La campanilla de la chinchilla
Hacía tiempo había un duque que estaba exquisitamente encantado con un caballo que compró en una subasta, cuyo nombre era Capitán. El blanco e inmaculado animal era todo menos malmandado y se portaba tan bien y era tan dócil que con que le llamaras una vez te hacía caso.
El duque disponía de una enorme y lujosa mansión con praderas alrededor donde el animal corría libremente y se desfogaba como un niño chico. La mansión tenía más de doscientos cuartos y más de cincuenta estancias y el hombre no tenía hijos y vivía solo con su mujer y con su retahíla casi interminable de criados.
Bien es verdad que no hacía falta que el duque contratara a muchos jardineros o criados limpiando, puesto que el caballo ramoneaba tanto que el verde de las praderas se lo comía y siempre lo dejaba bien cortito. Lo mismo hacía Capitán con las flores que las regaba diariamente y con la cola se ocupaba de desempolvar los suelos de los dormitorios y salones, retirando la suciedad hasta de las terrazas y balconadas donde se acumulaba demasiado polvo.
Por hacer el caballo hacía hasta el desayuno y se lo servía a la esposa del dueño y a su amo a los que llevaba a la cama una bandeja llena de frutas, queso y huevos para cada uno. Y lo más increíble es que hacía unas tostadas y unos huevos revueltos para chuparse los dedos. Capitán sabía hasta desempañar los cristales de los ventanales de la mansión, quedándose tan bien que parecían casi espejos donde rebotaba bonitamente el reflejo.
No había día que no dejara los incontables cuartos como los chorros del oro. Capitán tampoco dejaba barro y tierra en la entrada y abrillantaba la cochera donde guardaba el rico duque sus coches y ostentosas carrozas. Por ayudar, ayudaba hasta con la comida los días que el cocinero de la mansión descansaba y el mejor plato que se le daba era el cocido que tanto le chiflaba al duque y a su mujer la duquesa que estaba siempre fuera de negocios o con otros nobles.
Capitán una soleada mañana salió a los prados de la mansión a regarlo y recortarlo al verlo más crecido y al necesitar agua. El caballo cogía la manguera con los dientes que eran sus mejores manos e iba así mojando la hierba y los maceteros de los alrededores del ingente edificio ducal.
De esta manera los criados y jardineros empezaron a coger manía a Capitán, pues por culpa del caballo estaba todo flamante y ahora el duque había reducido la plantilla de trabajadores y prescindía de menos personal, y algunos se la tenían jurada al animal que lo consideran un metomentodo.
Los jardineros un día al estar despedidos quisieron hacerle una faena al caballo. Lo que iba dejando Capitán bien lo iban ellos arruinando. Macetas que regaba; macetas que éstos tumbaban. Jardines que el equino mojaba; jardines que pisoteaban. Entradas, porches y caballerizas que el animal intensamente repasaba y desempolvaba; los malintencionados de nuevo lo ensuciaban y lo ponían perdido. Al ver el duque las incidencias: pensó que había sido obra de su caballo.
Le echó el hombre tal bronca que Capitán entristecido lo negó, pero el dueño no le creyó en un comienzo y le dijo con enojo y autoridad: - Por lo mal que te has portado, comportamiento impropio que nunca con anterioridad has mostrado, dormirás en vez de en las caballerizas de dentro de la mansión, en medio de estas praderías, pasarás frío una noche entera y te arrepentirás de tus actos.
Capitán no pudo contradecir al duque y no se pronunció y lo único que hizo fue agachar la cabeza y proferir un lúgubre relincho. Los nobles no le desearon las buenas noches y no le dieron de comer apenas en todo el día. El caballo durmió desoladamente fuera donde soplaban rachas de viento helado y lo pasó mal al llover varias veces y tener que aguantar el chaparrón y el helador frío.
A media noche tiritaba casi enfermamente tanto y se sentía tan solo que creía derrumbarse en el suelo y venirse abajo moralmente. En cualquier caso, el caballo vislumbró algo al final de las praderas (que colindaban con extensos pinares y otras parcelas). El equino vio borrosamente a una chinchilla de campo que correteando le trajo una campanilla desde el final de la parcela. Era un roedor con un lacito en el cuello y llevaba un sombrerito triangular y azul como la prenda.
- Te traigo esto –le dijo la chinchilla parándose delante de las herraduras del caballo y subiéndose al lomo del animal y mostrándole una cosa-. Con esta fabulosa campanilla lo que te desordenen o lo que te arruinen sólo con dar unas campanadas volverá a la normalidad y automáticamente se ordenará y apañará.
