El trol y el pastelero. Parte 2

       El repostero le miró con los ojos bien abiertos y con su delantal y gorro de pastelero. Antes de que nadie dijese nada, los policías a caballo de hace semanas que se encargaban de la vigilancia de dicha aldea, le gritaron y amenazaron al grandullón. El pastelero dio un salto y se metió en la tienda. Los policías rodearon el establecimiento y al final la criatura escapó por una salida trasera. El apresurado trol, si bien es verdad, huyó al bosque al perseguirle los policías incansablemente y se encontró que sin querer se había llevado el gorro del pastelero sin saber el motivo. Dentro vio que había unas galletas desmigajadas y un par de panecillos dulces. Como al trol le sonaban las tripas y no encontraba caminantes por los senderos de los bosques colindantes, a los cuales buscó en vano y ansiosamentedurante media docena de horas, terminó por comerse con desgana lo encontrado dentro del gorro del pastelero.

-          ¡Y ahora me tengo que llevar a la boca esta basura! –escupió la bestia con mala uva antes de hacerlo.

          Al principio no le hizo mucha gracia, incluso sintió arcadas y asco; pero luego al dejar de meditar y saborearlo de verdad, dejando a un lado las tradiciones trolescas y la voracidad de los suyos, las paladeó con un gusto de muerte e incluso dijo cosas para sí como: “Mmm… éstas gallitas o gallotas o cómo se diga están… están extremadamente buenas. Si al final, para colmo, me terminará agradando estas rancideces de humanos.” Indirectamente, el trol se aficionó así al mundo de la pastelería y al poco tiempo se fue pasando por el obrador, donde el pastelero amasaba roscones, horneaba bollos y trabajaba una rica variedad de masas. 

      Al trol le gustaron tanto que perdió el olfato de la caza y el gusto de los troles de la montaña. Siempre el monstruo se acercaba al obrador; pero nunca se atrevía a entrar en el taller, y en unas cuantas ocasiones casi el pastelero le descubre observándole tras una de las puertas traseras de la trastienda. Aunque, por fortuna, esa vez no le pilló. Sin embargo, un día sí que le vio… y el pastelero con los ojos fijos de miedo y con los huesos helados como cada vez que estaba a poca distancia de la criatura, invitó al trol reuniendo en su voz la mayor calidez: - Entra, entra… ¿Te apetece? ¿Gustas, amigo?

        El trol al principio meditó en sacar las garras, gritar trolescamente o entresacar los dientes con la mayor de las rabias, pero, si he de ser sincero, se comportó, y mucho. El pastelero le ofreció las galletas que probó el otro día (y aprendió a decir bien el nombre) y no las rechazó, comiéndoselas con un placer nunca sentido. Luego inesperadamente comenzaron las charlas, las cosas en común (aun por pocas que fueren), los chistes, las risas y las bromas… y así cada día al final de la jornada: el pastelero y el trol se juntaban para tomar té y charlar amigablemente del azúcar glas, del tipo de harinas reposteras y de la elaboración de masas. El trol durante semanas y meses compartió plato y taza con el amigo humano y se conocieron con el paso de los días hasta forjarse, entre ellos, una sólida amistad con el paso de los años.

        Siempre quedaban ambos sobre las ocho de la tarde, cuando el sol ardiente como fuego se escondía por entre las montañas, ahí era el momento en el que el trol entraba al taller y hacían una merendola a base de lo que no se había vendido a lo largo de la tarde. O sea que gozaban de un rico y variado repertorio de dulces que, ni en el peor de los casos, nadie en sano juicio negaría. ¡Cuántos atracones se daban!, ¡cuántos!… y a cada panzada el trol sentía disminuir en tamaño un par de centímetros, pero creía que era parte de su escasa imaginación y lo consideraba simplemente una preocupación tonta e infundada.

