En un pequeño pueblo vivía con su abuelo un niño con el nombre de David Calcetín. Y así le llamaban porque calzaba más de tres pares de calcetines en cada pie. Esto se debía a que era muy friolero, oponente de las lluvias, partidario del verano; pero, en cambio, donde vivía siempre era invierno. Un día de mucho viento David perdió el camino cuando venía de comprar golosinas y, no supo, por mucho que quiso, dar con su casa, acabando sin quererlo en una oscura dehesa. Estaba bastante horrorizado.No se veía casi nada y se escuchaban graznidos y bramidos en la oscuridad.
- ¿Cómo he terminado así? Si no me hubiere retrasado eligiendo chicles y esas deliciosas piruletas, es muy probable, que estaría cenando caliente y con gusto durmiendo calmadamente –se dijo el niño, vagando bajo oscuros pinos y entre negras retamas.
David Calcetín estuvo en adelante como una cuarta parte de la noche andando sin rumbo, hablando en silencio y remirando a todos lados, muerto de miedo por si acechaba o le asaltaba algo o alguien.Acabó con las rodillas pinchadas, con los brazos cansados y se sintió vulnerable y flojo unas horas más tarde, por lo que se planteó tomar un buen descanso hasta que tocase el amanecer. Se tumbó entre unas retamas y reposó la cabeza sobre la tierra, y, de cierto, aunque le costó conciliar el sueño, David cayó dormido más pronto de lo que imaginó.Al despertar, no se cansó de vagar por la dehesa y dio tantas vueltas y revueltas que no tenía conciencia de sí pasó por el mismo punto por donde se movía o si era otra parte dentro del mismo lugar. Se armó tal confusión en el coco y malgastó tantísimo tiempo, que decidió, mal mirado haciendo frío, utilizar sus doce calcetines en total de los dos pies, para colgarlos a las ramas de los árboles. Y de modo que así lo hizo. De esa manera, sabía y sabría por qué sitios había pasado.
A medida que David vagaba sin rumbo colgaba un calcetín a media legua de distancia de otro. Nunca fallaba.Necesitaría el doble o el triple de los que tendría para cubrir una buena zona de la dehesa; e incluso así,sería insuficiente para abordar todo; pero se conformó. Y por mucho, que se le ocurrieron ideas, ninguna era realista ni posible.El día comenzó a avanzar y un par o quizá tres veces pasó por el mismo punto al ver que ese calcetín amarillo lo vio un cuarto de hora antes. ¡En menudo berenjenal estaba metido, no le quedaba otra que andar! Tenía sueño, se sentía fatigado, le entraban ganas de ducharse y de estar jugando al dominó con el abuelo; pero, estando donde estaba, no podía hacer otra cosa que encontrar una salida lo antes posible, y a esa esperanza se aferraba como la lapa a una roca. No había animales excepto un puñado de hurones y cobayas que se cruzaron en los distintos caminos que tomó David Calcetín más de una vez.
Lo que más le llamó la atención al niño fue una ardilla, una grácil ardilla que le seguía sin cesar y remirándole en cada momento que alzaba David la cabeza de manera chocante. Mientras la noche no se interrumpía y David iba gastando su preciado calzado. El viento sopló y como tenía abrigo se lo abrochó y vio que de nuevo la ardilla estaba tras de él, esta vez en el suelo y dando divertidos brincos.
- ¿Quieres algo?... –Gritó David Calcetín con incomodidad. Aquello terminó por molestarle, se sentía acosado y vigilado-. ¿Quieres al…?
Al mirar el suelo la ardilla no estaba, había desaparecido.La noche avanzó y por el momento el niño se olvidó del animalillo y continuó su caminata, cenándose parte de las golosinas que le quedaban.¡Qué pesada fue esa noche y el día siguiente entero! Una tortura para el chico que bebía de los riachuelillos que se cruzaba al paso y picaba lo que se encontraba. Las horas mientras eran pesadas, y hablaba para sí en silencio y se sentía muy solo. “¡Ojalá encuentre mi casa! ¡Ojalá!”, rogaba en más de una ocasión.Cuando David la siguiente noche a esa colgó el último calcetín que era de color morado insistió en su caminata y no miró atrás, pensó para sí mismo, se frotó las manos para entrar en calor y, ni, por un momento, se paró a coger aire. Sólo se oyeron sus pasos y el vaho que como una niebla le proporcionaba claridad, y así David llegó, al cabo de un tiempo, a un punto donde partían varios caminos entre la oscuridad y los bramidos que sonaban por la dehesa. Desesperado decidió escoger uno, pero al mismo tiempo pensó que podría peligrar por elegir esa alternativa pues ahí no había estado porque no había rastro de sus calcetines colgados, por lo tanto, se enfrentaba a un nuevo reto.
