El pinzón y las tres hijas del gran duque
Había una vez un gran duque que pajareaba, pues era un excelente cazador. Pero bien entrado el día, antes de terminar su actividad de cazar se encontró con una mujer tan espléndida como el sol, de la cual se enamoró y pidió matrimonio.
La mujer, ante la presencia apuesta y noble del gran duque, cedió encantadamente. Después de casarse concibieron tres hijas. Los años que llegaron a continuación fueron prósperos y felices, pues estaban afincados en el castillo del gran duque, pegado a un bosquecillo fresco y fértil. ¡Olía a plenitud y paz.
A este mismo bosquecillo bien solían ir a jugar al escondite las hijas de los grandes duques. Un día, cuando se divertían con sus juegos cotidianos, un pinzón descendió primorosamente ante ellas y de cierto les dijo el pájaro: -Sois las hijas del gran duque y bienaventuradas seáis. Si me dais un pelo de vuestro cabello lo plantaré para que, entonces, crezca más tarde un árbol por cada pelo vuestro.
- ¿Cómo es eso? –Se extrañaron las tres niñas después de murmurar entre ellas sospechas.
- ¿Y serán árboles diferentes? –Preguntó la mayor.
- Sí. Tú, por ser la que más edad tienes de las tres, se te concederá el roble, antiguo y sabio. A ti, por ser la mediana, se te dará un alcornoque, resistente y fuerte; y a ti, la más pequeña, crecerá de tu pelo asimismo un fresno, fresco y juvenil.
Había que decir que cada árbol se adaptaba a la imagen y semejanza de cada hermana, de manera que el jilguero quitó un pelo a cada niña del largo cabello y lo plantó con el pico en la tierra. Poco más tarde, el jilguero se despidió de ellas hasta que se volviesen a encontrar.
Al pasar tres años, los árboles, los tres por igual, alcanzaron un tamaño gigante para el tiempo escaso que había transcurrido, puesto que tenían que tener la altura de un arbusto y tenían las proporciones, a decir verdad, de un árbol centenario.
Esa rapidez en el crecimiento asombró para bien a los grandes duques y a sus hijas, pero, por otro lado, los nobles padres no sabían a ciencia cierta el origen y la aparición repentina de esos árboles, y suponían que los habrían trasplantado de otro sitio los muchos jardineros que trabajaban en los jardines del inmenso castillo. Cosa que, bien mirada, era del todo razonable.
- Cuidarlos como si fueseis vosotras, porque, en verdad, es una imagen vuestra –les recordaba el pinzón constantemente.
- ¿Qué ocurre si mueren? –le preguntaban muchas vez.
- Si mueren o decaen es porque vosotras mismas en el fondo morís y decaéis. Habría un remedio y ese sería fatal. Nunca olvidéis: “Las plumas serán viento, si los Tres, y sólo los Tres, perecen en algún momento”.
Esa frase quedó grabada en ellas, pero no entendieron su significado real... Con el paso del tiempo los tres árboles se elevaron y medraron más hasta alcanzar la altura de las torres más altas del castillo de los grandes duques. Desde aquellos días, las niñas eran unas bonitas y elegantes doncellas que se apoyaban cada una en el tronco o bien del alcornoque y del fresno, o bien del roble.
Bajo la sombra de las ramas se contaban buenas vivencias de la infancia y de la vida que les sabía a frutas dulces, de los días de cuando eran niñas y todo era reino de rosas y hadas. Leyendo las tres libros de novelas románticas y a la vez novelas de caballería y épicas, mientras relataban episodios tiernos de mujeres que conocieron a su apuesto príncipe azul o de heroínas que vivían aventuras con caballeros andantes…
Muchas veces las hermanas disputaban carreras entre ellas para ver quién de las tres llegaba antes hasta uno de los árboles, o a ver quién tocaba la rama más alta o pasaba más tiempo a la sombra. También las chicas jugaban al veo-veo, al pillapilla y se comparaban los cabellos para comprobar cuál era el que más tiraba a rubio ante la luz de la mañana.
Acabando el día después de una larga y ociosa actividad, después de horas y horas de no parar de moverse y de no dejar descanso al cuerpo, las hermanas se retiraban baldadas a cenar con sus padres. A la vez, hablando de comidas, a las chicas les gustaban los helados, y decían que sabían mejor tomándolos en la naturaleza.
