaba para que hubiera muertos a mansalva. Una remota vez que, un capitán de caballería perdió a sus hombres al pasar por la cueva del temido ser, los engulló a todos menos a él que tuvo que tomar la retirada antes de ser barrido por los soplidos del monstruo o tétricamente devorado de la manera más abominable
El capitán se salvó y acabó a pocos pasos de la casa de Bruma. La mujer y su padre le auxiliaron al ver a un hombre vencido sobre la hierba. El capitán, bien ataviado militarmente y con su significante bigote, presentaba un aspecto miserable. La mujer se encargó de acicalarlo, ponerle ropas que le dejó y de dejarlo descansar sobre su lecho donde durmió por dos y casi tres días. Al reanimarse, el capitán les dijo lo que aconteció y se armaron de valor en apoyarle y en decirle que Gongrio les llevaba acosando y acongojando durante bastante y que estaban no poco desesperados.
- Haré lo que esté en mi mano para acabar con esa alimaña –les convenció el bravo capitán al despedirse de ellos en la puerta del hogar de estos donde le brindaron fraternales saludos y un sustancioso almuerzo que le repuso en cuerpo y alma.
El capitán de caballería se encaminó hacia la morada de Gongrio para poner punto y final a tantas muertes y fatalidades. No había que olvidar que este monstruo originó que muchos bosques desaparecieran y que muchas tierras vecinas, por sus inmensurables soplidos, se erosionaran con crueldad, de las cuales sólo quedaban vestigios de escombros y tierra muerta. Luego no hubo noche que Bruma no tirará los dados y no había forma de que le saliera el número uno, y si al día lo tirara más de tres veces el dado desapareciera para no volver jamás. Y una vez se le fue la noción del tiempo y se quedó sin dado, no pudiendo pedir que el capitán no malograse en su propósito y dejando la magia de congelar letras.
Bruma deseó, por encima de todo, que el capitán pudiera salvarles de lo que tanto querían librarse. Varias mañanas más tarde la mujer cantó y se formaron con las canciones letras que originaron una alfombra de palabras, como otras muchas veces, por la que caminó la preciosa mujer de camino a la vela del Gran Hada, acompañada de los bandas de pájaros que la envolvían al estilo de un aguacero de colores.
Bruma se reunió con el Gran Hada dentro de la vela donde vivía en un habitáculo en forma de burbuja, al pie de la edificación de cera, y el hada aguardaba dentro embutida en un vestido de seda de plata y con dos alas blanquiazules a cada lado de su delicada figura. Su rostro era casi tan hermoso como el de Bruma con la que se puso a hablar de las fatalidades actuales y discutiendo no pocas soluciones prácticas.
- El mundo está igual de mal que el apetito de esa insaciable bestia –dijo el Gran Hada.
- ¿Qué podríamos hacer para salvarnos de esta calamidad? Es menos difícil de lo difícil que parece y más difícil que lo difícil de difícil que es –soltó el Gran Hada un trabalenguas destellando sus alas con el sol mañanero.
El Gran Hada le dijo con honestidad a Bruma lo complejo que era Gongrio y que lo único que lo mataría sería el acero o la luz del día y que ella desde hace un siglo no podía salir de la vela, pues si no ésta se apagaría y la joven moriría y todo sucumbiría. El Gran Hada añadió que si los vendavales de los soplidos de Gongrio llegaban hasta la vela ésta no tardaría en apagarse su fuego, provocando también otro fin. Dicho esto, no había más modos de hacer las cosas que las que el ser feérico le resumió y Bruma depositó su fe en que el capitán venciera al monstruo rotundamente.
Los vientos, con progresión, eran más agresivos y perdurables y había noches que eran casi incontenibles al ser de una fuerza y una violencia impensables. Alrededor de la cueva de Gongrio nunca había un alma y los príncipes que gobernaron en otros tiempos por aquellas tierras bellas y amenazantes emigraron y eran apenas contados los que se atrevían a transitar el lugar.
Estuvo Bruma, tras la tertulia que mantuvo con el Gran Hada, meses aguardando a que los pájaros le trajeran noticias del capitán de caballería y tristemente no recibió nueva alguna, no obstante. Otra mañana que salió la mujer a las colinas a tomarse otra infusión con los amigos los conejos de la otra vez y con otros invitados como un gnomo y un fauno, vieron que a lo lejos el caballero se armaba de valor guerreando contra Gongrio que habría la horrible y salivosa boca para comérselo o triturarle con los dientes.
Desde esas colinas era posible verlo todo con claridad. Se veía la cueva a la entrada de los bosques que tenían delante. Bruma, los conejos y acompañantes fascinaron y se aterrorizaron con la sangrienta lucha que les revelaban sus ojos. Gongrio seguía dando bocados al aire y el capitán, empuñando la espada, esquivaba lo que podía y lanzaba varias estocadas si encontraba espacio.
Gongrio se ponía a soplar bestialmente y el capitán se tenía que tirar al suelo para no ser arrastrado miles de quilómetros o disgregado por los aires. No obstante, fue tanto lo que sopló el monstruo que abrumadoramente se agotó, y cuando sacó la lengua como para tomarse un respiro, el capitán hundió la espada en ella y después le atravesó un ojo con otro cuchillo que le arrojó, desangrándose Gongrio, salivando y berreando con ferocidad, se retiró acobardado hacia la oscuridad de la morada donde acabó muriendo tras varios alaridos, retorcimiento y gruñidos ensordecedores.
Dicho esto, la paz de esa forma retornó a aquellos verdes lugares y en los corazones de los pobladores renació la calma y la felicidad en el país. Bruma conoció al capitán de caballería y se casó al final al enamorarse locamente de él. Al convite fueron los conejos de las colinas, enanos, elfos y otros amigos, y el padre orejudo que con sus orejas no se perdió ni una de las palabras de la boda que celebró su hija, montó una banda de música en la celebración donde todos bailaron y lo festejaron.
El Gran Hada extendió un hechizo que aportó bienandanza a todo el mundo y desde esos días la vela destella más que nunca.
FIN
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