Eso a David le dio igual, no obstante. Y, dicho eso, cogió el camino que tenía delante como podía haber escogido otro, y anduvo el niño sin detenciones y apurando la media piruleta rechupada de ayer. No sucedió mucho tiempo cuando, de pronto,la ardilla que le siguió días atrás estaba tras de él, esta vez, de manera cotidiana, desplazándose prestamente sobre ramas y riéndose, o así lo entendió David Calcetín.“¡Qué quieres, qué carajo quieres!”, continuó preguntando y chillando el chaval. Pero el animal no le quitaba ojo, y los dos corrían al compás: David haciendo esfuerzos por librarse del plasta de animal; y la ardilla, a su modo, intentando alcanzar y no perder de vista al niño insociable. ¡Qué carrera se pegaron, la madre! La ardilla, al cabo de un rato, no tardó en dar un par de brincos y bajar al suelo, cortándole el paso y obligando al niño, sin más, a detenerse.
David pegó un derrape con los pies y antes de que dijese algo, la ardilla chilló suave y en bajo: - ¿Por qué vas tan rápido, muchachillo? ¡Ni que te fuesen a matar! Traes una cara muy blanca, blanca como papel. Pero… a todo esto… ¿son tuyos los calcetines? –Le enseñó los calcetines, los tres pares de cada pie, los doce en total. “¡Me cachis en la mar! ¡Me cachis!... Me imagino que este animal tan tonto los habrá retirado de los lugares donde los he colocado… A lo mejor me servían en caso de que estos caminos no fueran los correctos para llegar a casa. ¡Qué mala pata! ¡Qué mala pata!”, se lamentó David. “Ya se podría entrometer en sus asuntos la ardilla,me da la sensación de que es una metomentodo.”
- ¿Son tuyos, verdad? –preguntóal no contestar el niño que estaba agarrado al silencio.
- Sí, son míos los calcetines y te hubiese agradecido, si no era molestia –dijo algo irritado-, que no los cogieses.
- No los he cogido por cogerlos, muchachillo.
- ¿Cómo qué no? –no comprendió David Calcetín.
- Como que no.
- ¿Y entonces qué quieres?No lo entiendo, ardilla.
- Sinceramente me daba curiosidad descubrir qué había dentro y al ir a mirar los calcetines de todos los árboles…(estaban vacíos); pero, de pronto, se rellenaron sin más de cortos mensajes con letras luminosas, y algunas se colmaron de piedras brillantes, de pulseras de oro y pendientes de plata.
- Sigo sin entenderlo… Y… ¿para quévan a meter algo de eso que vale tanta fortuna dentro de mis calcetines?
- ¿Acaso no te lo crees, muchachillo?
- No sé…, pero para qué iban hacer algo así. En todo caso las personas roban… la gente no… no va depositando y concediendo por que sí oro y demás lujos.
La ardilla castañeteó los dientes, no dijo nada y permaneció quieta, pensativa.
- Me temo que esos mensajes son de un ratoncito o un animalillo –anunció tras un rato-. Tienen que ser de un ratoncito casi seguro, apostaría hasta varias piñas de la comida de lo convencido que estoy.
- Bueno… ¿y para qué un ratoncillo me va a regalar eso? Si te puedes explicar mejor…
La ardilla que menormente quedaba a medias en cualquier conversación hizo memoria y rumió finalmente: - Por lo que ha llegado a mis oídos hay una princesa que está encerrada en un torreón. Quizá muchas de las respuestas estén en los calcetines que colgaste, que bien los he traído, para cerciorarnos de qué tenemos que hacer.
- Ya me lo explico, entonces… ¿entonces los pendientes, las pulseras y lo demás es de esa tal princesa,…? ¿es eso?
- Sí; y los mensajes están dentro de tus calcetines por lo que seguro que son una buena pista para dar con ella, muchachillo. O al menos tengo plena seguridad de ello.