Cuán bonito era verlas tumbadas a las tres, bebiendo un buen vino blanco y bañándose de los rayos dorados del sol. Demasiado, por gracia, disfrutaron las jóvenes de aquellos tiempos dichosos… Un día después de una tormenta gris y negra, violenta y duradera, las hermanas se levantaron con mal pie y las tres niñas no quisieron ni comer con sus padres los grandes duques.
Su carácter se había avinagrado y los sentimientos que transmitieron a los árboles como la resistencia y la fuerza del alcornoque de la mediana, o las otras cualidades que formaban sus distintas personalidades, se habían enturbiado y cambiado para mal. Y, entonces, al haberse denigrado estas virtudes, la pobreza moral de sus corazones afectó al fresno, al alcornoque y al roble.
Las tres tras la tormenta maldita de la víspera pasada se marchitaron, languidecieron, y perdieron el encanto y la majestad de antaño. Eso defraudó a las hermanas y terminaron por repudiar a los árboles… tanto… tanto que no quisieron saber nada más de ellos.
Con el paso del tiempo los tres árboles decrecieron y desmedraron de una forma preocupante y llegaron casi a ser trozos de madera que sobrevivían por las lluvias. Los grandes duques estuvieron a punto de mandar a los jardineros que podasen aquel enjambre de pobres y desmejorados troncos.
Pero antes de que estos hombres hiciesen tal cometido… el pinzón se posó un día en la ventana de la alcoba donde dormían las tres jóvenes.
- ¿Cómo ha podido llegar a pasar esto? –les trinó con la voz chocada-. ¿Cómo se han terminado por marchitar esos árboles? Eran los árboles más bonitos y espléndidos de este gran ducado, incluso lo decía hasta vuestro padre el gran duque. ¿Qué me decís? Habrá una explicación. Si no, no me lo explico.
- No servimos para cuidar esos árboles, de manera que no es nuestro problema –dijo la mayor, taciturna-. Simplemente, no va con nosotras.
- No, no servimos –dijo la mediana-. No, no valemos.
-Ni queremos hacerlo –terminó la pequeña algo molesta.
- Pues vosotras veréis con vuestros ojos la ruina que decaerá en caso de que no os mostréis ante la vida como erais en un pasado. Si las facultades de antes eran las que os mantenían; ahora estáis a punto de caer. Más os vale meditarlo un par de veces antes de incidir en el error de renunciar a ser vosotras mismas.
Esa tormenta, por lo que veo, dado vuestro estado de ánimo, ha debido de afectaros fatídicamente.
- ¿Entonces qué pretendes? –preguntó la mayor, dado que era la más antigua y sabia, como el roble-. Contesta: ¿qué quieres que hagamos pinzón? No nos quedan muchas alternativas. No tenemos ganas. Ni ilusión. No nos queda otra cosa que olvidarnos de lo que fuimos. No queremos estar ni con nuestros padres, los grandes duques.
Las otras hermanas asintieron con la cabeza dándole lastimeramente la razón a la de más edad. El pinzón ante la degradación moral de las jóvenes, decidió reemprender el vuelo y tomar una decisión lo antes posible, pero, claro está, lejos de allí, porque ese castillo estaba sufriendo, sino antes por lo menos ahora, los hechizos o los misterios oscuros de una sombra engendrada por esa tormenta.
Y eso despistaba al pinzón; he ahí que se fuera unas semanas. Las tres doncellas, mientras tanto, malvivían a la sombra de su felicidad; y desganadas, olvidaban aquellos días dorados donde se tumbaban bajo la sombra luciente y fresca de sus amigos de madera y hoja, al abrazo del sol y de las risas deliciosas como frutas dulces. Ya no todo era como en días pasados, ya no todo era como antes…
El pinzón, mientras tanto, llegó a las fronteras de aquel país después de un largo y cansado viaje. Por fortuna, se comunicó con Findes “Clarín de Oro”, gran músico, gran clarinero, que tocaba su instrumento con un amor y una armonía, de la suavidad de las mariposas y de la intensidad y el fulgor radiante del sol.
El pinzón le pidió no sólo consejo entre otras; pero también reclamó su presencia. Y, por fortuna, la tuvo. Findes “Clarín de Oro” corrió y no perdió arriba el vuelo del pinzón hasta, después de días y días de ejercicio y algún que otro imprevisto, estuvieron enfrente de los tres árboles medio muertos.
El clarín bañado en plata y engastado con rubíes azules, transmitió un sonido que recordaba a las mil maravillas del mundo y a la música armoniosa de espesos valles y dorados bosques. Era un sonido que si fuese una imagen: serían como cientos de cientos de hadas magnificando las ramas y recuperando la robustez y la solemnidad de antaño.
