El sombrero de la suerte
En un viejo bosque solía pasear bastante un cestero que se relajaba después de muchas horas de elaborar y vender cestas. Efectuaba esos paseos a media tarde hasta que casi caía el sol en el horizonte y durante sus largos trayectos cantaba, pues era un hombre de alma alegre y noble.
Hubo una vez que el animado cestero se encontró con un anciano que tenía la barba escarlata, con túnica azulada, una larga vara y un sombrero puntiagudo que resultó ser ciertamente un mago.
De tal forma, el mago le dijo: - Veo que eres una persona muy alegre. ¿Y eso que llevas en la mano qué es? ¿Es una cesta verdad? ¡Muy bonita por cierto! El cestero que no esperaba ese abordaje respondió felizmente como era él: - En efecto, he estado horas haciendo cestas sin cesar y siempre salgo a andar, pues me evado, me aireo y eso me ayuda mucho en mi amado oficio.
- Eso es estupendo. ¿Me regalarías una cesta para probarla? ¡No tengo ni una! El cestero que aparte de buena persona era generoso dijo: - ¡Desde luego! Mire tome usted ésta. Es de tamaño perfecto y es una cesta de mimbre.
- ¡Wow! ¡Muchas gracias! –se emocionó el mago-. Oh, ¡un gran detalle por tu parte, joven cestero! En pago por ser buena gente sígueme que te voy a llevar a un árbol donde casi en la copa se pelean unos búhos por un sombrero que hablan las lenguas de que se tratara en realidad de un sombrero mágico.
El cestero siguió al mago como el viejo le indicó y, al cabo de poco, llegaron a un grueso árbol donde en las ramas más altas se arañaban y golpeaban furiosamente varios búhos que ululaban malhumorados.
En el centro de la ancha copa se hallaba encajado el centelleante sombrero entre el espeso ramaje y los animales a parte de luchar entre ellos se debatían destinando todos sus esfuerzo para que se lo llevara el primero que lo lograse.
Ante esta escandalosa pelea el mago exprimiendo la oportunidad que tenía movió su vara con los brazos y mediante magia hizo que ese sombrero cayera de arriba cogiéndolo al tiempo que se precipitaba en sus manos.
Luego se lo dio al cestero con una franca sonrisa y le dijo: - ¡Toma aquí tienes! Este sombrero te resolverá muchos problemas y que sepas que no es un sombrero normal es distinto a cualquiera. Cada semana debajo del sombrero, todas las mañanas, encontrarás una pluma y esta pluma se convertirá al final del día en una moneda de noche cuando la luna emerja.
Y, diciendo esto, el mago desapareció en el aire antes siquiera que el joven le respondiera. El cestero quedó muy agradecido y durante los próximos días empezó a conocer la ineludible magia del sombrero de la suerte. El hombre supo que al ponérselo se hacía invisible y poseía la capacidad de viajar a cualquier sitio que se imaginara.
Con el paso de las semanas el cestero fue comprobando su sombrero y cada siete días veía una pluma dorada que dejaba frente a su mesa de labores donde trabajaba en sus cestos. A la llegada de la noche, como apunté, la pluma se convertía en una moneda de oro contante y sonante.
Durante los próximos meses el cestero se enriqueció tanto que decidió tomarse un año sabático y viajar y ver mundo para sacar provecho a su bonanza y riquezas. De tal forma, fue recorriendo países y continentes y fue aprendiendo y prosperando sólo con ponerse el sombrero y pensar al destino al que se quería dirigir.
Una vez que, el cestero estuvo en un país del norte de Europa después de visitar durante su tur un buen número de sitios, se encontró con un hombre que estaba tirado en el suelo y que se arrastraba con torpeza, presentando sus prendas caras y luminosas: rotos y desgarros y con los ojos trasojados y con un aspecto cansado.
El cestero conmovido por la escena, como se consideraba y era buena persona, se dispuso a socorrerle y bien le tendió la mano cuando el hombre se le agarró a una pierna y con gesto penoso se puso a llorar, a gemir y a lamentarse humillantemente. ¡Fue una escena de lo más triste!