La ardilla meneó la cola, mascó y escupió una castaña hueca y comenzó a abrir los calcetines. Uno rojo, otro morado, otro azul, otro verde, otro amarillo, otro… Los abrió uno por uno y sacó los pendientes y el resto de joyas rutilantes; luego, guardaron entre ambos esas mismas joyas en un par de calcetines para que estuvieran a buen resguardo y la ardilla cogió un hilo de corteza y la anudó y los ató a manera de cuerda por arriba, para que, como es razonable, estuvieran bien seguros.Después fueron desvelando, primero la ardilla y luego David Calcetín, los distintos mensajes. Sorprendentemente el orden de lectura lo efectuaron al revés. Leyeron por un lado los mensajes del final, y luego así los del principio. Sin embargo reprobaron el proceso y ya observaron de qué iba aquello.
En el primer papelito y en los otros constaban: 1) Atravesar parte de la dehesa y llegar al centro que hay un denso encinar. 2) Armarse de bellotas u otros alimentos y hacerse como sea con un cerdo ibérico. 3) No perder el camino que nace del encinar y no alejarse hasta llegar a un descenso de terreno. 4) Después de cruzar la siguiente zona encharcada y embarrada por las tempranas lluvias del amanecer, no desviarse de esa senda. 5) Y cuando la luna llena esté en lo alto, tras dejar ese pantanal, esa luz rehará el torreón donde está confinada la princesa tras el final boscoso de la dehesa.
- No parece un recorrido corto –resopló David cuando lo hubieron releído.
- Muchos cambio de terreno, mucho fango, mucho.... Te vas aponer perdido con esos zapatos, muchachillo.
- Tampoco tengo otros.
- Bueno, pues nos tendremos que poner en marcha…
- Espera, ardilla… Pero… ¿quién… quién esa esa princesa? ¿De dónde es?
- De este reino… –Mordió un trozo de algo-. ¿No te habías enterado? ¡Me creía que lo sabías!
- ¿Ardilla, cómo lo habría de saber…?
- Pues como que es la hija menor de nuestro rey –le cortó el animal con inconformismo monárquico y algo de resentimiento-. Es la hija de nuestro señor, es la princesa más bella del reino y probablemente del mundo.
- ¿Y por qué no avisamos al rey?
- No sé dar con su castillo, muchachillo. No sé hacía dónde es.
- Qué pena, mi abuelo era de la antigua guardia real, pero, en cambio, ahora los años le han hecho dejar el servicio.
- Tampoco hay hombres y soldados para avisarles de tal confinamiento.
David volvió a resoplar derrotadamente.
- ¿Quién la encerró? –dijo-. ¿Quién fue quién la encerró a la princesa? Siendo como es tan querida y popular, sinceramente, no me entra en la cabeza.
- Ni a ti, muchachillo, ni a mí, ni al ratoncillo que haya hecho esto de los mensajes, ni para todo hijo de vecino es comprensible; pero es así, y tenemos que solucionarlo de la manera que sea.
Como no quedaban más opciones, se pusieron en camino lo antes que se prepararon; la ardilla prometió a David Calcetín proveerle de alimentos, y le dijo que no pasaría hambre pero que tampoco comería lo que acostumbraba en casa.
- Tu estómago no sonará nunca, muchachillo –le anunció cuando iban por la mitad de la caminata a unos metros del encinar-. Pero olvídate de esos filetes, esas sopas de ajos y de esas patatas asadas que tomáis preferiblemente los humanos.
Eso tranquilizó a David que por momentos sospechó del hambre que sufriría, pero la promesa de la ardilla no fue en vano y bien que le consoló aquello. Les salió todo muy bien y casi se quedaron sin cerdos. La piara al notar que estaban siendo molestados por un mozuelo patán y por una dentuda ardilla, enrabiaron y les atacaron; pero David tiró un par de calcetines para despistarles (los cuales perdió) y se granjeó en el instante de la huida con un cerdito que chillaba “Oinc-oinc” y que se hizo, con el transcurso de las horas, entrañable amigo de la ardilla y del chico. Les costó mucho encontrar el barrizal ese de charcos y de barro; sin embargo, el cerdito que iba en cabeza de grupo no abandonó su agudo olfato y lo atravesaron, manchándose de porquería y fatigándose de cansancio.