Capitán relinchó satisfechamente, pero no se lo terminó de creer. Cuando iba a recompensarle a la chinchilla, el roedor en un estallido de humo desapareció delante de sus ojos.
Bien es verdad que los próximos días al desordenarle los jardineros o criados cualquier mueble o superficie que adecentaba y ordenaba, el caballo campaneaba y el desastre retornaba a su limpieza y orden inicial. El caballo trataba de recompensar todo lo que le fastidiaban y desordenaban, ¡y le intentaban amargar tantas veces!
Y llegó el día en que, cuando vio que las macetas se las tiraron y le enfangaron las escaleras de dentro de la mansión, Capitán tocó la campanilla y pronto adecentó el zaguán de la residencia al haber volcado los jardineros unos bidones de vino de los nobles de la casa, y justo aparecieron los duques y pillaron a los sirvientes haciendo tal fechoría.
El caballo tocó la campanilla y todo volvió al aspecto original y se quedó flamantemente. De esta manera los duques supieron que la mayoría del personal no hacía más que producir destrozos y molestar. Entonces no dudó en despedir a la mayoría y aun al cocinero que se enteraron que era un vago y que los ricos almuerzos los cocinaba el juicioso Capitán.
El caballo fue mimado y se le ampliaron las caballerizas para que durmiera más digna y justamente, y se le pidió perdón del modo que correspondía, habilitando un hueco entre la paja para convivir con la chinchilla que se volvió amiga íntima. Y guardaron la campanilla por si en un futuro contrataban a sirvientes desconsiderados y tenían que usarla.
Capitán le aclaró al duque que él jamás se comportaría así. Lo último que haría sería deslucir o abatanar la mansión que era a la vez su amado e irremplazable hogar.
El dueño le dio unos golpecitos comprensivos y cariñosos en el lomo y agregó: - No temas es normal que a un animal le echen la culpa de algo. Piensa que vosotros no tenéis la capacidad de expresaros tan bien como nosotros los hombres, aunque gozáis de un corazón, en mayoría, más noble y honrado. He contratado nuevos jardineros, criados y cocineros, cuyas personas son más honradas que las anteriores. No tendrás que trabajar tanto de ahora en adelante, mi chico –le acarició el pecho y la cruz al feliz Capitán-. Hasta el final de tus largos días vivirás como vive el caballo de un pudiente rey.
FIN
El duque disponía de una enorme y lujosa mansión con praderas alrededor donde el animal corría libremente y se desfogaba como un niño chico. La mansión tenía más de doscientos cuartos y más de cincuenta estancias y el hombre no tenía hijos y vivía solo con su mujer y con su retahíla casi interminable de criados.
Bien es verdad que no hacía falta que el duque contratara a muchos jardineros o criados limpiando, puesto que el caballo ramoneaba tanto que el verde de las praderas se lo comía y siempre lo dejaba bien cortito. Lo mismo hacía Capitán con las flores que las regaba diariamente y con la cola se ocupaba de desempolvar los suelos de los dormitorios y salones, retirando la suciedad hasta de las terrazas y balconadas donde se acumulaba demasiado polvo.
Por hacer el caballo hacía hasta el desayuno y se lo servía a la esposa del dueño y a su amo a los que llevaba a la cama una bandeja llena de frutas, queso y huevos para cada uno. Y lo más increíble es que hacía unas tostadas y unos huevos revueltos para chuparse los dedos. Capitán sabía hasta desempañar los cristales de los ventanales de la mansión, quedándose tan bien que parecían casi espejos donde rebotaba bonitamente el reflejo.
No había día que no dejara los incontables cuartos como los chorros del oro. Capitán tampoco dejaba barro y tierra en la entrada y abrillantaba la cochera donde guardaba el rico duque sus coches y ostentosas carrozas. Por ayudar, ayudaba hasta con la comida los días que el cocinero de la mansión descansaba y el mejor plato que se le daba era el cocido que tanto le chiflaba al duque y a su mujer la duquesa que estaba siempre fuera de negocios o con otros nobles.
Capitán una soleada mañana salió a los prados de la mansión a regarlo y recortarlo al verlo más crecido y al necesitar agua. El caballo cogía la manguera con los dientes que eran sus mejores manos e iba así mojando la hierba y los maceteros de los alrededores del ingente edificio ducal.
De esta manera los criados y jardineros empezaron a coger manía a Capitán, pues por culpa del caballo estaba todo flamante y ahora el duque había reducido la plantilla de trabajadores y prescindía de menos personal, y algunos se la tenían jurada al animal que lo consideran un metomentodo.