Le dio tanta pena al cestero que le preguntó por la causa de sus lágrimas y el hombre le contó que por una maldición se transformó en una bestia peluda y espantosa y que su castillo ahora quedó abandonado y desangelado, corrompido y entenebrecido por el mal y las sombras, deformándose su cuerpo humano bajo la media luna en un monstruo.
Había pasado hacía tanto tiempo, según el desgraciado príncipe, que no se acordaba ni de los caminos del bosque que conducían a su antiguo castillo.
El cestero se interesó más aún y el príncipe le terminó de explicar que a medianoche una grulla dejaba (sobre una mesa de piedra que se hallaba en mitad de esa selva donde se encontraban): botones, lazos, trozos de tela que con el transcurso de las semanas había ido cosiendo, tejiendo y creando una prenda larga, cristalina e impresionante al estilo de un vestido de boda recubierto de pedrería brillante y de bordados de oro que fulgían.
Era increíble observarlo con cuidado y recato. Si te acercabas para cogerlo o para manipularlo, aunque fuese, una pared invisible no te dejaba seguir. Tantas veces probó al cestero a hacerse con ese vestido y cada uno de esos intentos fueron igual de absurdos a cual más inútil.
Pero, como en el fondo, el cestero era tan respetuoso y noble prefirió no intentarlo más; luego pensó que quizá sería de alguien y que sería una falta de respeto quitárselo.
Y encima… encima… ¿Qué diablos iba a hacer él con un vestido así que sólo cabía en una figura delicada y preciosa de mujer? ¿Para qué? Pronto, por tanto, se olvidó. El cestero que pasó un tiempo por esos lugares aprovechando la cualidad y virtud que poseía iba sobreviviendo gracias a que cada vez que despertaba cada semana se encontraba con monedas que la noche anterior fueron plumas que metía en el sombrero de la suerte.
De esa forma fue apañándose para no pasar hambre y comprar algo en un pueblo que colindaba con esas arboledas que frecuentaba. El cestero movido por su buena voluntad y su claro corazón se propuso ayudar como fuera al príncipe y pasaba las noches durmiendo en una zorrera vieja que halló al principio cuando llegó a ese lugar, escuchando los gritos de la bestia que atemorizaba a todo el bosque, los gritos del pobre príncipe transformado, que iba corriendo y gruñendo y destrozando lo que tocaba a su paso.
El cestero que le oía cobijado dentro su zorrera temblaba de miedo y una vez olfateó la bestia las afueras de la madriguera del hombre y casi le coge y le engulle, pero una liebre le despistó y salió en dirección contraria corriendo y la pobre víctima se libró... ¡Uf! ¡Por poco! ¡Por muy poco!
Siempre, al día siguiente de esas horrorosas noches, el cestero, acaba encontrándose al príncipe con heridas y rojeces por todo el cuerpo y tirado en el suelo casi medio muerto y con un aspecto de lo más lamentable. Esto ocurrió durante una breve temporada hasta que, una mañana que el cestero iba paseando, escrutó sobre la mesa de piedra el traje totalmente cosido, trabajado y rematado que destellaba ante la luz del sol.
Entonces esa grulla que tantas veces vio el cestero aterrizó frente a él y le dio un frasco y le dijo que esa pócima tenía luz de principios de año que era una luz única durante todo el año como su nombre bien indicaba.
Le dijo el pájaro al cesto que en verdad la luz era para el príncipe y que con bebérselo regresaría a su estado original, pues ese país sufría mucho desde la condena de su noble gobernante. Sin añadir más, la grulla remontó el vuelo y se fue. El cestero se quedó con la palabra en la boca y guardó bien el frasco.
Lo extraño es que durante los siguientes cinco o seis días el cestero no se cruzó con el príncipe ni le vio postrado en el barro o percibió sus alaridos demenciales hasta que un domingo gris le distinguió tumbado sobre las ramas caídas de un viejo robledal. ¡Uf! ¡Estaba peor que nunca!
El cestero le dio de beber de la pócima y el príncipe tragando y tragando fue recuperando color en su rostro y vida en la piel. Luego el hombre estuvo preocupado por la salud del joven gobernante, pues éste no daba señales de vida y parecía o daba (al menos la sensación) de que el corazón se le paraba como las agujas de un reloj.