La ardilla en ese transcurso fue encima del cerdito que le tuvieron que cuidar a ratos, porque más de una vez se tiró, se rebozó, jugó en el barro, berreó y chilló lo que le dio la real gana.Mientras, entre risas y prisas, no abandonaron la senda que partía del barrizal como bien ponía en las indicaciones de los mensajes. En más de una ocasión perdieron el camino y luego aparecieron en un laguillo donde bebían ciervos. Al ver eso: se asustaron, pero gracias al olfato de la ardilla tuvieron suerte y retomaron el camino.La senda se hizo interminable, aburriéndose y pesándoles el tiempo en exceso, aunque no tuvieron problemas mientras la tarde avanzaba. La noche les trajo vientos fuertes y cortantes, aullando los lobos no muy lejos. David Calcetín seguía el recorrido de la ardilla que al estar más arriba desde las copas y del alto ramaje observaba con más nitidez los alrededores. El cerdo, sorprendentemente, iba rápido.De pronto tropezaron, sin más, con el ancho, siniestro y eminente torreón, pero se veía a cachos, como si estuviese incompleto. ¡Era curioso! Olieron el ambiente. Sintieron el frescor del aire.La noche era avanzada pero, para que fuese luna llena, tendrían que esperar hasta la próxima noche.
Mientras, los dos investigaron el pie de la torre, llamaron al aire en vano y rodearon cientos de veces el torreón medio invisible. Aunque ni a las llamadas contestó nadie, no notaron indicio de vida y tampoco percibieron anomalías en el entorno. Aguardaron así entre siestas y desvelos, picoteos y charlas en susurros, hasta la noche siguiente que trajo consigo un cielo limpio y claro, azul y plateado, sembrado de estrellas coronadas por una luna llena y reinante. “Ha llegado la oportunidad”, meditó David Calcetín con valor. “Ahora… ahora o nunca.”
- Es el momento… –dijo al final la ardilla con convicción-. Ya es el día, muchachillo.
- Sí, ya es la hora.
- Oinc… oinc… –asintió el cerdito comiendo.
Una hora después, la luna se completó hasta ser plenilunio, y emanó una luz azul y rutilante que redibujó en el aire la figura y el contorno del considerable torreón hasta pasar a ser, a diferencia de antes, absolutamente visible y tangible. Al tiempo que recuperó forma, se oyeron lloros que procedían de lo alto de la torre, lloros inconsolables que a medida que se emitían iban subiendo en cadencia y volumen; tanto, que cualquiera imaginaría que se ahogaría. Y bien, no estaban equivocados, porque de la ventana superior (que daba al piso donde estaba la princesa) empezó a desaguarse el torreón. Ríos se desbordaban por el ancho hueco de la ventana e impactaba con fuerza contra el suelo.
- ¡Uy, por poco…! ¡Casi me da! –chilló la ardilla al esquivar un torrente de agua que salió disparado de arriba.
- Pues yo me calado –dijo David Calcetín al caerle encima un buen chorro-. Me calado pero bien.
El cerdo se rebozaba mientras y se bañaba sin reparos.
Después de secarse de cualquier modo llamaron a la joven sin interrupciones; aunque, sin embargo, no contestó.Pero no desistieron, no se rindieron y al final les entró temor.
- ¿Por qué no contesta? Quizá tenga miedo de que seamos nosotros.
- O quizá se haya ahogado –dijo la ardilla.
- Si no podemos subir –dejó caer David-…, ¿cómo lo comprobaremos?
- No es una misión fácil.
- ¿No hay manera alguna?
- Dime cuál –dijo la ardilla.
- No queda otra que subir tú.
- Lo he meditado, pero no tendría espacio suficiente para escalar. Pero –hizo un ruido especial con los dientes-… se me ocurre algo. ¿Por qué no atamos los calcetines que nos quedan que son casi todos? Con eso nos servirá. Está torre es alta, pero tiene, de todos modos, mucha más anchura.
- De acuerdo, ardilla –añadió David que le pareció una buena proposición estando desesperados como se sentían.
Se dedicaron a anudar los calcetines hasta formar, al cabo de un trabajoso cuarto de hora, una especie de cuerda trepadora multicolor que la relanzaron docenas de veces y no pudieron atarla a la ventana.
- Esa maldita cuerda –rabió David-. ¡Maldita sea! ¿Qué demonios la pasa?