Ese clarín, so gozo de cualquier oído, revivió con dificultad pero eficiencia al alcornoque, al fresno y al viejo roble. La vida y la lozanía volvió a ellos, protegidos por una misteriosa fuerza, por una misteriosa curación. Las hojas brotaron en un mar de vida, y el color marrón y verde recorrió las cortezas.
Para cuando las hijas de los grandes duques se disponían a salir del castillo al escuchar esa melodía, Findes “Clarín de Oro” estaba llorando en el suelo. Sea como fuera, pinzón ya… ¡ya no estaba! ¿Qué había…? ¿Qué ocurría? Todos se aproximaron: los condes, muchos plebeyos, más nobles e incluso soldados del castillo.
No obstante, las tres hermanas no fueron las primeras en acercarse a Findes que tenía la palma de la mano abierta y en ella descansaba un herido y magullado pajarillo. Era… era el pinzón… Antes de que nadie dijese nada, sopló una corriente con fuerza y el pinzón se convirtió en mil plumas que se transformaron en el aire, padre de los vientos.
Luego todos lloraron y fue entonces cuando dijo la mayor de las tres hermanas, mientras Findes tocaba el clarín: - >>“Las plumas serán viento, si los Tres, y sólo los Tres, perecen en algún momento…” Con esto quiero recordar que este increíble pinzón ha puesto su vida sobre la nuestra con la condición de que nosotras y estos árboles nunca muriésemos.
Y, por dicha, por mucha dicha para nosotras, se ha cumplido. Jamás habrá un pajarillo como aquel, jamás en el mañana resonaran sus trinares; pero le honraremos cuidando cada día este alcornoque, este fresno y este viejo roble. Semanas más tarde las tres jóvenes se vieron recuperadas y los grandes duques montaron una gran y pomposa cena e invitaron a grandes personajes de la época y a Findes “Clarín de Oro”, que armonizó con música la celebración estupendamente.
Y tanto y tanto lloraron las hijas de los grandes duques, que las lágrimas se vertieron dentro de las copas de vino que bebían, y eso les aportó dicha y una vida más larga y plácida para que el carácter de cada una no sufriese cambios.
Sencillamente esas lágrimas eran mágicas, de manera que rieron y rieron, cual si fuese la primera vez, hasta dolerles la tripa y sonrojarse los mofletes, siendo felices por siempre bajo la sombra de un fresno, un alcornoque y un roble.
La mujer, ante la presencia apuesta y noble del gran duque, cedió encantadamente. Después de casarse concibieron tres hijas. Los años que llegaron a continuación fueron prósperos y felices, pues estaban afincados en el castillo del gran duque, pegado a un bosquecillo fresco y fértil. ¡Olía a plenitud y paz.
A este mismo bosquecillo bien solían ir a jugar al escondite las hijas de los grandes duques. Un día, cuando se divertían con sus juegos cotidianos, un pinzón descendió primorosamente ante ellas y de cierto les dijo el pájaro: -Sois las hijas del gran duque y bienaventuradas seáis. Si me dais un pelo de vuestro cabello lo plantaré para que, entonces, crezca más tarde un árbol por cada pelo vuestro.
- ¿Cómo es eso? –Se extrañaron las tres niñas después de murmurar entre ellas sospechas.
- ¿Y serán árboles diferentes? –Preguntó la mayor.
- Sí. Tú, por ser la que más edad tienes de las tres, se te concederá el roble, antiguo y sabio. A ti, por ser la mediana, se te dará un alcornoque, resistente y fuerte; y a ti, la más pequeña, crecerá de tu pelo asimismo un fresno, fresco y juvenil.
Había que decir que cada árbol se adaptaba a la imagen y semejanza de cada hermana, de manera que el jilguero quitó un pelo a cada niña del largo cabello y lo plantó con el pico en la tierra. Poco más tarde, el jilguero se despidió de ellas hasta que se volviesen a encontrar.
Al pasar tres años, los árboles, los tres por igual, alcanzaron un tamaño gigante para el tiempo escaso que había transcurrido, puesto que tenían que tener la altura de un arbusto y tenían las proporciones, a decir verdad, de un árbol centenario.
Esa rapidez en el crecimiento asombró para bien a los grandes duques y a sus hijas, pero, por otro lado, los nobles padres no sabían a ciencia cierta el origen y la aparición repentina de esos árboles, y suponían que los habrían trasplantado de otro sitio los muchos jardineros que trabajaban en los jardines del inmenso castillo. Cosa que, bien mirada, era del todo razonable.