Y para alivio del cestero al final, durante la madrugada que vino, despertó y fue redimido de su malaventura y jamás se volvió a reconvertir en bestia. Al cabo de un tiempo ese mago que echó una mano al cestero resurgió y devolvió la belleza y la magnificencia al magnánimo castillo del príncipe.
La región y el país comenzó a prosperar de nuevo y los males y oscuridades que por allá acechaban fueron desmoronándose e hizo el buen hechicero que el cestero tuviera para siempre el sombrero de la suerte con el que estuvo elaborando cestas y viajando por el mundo contentamente, volviéndose invisible cuando bien le apetecía.
Una cálida mañana de principios de primavera una bella mujer que se perdió por allí acabó desmayándose a no mucha distancia de esa mesa de piedra que se hallaba en mitad del denso bosque. Tal es la coincidencia que el príncipe, glamuroso y flamante, iba cabalgando con algunos de sus grandes caballeros de gestas y mandó el gobernante que pararan.
Cuando se detuvo hasta el último de sus hombres, él descabalgó de su corcel y cogiéndola en brazos a esa mujer tan bella la montó a lomos de su caballo y fue a marcha ligera hacia el castillo precedido de sus nobles caballeros.
Al llegar los médicos le hicieron todo tipo de cuidados y cuando creyeron que no iba a recuperarse y que moriría despertó sin más casi ahogándose y eso alivió en demasía a los presentes y sobre todo al príncipe que estalló de alegría.
Entonces la mujer le confesó que también era princesa y que por un maléfico hechizo la convirtieron en grulla y la obligaron a vagar durante años volando de un lado a otro hasta que terminara el interminable traje.
Ese interminable traje de la mesa de piedra justamente fue el mismo que vistió días después la tarde escarlata en la que se celebró la boda en la que los dos príncipes contrajeron matrimonio. Y fueron felices para la eternidad siendo el padrino de él el mago y el padrino de la princesa el cestero que regaló cestos para los invitados, viviendo felices cada uno de ellos hasta el final de sus dichosas vidas.
FIN
Hubo una vez que el animado cestero se encontró con un anciano que tenía la barba escarlata, con túnica azulada, una larga vara y un sombrero puntiagudo que resultó ser ciertamente un mago.
De tal forma, el mago le dijo: - Veo que eres una persona muy alegre. ¿Y eso que llevas en la mano qué es? ¿Es una cesta verdad? ¡Muy bonita por cierto! El cestero que no esperaba ese abordaje respondió felizmente como era él: - En efecto, he estado horas haciendo cestas sin cesar y siempre salgo a andar, pues me evado, me aireo y eso me ayuda mucho en mi amado oficio.
- Eso es estupendo. ¿Me regalarías una cesta para probarla? ¡No tengo ni una! El cestero que aparte de buena persona era generoso dijo: - ¡Desde luego! Mire tome usted ésta. Es de tamaño perfecto y es una cesta de mimbre.
- ¡Wow! ¡Muchas gracias! –se emocionó el mago-. Oh, ¡un gran detalle por tu parte, joven cestero! En pago por ser buena gente sígueme que te voy a llevar a un árbol donde casi en la copa se pelean unos búhos por un sombrero que hablan las lenguas de que se tratara en realidad de un sombrero mágico.
El cestero siguió al mago como el viejo le indicó y, al cabo de poco, llegaron a un grueso árbol donde en las ramas más altas se arañaban y golpeaban furiosamente varios búhos que ululaban malhumorados.
En el centro de la ancha copa se hallaba encajado el centelleante sombrero entre el espeso ramaje y los animales a parte de luchar entre ellos se debatían destinando todos sus esfuerzo para que se lo llevara el primero que lo lograse.
Ante esta escandalosa pelea el mago exprimiendo la oportunidad que tenía movió su vara con los brazos y mediante magia hizo que ese sombrero cayera de arriba cogiéndolo al tiempo que se precipitaba en sus manos.