- Aquí sí que podré hacer un apaño… Pon la mano, muchachillo. Y ponte sobre el cerdo.
David asintió se puso de pie sobre el cerdito, estiró la mano y la ardilla se colocó sobre su palma y sacando fuerzas de dónde no se sabe (pues era muy pequeño comparado con la cuerda), la arrojócon tacto y no menos tino, acertando en la punta de una piedra que sobresalía de la ventana abierta. David tiró y tiró, y gracias al acierto de la ardilla, no se soltaba.
- ¿Subes, tú? –dijo David Calcetín-. No creo que esto aguante, de manera alguna, mi peso. Es demasiado fina y bastante inestable.
- Sí, ya lo sabía –dijo sin más la ardilla y trepó por la cuerda de calcetines multicolores hasta llegar al alféizar de la ventana.
Entró y halló a una joven con un traje bordado en pedrería y con perlas con formas de estrellas en el centro de la larga falda ártica. Una pequeña corona descansaba en la cabeza, sobre el cabello brillante, moreno y prodigioso. La joven, que ya se daba por hecho que era la princesa, estaba medio flotando en la piscina que se formó por la inundación de sus lágrimas. Eso explicaba el desagüe de hacía unos minutos y la manera en la que todavía escapaba el agua. La ardilla, mientras tanto, no supo cómo intervenir ante la bella hija del rey.
- ¿Qué hacemos? –se asomó a la ventana para consultar al chaval-. Está dormida y no se ha ahogado, pero yo no puedo con ella. Pesa mucho para mí.
- Entiendo, pues… pues voy a subir de la forma que sea. Primero lo intentaré con la cuerda.
La ardilla tampoco dio con otras soluciones y asintió.
- De acuerdo –remató-, intenta poner el menos peso posible, muchachillo.
David con esfuerzo y con la ardilla sobre los hombros consiguió rebasar la cuerda que en el último instante estuvo al punto de partirse. El cerdito les esperaba abajo.
- ¿Cómo haremos para tocar suelo? No aguantará a la próxima bajada y más si bajamos con la princesa encima.
- Algo, algo se nos pasará por…
Mucho antes de que terminase la frase… un hombre desaliñado, encapuchado, con las pupilas absolutamente negras como alas de cuervo, se desveló entre las sombras.
- Si os digo la verdad esperaba, no sé… ¿a unos guardias o a un príncipe apuesto o al mismo rey con espada en mano? No a un niñato y a una ardilla de peluche. Esta princesa es mía y yo seré el que se espose con ella, ¡¿me oís?! Sólo bastará, con que, cuando se despierte, darle un vaso de sus propias lágrimas alegando que es una medicina. Ella lo beberá y… y… ¡pof! Se enamorara inevitablemente de mí… ¡Nada más!
- ¿Quién eres? ¡Eh! ¡Qué te ha hecho ella! –exclamó David; sin explicaciones, les salieron las palabras de lo más profundo de su ser.
- Eso es una fácil respuesta, pero de difícil entendimiento. Te diré que soy Gelmio, alguien que se alimenta de la felicidad de los demás y que, mediante mi hechicería, pretendo ganarme el trono del reino. ¡Nadie me lo impedirá!, ¿me oís? ¡Nadie!
- ¡¿Y con qué derecho te crees para decir eso, Gelmio?! –dijo la ardilla que no se contenía-. ¡Con qué derecho!
- Con mi propio derecho y como no abandonéis este torreón tendré que mataros, no me quedará más remedio. ¡Vosotros elegís! –advirtió el hechicero oscuro.
- No nos iremos si no es con la hija de Su Majestad, Gelmio –dijo la ardilla, resuelto, con la vena monárquica.
- Sí, no nos iremos –apoyó David Calcetín sudando y con los pies helados, pues el agua fría le tocabalas rodillas-. Nos mantendremos hasta cumplir nuestro cometido.
Soltó una carcajada estridente, retumbante.
- ¡Sois unos necios! Sí, sí, en poco, claro, en poco vendrán hombres a caballo y soldados del rey a rescatar a esta princesita y vosotros saldréis salvos –se puso irónico-. Os llevaran en volandas y os agasajarán con todo tipo de salvas y esas –volvió a reír desagradablemente-… esas chorradas de la dignidad y el honor, esas tonterías que tanto son de preferencia para los caballeros y los militares.