- Cuidarlos como si fueseis vosotras, porque, en verdad, es una imagen vuestra –les recordaba el pinzón constantemente.
- ¿Qué ocurre si mueren? –le preguntaban muchas vez.
- Si mueren o decaen es porque vosotras mismas en el fondo morís y decaéis. Habría un remedio y ese sería fatal. Nunca olvidéis: “Las plumas serán viento, si los Tres, y sólo los Tres, perecen en algún momento”.
Esa frase quedó grabada en ellas, pero no entendieron su significado real... Con el paso del tiempo los tres árboles se elevaron y medraron más hasta alcanzar la altura de las torres más altas del castillo de los grandes duques. Desde aquellos días, las niñas eran unas bonitas y elegantes doncellas que se apoyaban cada una en el tronco o bien del alcornoque y del fresno, o bien del roble.
Bajo la sombra de las ramas se contaban buenas vivencias de la infancia y de la vida que les sabía a frutas dulces, de los días de cuando eran niñas y todo era reino de rosas y hadas. Leyendo las tres libros de novelas románticas y a la vez novelas de caballería y épicas, mientras relataban episodios tiernos de mujeres que conocieron a su apuesto príncipe azul o de heroínas que vivían aventuras con caballeros andantes…
Muchas veces las hermanas disputaban carreras entre ellas para ver quién de las tres llegaba antes hasta uno de los árboles, o a ver quién tocaba la rama más alta o pasaba más tiempo a la sombra. También las chicas jugaban al veo-veo, al pillapilla y se comparaban los cabellos para comprobar cuál era el que más tiraba a rubio ante la luz de la mañana.
Acabando el día después de una larga y ociosa actividad, después de horas y horas de no parar de moverse y de no dejar descanso al cuerpo, las hermanas se retiraban baldadas a cenar con sus padres. A la vez, hablando de comidas, a las chicas les gustaban los helados, y decían que sabían mejor tomándolos en la naturaleza.
Cuán bonito era verlas tumbadas a las tres, bebiendo un buen vino blanco y bañándose de los rayos dorados del sol. Demasiado, por gracia, disfrutaron las jóvenes de aquellos tiempos dichosos… Un día después de una tormenta gris y negra, violenta y duradera, las hermanas se levantaron con mal pie y las tres niñas no quisieron ni comer con sus padres los grandes duques.
Su carácter se había avinagrado y los sentimientos que transmitieron a los árboles como la resistencia y la fuerza del alcornoque de la mediana, o las otras cualidades que formaban sus distintas personalidades, se habían enturbiado y cambiado para mal. Y, entonces, al haberse denigrado estas virtudes, la pobreza moral de sus corazones afectó al fresno, al alcornoque y al roble.
Las tres tras la tormenta maldita de la víspera pasada se marchitaron, languidecieron, y perdieron el encanto y la majestad de antaño. Eso defraudó a las hermanas y terminaron por repudiar a los árboles… tanto… tanto que no quisieron saber nada más de ellos.
Con el paso del tiempo los tres árboles decrecieron y desmedraron de una forma preocupante y llegaron casi a ser trozos de madera que sobrevivían por las lluvias. Los grandes duques estuvieron a punto de mandar a los jardineros que podasen aquel enjambre de pobres y desmejorados troncos.
Pero antes de que estos hombres hiciesen tal cometido… el pinzón se posó un día en la ventana de la alcoba donde dormían las tres jóvenes.
- ¿Cómo ha podido llegar a pasar esto? –les trinó con la voz chocada-. ¿Cómo se han terminado por marchitar esos árboles? Eran los árboles más bonitos y espléndidos de este gran ducado, incluso lo decía hasta vuestro padre el gran duque. ¿Qué me decís? Habrá una explicación. Si no, no me lo explico.
- No servimos para cuidar esos árboles, de manera que no es nuestro problema –dijo la mayor, taciturna-. Simplemente, no va con nosotras.
- No, no servimos –dijo la mediana-. No, no valemos.
-Ni queremos hacerlo –terminó la pequeña algo molesta.
- Pues vosotras veréis con vuestros ojos la ruina que decaerá en caso de que no os mostréis ante la vida como erais en un pasado. Si las facultades de antes eran las que os mantenían; ahora estáis a punto de caer. Más os vale meditarlo un par de veces antes de incidir en el error de renunciar a ser vosotras mismas.
Esa tormenta, por lo que veo, dado vuestro estado de ánimo, ha debido de afectaros fatídicamente.