Luego se lo dio al cestero con una franca sonrisa y le dijo: - ¡Toma aquí tienes! Este sombrero te resolverá muchos problemas y que sepas que no es un sombrero normal es distinto a cualquiera. Cada semana debajo del sombrero, todas las mañanas, encontrarás una pluma y esta pluma se convertirá al final del día en una moneda de noche cuando la luna emerja.
Y, diciendo esto, el mago desapareció en el aire antes siquiera que el joven le respondiera. El cestero quedó muy agradecido y durante los próximos días empezó a conocer la ineludible magia del sombrero de la suerte. El hombre supo que al ponérselo se hacía invisible y poseía la capacidad de viajar a cualquier sitio que se imaginara.
Con el paso de las semanas el cestero fue comprobando su sombrero y cada siete días veía una pluma dorada que dejaba frente a su mesa de labores donde trabajaba en sus cestos. A la llegada de la noche, como apunté, la pluma se convertía en una moneda de oro contante y sonante.
Durante los próximos meses el cestero se enriqueció tanto que decidió tomarse un año sabático y viajar y ver mundo para sacar provecho a su bonanza y riquezas. De tal forma, fue recorriendo países y continentes y fue aprendiendo y prosperando sólo con ponerse el sombrero y pensar al destino al que se quería dirigir.
Una vez que, el cestero estuvo en un país del norte de Europa después de visitar durante su tur un buen número de sitios, se encontró con un hombre que estaba tirado en el suelo y que se arrastraba con torpeza, presentando sus prendas caras y luminosas: rotos y desgarros y con los ojos trasojados y con un aspecto cansado.
El cestero conmovido por la escena, como se consideraba y era buena persona, se dispuso a socorrerle y bien le tendió la mano cuando el hombre se le agarró a una pierna y con gesto penoso se puso a llorar, a gemir y a lamentarse humillantemente. ¡Fue una escena de lo más triste!
Le dio tanta pena al cestero que le preguntó por la causa de sus lágrimas y el hombre le contó que por una maldición se transformó en una bestia peluda y espantosa y que su castillo ahora quedó abandonado y desangelado, corrompido y entenebrecido por el mal y las sombras, deformándose su cuerpo humano bajo la media luna en un monstruo.
Había pasado hacía tanto tiempo, según el desgraciado príncipe, que no se acordaba ni de los caminos del bosque que conducían a su antiguo castillo.
El cestero se interesó más aún y el príncipe le terminó de explicar que a medianoche una grulla dejaba (sobre una mesa de piedra que se hallaba en mitad de esa selva donde se encontraban): botones, lazos, trozos de tela que con el transcurso de las semanas había ido cosiendo, tejiendo y creando una prenda larga, cristalina e impresionante al estilo de un vestido de boda recubierto de pedrería brillante y de bordados de oro que fulgían.
Era increíble observarlo con cuidado y recato. Si te acercabas para cogerlo o para manipularlo, aunque fuese, una pared invisible no te dejaba seguir. Tantas veces probó al cestero a hacerse con ese vestido y cada uno de esos intentos fueron igual de absurdos a cual más inútil.
Pero, como en el fondo, el cestero era tan respetuoso y noble prefirió no intentarlo más; luego pensó que quizá sería de alguien y que sería una falta de respeto quitárselo.
Y encima… encima… ¿Qué diablos iba a hacer él con un vestido así que sólo cabía en una figura delicada y preciosa de mujer? ¿Para qué? Pronto, por tanto, se olvidó. El cestero que pasó un tiempo por esos lugares aprovechando la cualidad y virtud que poseía iba sobreviviendo gracias a que cada vez que despertaba cada semana se encontraba con monedas que la noche anterior fueron plumas que metía en el sombrero de la suerte.
De esa forma fue apañándose para no pasar hambre y comprar algo en un pueblo que colindaba con esas arboledas que frecuentaba. El cestero movido por su buena voluntad y su claro corazón se propuso ayudar como fuera al príncipe y pasaba las noches durmiendo en una zorrera vieja que halló al principio cuando llegó a ese lugar, escuchando los gritos de la bestia que atemorizaba a todo el bosque, los gritos del pobre príncipe transformado, que iba corriendo y gruñendo y destrozando lo que tocaba a su paso.