- Ya te gustaría tener la mitad de dignidad que esos hombres –replicó David. Veía a la princesa durmiendo con una sonrisa triste pero dulzona a los pies de Gelmio.
El hechicero oscuro les arrojó un hechizo que impactó en una roca de arriba que se desintegró como polvo. Ahí, fue, cuando, sin duda, se replantearon quedarse allí. Dieron un par de brincos y apoyándose en el alfeizar de la ventana antes de que el hechicero les alcanzase y les quitase la cuerda de calcetines para bajar, descendieron por su cuenta a gran velocidad y retiraron la cuerda antes de que Gelmio pudiera hacerse con ella. Corrieron con el cerdito y se alejaron y, ya, a media tarde para cuando giraron la vista, estaban otra vez, bien dentro de la dehesa. Les entraron ganas de llorar y patalear el aire; David habiendo empezado semejante hazaña no quería dejarla a medias. La ardilla, por igual, estaba decepcionada. Cuando minutos más tarde mordisqueaban pipas que tenía guardadas el animal, el niño advirtió tras una encina un hada luminosa y rutilante que volaba grácilmente, y la mayor coincidencia, para sorpresa de ambos, es que iba hacia ellos.
El hada traía una bola sedosa de muchos colores. “Deben ser mis calcetines hechos un ovillo”, se dijo contento David.
- No podemos perder el tiempo –dijo el hada madrina sin presentarse siquiera y con una seguridad total.
Era guapa, vestía como un hada, las alitas eran transparentes y brillantes y era todo destello, pequeñez y dorada magia.
- ¡Oinc, oinc! –el cerdito le saltaron chispas de los ojos.
- ¿Eres el hada madrina de la princesa? –dijo David Calcetín.
- Sí, lo es –aclaró la ardilla asintiendo-. Su protectora, muchachillo. Resulta que no existía ratoncito alguno, me había equivocado. ¡No sé por qué me dio por eso! ¡Lo debí confundir!
- Pues es un placer, sin duda –dijo el chaval.
- Para mí también –sonrió el hada con encanto y dulzura.
- ¿Y por dónde empezaremos? –quiso saber la ardilla.
- Sí, hay que llegar antes de que se despierte la princesa, pues, cuando lo haga, ese tal Gilmio o Gelmio la va a dar de beber un vaso de sus lágrimas mintiendo y diciendo que es una medicina curativa. Esta noticia se está extendiendo. Después se…
- Sí, sí –asintió la ardilla-, me conozco la historia y, ya, de hecho, muy bien…
- ¿De cuánto tiempo contamos? –dijo David.
- Antes de que se desvanezca la noche, pues la torre desaparecerá y no habrá luna llena hasta dentro de dos meses.
- ¿Cuánto queda?
- Apenas unas horas y tend…
El hada madrina se quedó con la palabra atascada en la garganta, pues apareció bajo los rayos dorados de la tarde la augusta caballería real, con estandartes de la Corona y con los emblemas y banderas representativas del reino. Unos de los superiores que era capitán y era de los más robustos y apuestos dijo: - ¡En nombre del rey! ¡En nombre del rey! ¿Quién, anda aquí?
- Somos humildes personas que hemos venido a colaborar en la causa de la liberación de la princesa…
- ¿Personas? –inquirió el capitán-. Solo veo a un niño pequeño,a un tímido cerdito, una ardilla y un… ¿Qué es esto?
- Es nuestra acompañante –alegó la ardilla con orgullo-, protectora de la hija menor de los reyes.
- La acabamos de conocer –dijo David con inocencia.
- Es impresionante –dijo un caballero que estaba de frente.
- Y tanto –siguió otro-, es un hada, un hada, señor.
- Sí, claro, claro que lo es, muchachos –asintió el capitán contento.
- Soy el hada madrina de la princesa –se presentó el hada así-. Desde que ha nacido he velado por ella en secreto, la he cuidado en cualquier escapada o salida; y en silencio, tanto en lo bueno como en lo malo, la he aconsejado.
La caballería la miró con impresión y en el fondo estaban fascinados, nunca habían tenido el placer de maravillarse ante un hada. ¡Y ahí la tenían!
- ¿Qué propone, señora hada? ¿Cómo lo ve todo esto? –quiso saber al final el capitán. Los hombres del reino decían que después de los emperadores y reyes, las hadas eran seres igualmente celestiales.