Los jardineros un día al estar despedidos quisieron hacerle una faena al caballo. Lo que iba dejando Capitán bien lo iban ellos arruinando. Macetas que regaba; macetas que éstos tumbaban. Jardines que el equino mojaba; jardines que pisoteaban. Entradas, porches y caballerizas que el animal intensamente repasaba y desempolvaba; los malintencionados de nuevo lo ensuciaban y lo ponían perdido. Al ver el duque las incidencias: pensó que había sido obra de su caballo.
Le echó el hombre tal bronca que Capitán entristecido lo negó, pero el dueño no le creyó en un comienzo y le dijo con enojo y autoridad: - Por lo mal que te has portado, comportamiento impropio que nunca con anterioridad has mostrado, dormirás en vez de en las caballerizas de dentro de la mansión, en medio de estas praderías, pasarás frío una noche entera y te arrepentirás de tus actos.
Capitán no pudo contradecir al duque y no se pronunció y lo único que hizo fue agachar la cabeza y proferir un lúgubre relincho. Los nobles no le desearon las buenas noches y no le dieron de comer apenas en todo el día. El caballo durmió desoladamente fuera donde soplaban rachas de viento helado y lo pasó mal al llover varias veces y tener que aguantar el chaparrón y el helador frío.
A media noche tiritaba casi enfermamente tanto y se sentía tan solo que creía derrumbarse en el suelo y venirse abajo moralmente. En cualquier caso, el caballo vislumbró algo al final de las praderas (que colindaban con extensos pinares y otras parcelas). El equino vio borrosamente a una chinchilla de campo que correteando le trajo una campanilla desde el final de la parcela. Era un roedor con un lacito en el cuello y llevaba un sombrerito triangular y azul como la prenda.
- Te traigo esto –le dijo la chinchilla parándose delante de las herraduras del caballo y subiéndose al lomo del animal y mostrándole una cosa-. Con esta fabulosa campanilla lo que te desordenen o lo que te arruinen sólo con dar unas campanadas volverá a la normalidad y automáticamente se ordenará y apañará.
Capitán relinchó satisfechamente, pero no se lo terminó de creer. Cuando iba a recompensarle a la chinchilla, el roedor en un estallido de humo desapareció delante de sus ojos.
Bien es verdad que los próximos días al desordenarle los jardineros o criados cualquier mueble o superficie que adecentaba y ordenaba, el caballo campaneaba y el desastre retornaba a su limpieza y orden inicial. El caballo trataba de recompensar todo lo que le fastidiaban y desordenaban, ¡y le intentaban amargar tantas veces!
Y llegó el día en que, cuando vio que las macetas se las tiraron y le enfangaron las escaleras de dentro de la mansión, Capitán tocó la campanilla y pronto adecentó el zaguán de la residencia al haber volcado los jardineros unos bidones de vino de los nobles de la casa, y justo aparecieron los duques y pillaron a los sirvientes haciendo tal fechoría.
El caballo tocó la campanilla y todo volvió al aspecto original y se quedó flamantemente. De esta manera los duques supieron que la mayoría del personal no hacía más que producir destrozos y molestar. Entonces no dudó en despedir a la mayoría y aun al cocinero que se enteraron que era un vago y que los ricos almuerzos los cocinaba el juicioso Capitán.
El caballo fue mimado y se le ampliaron las caballerizas para que durmiera más digna y justamente, y se le pidió perdón del modo que correspondía, habilitando un hueco entre la paja para convivir con la chinchilla que se volvió amiga íntima. Y guardaron la campanilla por si en un futuro contrataban a sirvientes desconsiderados y tenían que usarla.
Capitán le aclaró al duque que él jamás se comportaría así. Lo último que haría sería deslucir o abatanar la mansión que era a la vez su amado e irremplazable hogar.
El dueño le dio unos golpecitos comprensivos y cariñosos en el lomo y agregó: - No temas es normal que a un animal le echen la culpa de algo. Piensa que vosotros no tenéis la capacidad de expresaros tan bien como nosotros los hombres, aunque gozáis de un corazón, en mayoría, más noble y honrado. He contratado nuevos jardineros, criados y cocineros, cuyas personas son más honradas que las anteriores. No tendrás que trabajar tanto de ahora en adelante, mi chico –le acarició el pecho y la cruz al feliz Capitán-. Hasta el final de tus largos días vivirás como vive el caballo de un pudiente rey.
Comentarios
Publicar un comentario