El cestero que le oía cobijado dentro su zorrera temblaba de miedo y una vez olfateó la bestia las afueras de la madriguera del hombre y casi le coge y le engulle, pero una liebre le despistó y salió en dirección contraria corriendo y la pobre víctima se libró... ¡Uf! ¡Por poco! ¡Por muy poco!
Siempre, al día siguiente de esas horrorosas noches, el cestero, acaba encontrándose al príncipe con heridas y rojeces por todo el cuerpo y tirado en el suelo casi medio muerto y con un aspecto de lo más lamentable. Esto ocurrió durante una breve temporada hasta que, una mañana que el cestero iba paseando, escrutó sobre la mesa de piedra el traje totalmente cosido, trabajado y rematado que destellaba ante la luz del sol.
Entonces esa grulla que tantas veces vio el cestero aterrizó frente a él y le dio un frasco y le dijo que esa pócima tenía luz de principios de año que era una luz única durante todo el año como su nombre bien indicaba.
Le dijo el pájaro al cesto que en verdad la luz era para el príncipe y que con bebérselo regresaría a su estado original, pues ese país sufría mucho desde la condena de su noble gobernante. Sin añadir más, la grulla remontó el vuelo y se fue. El cestero se quedó con la palabra en la boca y guardó bien el frasco.
Lo extraño es que durante los siguientes cinco o seis días el cestero no se cruzó con el príncipe ni le vio postrado en el barro o percibió sus alaridos demenciales hasta que un domingo gris le distinguió tumbado sobre las ramas caídas de un viejo robledal. ¡Uf! ¡Estaba peor que nunca!
El cestero le dio de beber de la pócima y el príncipe tragando y tragando fue recuperando color en su rostro y vida en la piel. Luego el hombre estuvo preocupado por la salud del joven gobernante, pues éste no daba señales de vida y parecía o daba (al menos la sensación) de que el corazón se le paraba como las agujas de un reloj.
Y para alivio del cestero al final, durante la madrugada que vino, despertó y fue redimido de su malaventura y jamás se volvió a reconvertir en bestia. Al cabo de un tiempo ese mago que echó una mano al cestero resurgió y devolvió la belleza y la magnificencia al magnánimo castillo del príncipe.
La región y el país comenzó a prosperar de nuevo y los males y oscuridades que por allá acechaban fueron desmoronándose e hizo el buen hechicero que el cestero tuviera para siempre el sombrero de la suerte con el que estuvo elaborando cestas y viajando por el mundo contentamente, volviéndose invisible cuando bien le apetecía.
Una cálida mañana de principios de primavera una bella mujer que se perdió por allí acabó desmayándose a no mucha distancia de esa mesa de piedra que se hallaba en mitad del denso bosque. Tal es la coincidencia que el príncipe, glamuroso y flamante, iba cabalgando con algunos de sus grandes caballeros de gestas y mandó el gobernante que pararan.
Cuando se detuvo hasta el último de sus hombres, él descabalgó de su corcel y cogiéndola en brazos a esa mujer tan bella la montó a lomos de su caballo y fue a marcha ligera hacia el castillo precedido de sus nobles caballeros.
Al llegar los médicos le hicieron todo tipo de cuidados y cuando creyeron que no iba a recuperarse y que moriría despertó sin más casi ahogándose y eso alivió en demasía a los presentes y sobre todo al príncipe que estalló de alegría.
Entonces la mujer le confesó que también era princesa y que por un maléfico hechizo la convirtieron en grulla y la obligaron a vagar durante años volando de un lado a otro hasta que terminara el interminable traje.
Ese interminable traje de la mesa de piedra justamente fue el mismo que vistió días después la tarde escarlata en la que se celebró la boda en la que los dos príncipes contrajeron matrimonio. Y fueron felices para la eternidad siendo el padrino de él el mago y el padrino de la princesa el cestero que regaló cestos para los invitados, viviendo felices cada uno de ellos hasta el final de sus dichosas vidas.
FIN
Comentarios
Publicar un comentario