- Debemos de llegar al torreón antes de que la luna se desvanezca y la noche fallezca –aclaró el hada madrina brillando-. Tenemos un resquicio de oportunidad; no lo debemos de desaprovechar.
- Entonces peinaremos el pie de la torre con las lanzas y las espadas si hace falta.
- Y clavaremos nuestras banderas –dijeron varios caballeros atrás.
- Sí –meneó el hada las alas hermosamente-, y yo mientras me encargaré de subir con la ardilla y el chico a lo alto del torreón para dar su merecido a ese hechicero.
- ¿Cómo podrá acabar con Gelmio? –preguntó el capitán indeciso-. Necesitará la fuerza de nuestras armas, señora. Es complicado, a ese maldito le llevamos persiguiendo años.
- Ese hechicero oscuro es poderoso, pero no se necesita el poder del acero para vencerle.
- ¿Entonces, qué hará? –preguntó David Calcetín-. ¿Cómo lo hará?
- Buena pregunta –dijo la ardilla.
- Será suficiente con arrebatarle a su “amada”o, mejor decir: lo que él llama suamada. Si le quitamos a la princesa y la sacamos de la torre morirá. Algo saben las hadas y más las que somos hada madrinas, y es que si un hechicero oscuro intenta embaucar y conquistar a una dama o a una princesa depositará toda su fuerza y si se la arrebatan, por tanto, morirá en el acto sin intervención de poderes distintos o magias.
Aquel discurso que para un cuento como este es extenso sirvió por supuesto para aclarar lagunas o dudas que tenían, sobre todo, claro está: David Calcetín, que bien se enteró de lo que le faltaba por saber. La ardilla después habló con la bruja de camino al torreón junto con la caballería y los demás, y cuando a plena madrugada las conversaciones se cortaron y el silencio se proclamó reinante, fue el momento en el que estuvieron frente al torreón.
A todos les costó dar el primer paso y el capitán ordenó así, desenfundando armas como sus hombres: - ¡A derribar la torre! ¡Cuando este la princesa fuera y el resto: a derribarla! ¿Entendido, muchachos?
Mientras tanto, el hada cogió por el aire a David y a la ardilla (algo sorprendente, pensaron todos, para alguien de tal corta estatura), y subieron al piso donde se hallaba encerrada la princesa (el cerdito se mantuvo abajo). Y, en efecto, ahí estaba desfallecida la joven y tumbada en el suelo, cuán larga era. Gelmio la amenazaba y la fulminaba con los ojos, pegándola. El hada se lanzó a por la princesa la cogió como pudo antes de que el hechicero le alcanzase. David, al verlo claro, despistó astutamente a Gelmio que le dijo: - ¡Niñato, lelo! ¿Me oyeess?... ¡Quita de en medio si no quieres que te fulmine con un rayo, bichejo!
- ¡No me apartaré! –gritó David con resistencia-. ¡¡No me iré, despiadado!!
- Bien dicho, muy bien dicho, muchachillo –apoyó la ardilla grácilmente por detrás.
Cuando Gelmio le iba a fundir con hechicería que brotaba de sus filosas uñas, cuando iba a lanzársela con toda la maldad reunida del mundo, la ardilla, la misma ardilla que segundos atrás había estado a espaldas de David peleando valientemente, era la misma ardilla que en aquel momento le atravesó a Gelmio con las patas los ojos y le mordisqueó con insistencia la cara, mientras el infeliz gritaba y pataleaba el suelo, vencido.
El cerdo que por causas desconocidas había conseguido subir, le pisoteó la cara y se cagó. Una lanza justo cruzó el umbral de la ventana y se clavó con ferviente acierto en el pecho de Gelmio con la fuerza de un trueno. El hechicero oscuro, al acto, cayó, muerto sin contemplaciones. El ruido y el jaleo de fuera eran reinantes. El hada madrina en ese rato de lucha se ocupó de poner a buen recaudo de la princesa y de bajarla con tino y cariño fuera del siniestro torreón. La jarra de lágrimas que llenara Gelmio la bajaron la ardilla y David cuando descendieron con los calcetines del chico, que, con no menos agrado, reguardó los calcetines multicolores que le correspondían tras cumplir con su parte en la misión.
(Final del cuento en la segunda parte también del blog).
Comentarios
Publicar un comentario