- ¿Entonces qué pretendes? –preguntó la mayor, dado que era la más antigua y sabia, como el roble-. Contesta: ¿qué quieres que hagamos pinzón? No nos quedan muchas alternativas. No tenemos ganas. Ni ilusión. No nos queda otra cosa que olvidarnos de lo que fuimos. No queremos estar ni con nuestros padres, los grandes duques.
Las otras hermanas asintieron con la cabeza dándole lastimeramente la razón a la de más edad. El pinzón ante la degradación moral de las jóvenes, decidió reemprender el vuelo y tomar una decisión lo antes posible, pero, claro está, lejos de allí, porque ese castillo estaba sufriendo, sino antes por lo menos ahora, los hechizos o los misterios oscuros de una sombra engendrada por esa tormenta.
Y eso despistaba al pinzón; he ahí que se fuera unas semanas. Las tres doncellas, mientras tanto, malvivían a la sombra de su felicidad; y desganadas, olvidaban aquellos días dorados donde se tumbaban bajo la sombra luciente y fresca de sus amigos de madera y hoja, al abrazo del sol y de las risas deliciosas como frutas dulces. Ya no todo era como en días pasados, ya no todo era como antes…
El pinzón, mientras tanto, llegó a las fronteras de aquel país después de un largo y cansado viaje. Por fortuna, se comunicó con Findes “Clarín de Oro”, gran músico, gran clarinero, que tocaba su instrumento con un amor y una armonía, de la suavidad de las mariposas y de la intensidad y el fulgor radiante del sol.
El pinzón le pidió no sólo consejo entre otras; pero también reclamó su presencia. Y, por fortuna, la tuvo. Findes “Clarín de Oro” corrió y no perdió arriba el vuelo del pinzón hasta, después de días y días de ejercicio y algún que otro imprevisto, estuvieron enfrente de los tres árboles medio muertos.
El clarín bañado en plata y engastado con rubíes azules, transmitió un sonido que recordaba a las mil maravillas del mundo y a la música armoniosa de espesos valles y dorados bosques. Era un sonido que si fuese una imagen: serían como cientos de cientos de hadas magnificando las ramas y recuperando la robustez y la solemnidad de antaño.
Ese clarín, so gozo de cualquier oído, revivió con dificultad pero eficiencia al alcornoque, al fresno y al viejo roble. La vida y la lozanía volvió a ellos, protegidos por una misteriosa fuerza, por una misteriosa curación. Las hojas brotaron en un mar de vida, y el color marrón y verde recorrió las cortezas.
Para cuando las hijas de los grandes duques se disponían a salir del castillo al escuchar esa melodía, Findes “Clarín de Oro” estaba llorando en el suelo. Sea como fuera, pinzón ya… ¡ya no estaba! ¿Qué había…? ¿Qué ocurría? Todos se aproximaron: los condes, muchos plebeyos, más nobles e incluso soldados del castillo.
No obstante, las tres hermanas no fueron las primeras en acercarse a Findes que tenía la palma de la mano abierta y en ella descansaba un herido y magullado pajarillo. Era… era el pinzón… Antes de que nadie dijese nada, sopló una corriente con fuerza y el pinzón se convirtió en mil plumas que se transformaron en el aire, padre de los vientos.
Luego todos lloraron y fue entonces cuando dijo la mayor de las tres hermanas, mientras Findes tocaba el clarín: - >>“Las plumas serán viento, si los Tres, y sólo los Tres, perecen en algún momento…” Con esto quiero recordar que este increíble pinzón ha puesto su vida sobre la nuestra con la condición de que nosotras y estos árboles nunca muriésemos.
Y, por dicha, por mucha dicha para nosotras, se ha cumplido. Jamás habrá un pajarillo como aquel, jamás en el mañana resonaran sus trinares; pero le honraremos cuidando cada día este alcornoque, este fresno y este viejo roble. Semanas más tarde las tres jóvenes se vieron recuperadas y los grandes duques montaron una gran y pomposa cena e invitaron a grandes personajes de la época y a Findes “Clarín de Oro”, que armonizó con música la celebración estupendamente.
Y tanto y tanto lloraron las hijas de los grandes duques, que las lágrimas se vertieron dentro de las copas de vino que bebían, y eso les aportó dicha y una vida más larga y plácida para que el carácter de cada una no sufriese cambios.
Sencillamente esas lágrimas eran mágicas, de manera que rieron y rieron, cual si fuese la primera vez, hasta dolerles la tripa y sonrojarse los mofletes, siendo felices por siempre bajo la sombra de un fresno, un alcornoque y un roble.
FIN
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