         Las primeras semanas decreció un par de dedos; luego su altura era la de un trol mediano de cueva; al poco tiempo la de un ogro. Más tarde, después de un largo domingo lejano, se encontró que el taparrabos que vestía se le caía al haber disminuido en tamaño un metro por lo menos. De ese modo, sin enterarse, la criatura fue cogiendo la estatura de un varón humano. Y así hubo un día en el que el trol se notó diferente y mientras comían un bizcocho de chocolate comentó: - Oye, pastelero, no me notas algo cambiado… No sé algo distinto; me noto con mucha fuerza pero lo veo todo más imponente y claro… Observo el mundo como si fuese más grande, como si me costase darle alcance con la facilidad de otros tiempos.

-          Pues ahora que lo dices no te lo confesé –dijo el pastelero retirándose las migas del delantal-, sin embargo, has de saber, y no te lo tomes a mal, que, extrañamente estás… estás empequeñeciendo, amigo trol. Antes te costaba entrar por la puerta del obrador; ahora, en cambio, te sobran varios palmos para que tu cabeza se golpee con el techo. Estás encogiendo por duro que sea admitirlo.

-          Eso, eso es lo que me temía –acabó el pequeño trol con una cara de preocupación, como si se hubiese zambullido en una piscina natural helada-. Me noto que hasta los hombres, que hace tiempo que no pruebo, son casi de mí mismo tamaño, pastelero. Y… y… no me lo explico, no lo entiendo… Esto… –meditó con voz tonta y pesada-. Quizá, quizá sean por los pasteles. Cuando antes me comía ganados de ovejas y aldeas de hombres nunca me ocurrió este cambio.

-          Esos fueron otros tiempos, y lo sabes, lo sabes muy bien, demasiado bien. Por eso no te renta volver a esos crueles hábitos. Los pasteles están llenando de bondad tu corazón; los actos y la rebeldía, la ira y la maldad, la gula y la ambición; han pasado a ser humildad, paz, amistad, risa y calma, amigo trol.

          No le faltaba razón al pastelero. El trol al ir a las afueras de la aldea y después de dar un abrazo a su amigo pastelero hasta verse para el día siguiente, la criatura cruzaba un puente cuando los dos policías a caballo de la otra vez le cortaron acusadoramente el paso.

-          ¿Qué estás tramando? ¿Te has atiborrado ya, maldito? –le gritaba uno.

-          ¿O esperando a comer a algún indefenso que llega tarde para refugiarse bajo un tejado o para cobijarse en su casa? ¿Qué creías? –escupía otro-. ¿Pensabas llenar tu olla para la cena, no?¡Maldita criatura indecente! ¡Matador! ¡Tragón!

         Antes de que el trol se escapase por el lado contrario de donde vino, los policías se le echaron encima y le arrestaron (pero si bien creían que era el hijo del trol), pues esta vez le vieron igual de grande que un niño de diez años. ¡Encima los policías no paraban de acusarle y de amenazarle! El trol enojadísimo al no ser tan fornido y grandote se tuvo que contener por mucho que hubiese querido aporrearles con una maza. Los policías así le llevaron detenido a los calabozos donde estuvo encerrado unas cuantas noches. El trol acostumbrado a los espacios grandes lo pasó muy mal y se fue mentalizando de que no era el trol enorme y temible de hace años, sino una criatura indefensa, empequeñecida, sin fuerzas no solo para intimidar (cosa que ya no deseaba desde la amistad forjada con el pastelero) asimismo para protegerse y evitar riesgos.

          Había muchos que le repudiaban, pues esas gentes no olvidaban el daño que les infringió, pero, también, justo es admitir, que esas personas que tanto le odiaban no conocían al nuevo trol. El único que le conocía, su único amigo y compañero, la persona que compartía mesa y taza con él se presentó (al enterarse el pastelero por el: boca boca), y decidió pagar lo que ganó ese mes para liberarle. Con el paso de los días, el pastelero a pesar de las malas habladurías y de las críticas que llovían hacia él, no hizo caso a los vecinos y los ignoró. Sin embargo, aquí no acaba todo, puesto que los aldeanos dejaron de comprar en esa pastelería y sólo eran demasiado pocos los que se gastaban el dinero en bollos azucarados, pasteles y dulces. 

         Pero en ese tiempo, a pesar de la crisis, el pastelero tiró para adelante y aprovechó cada momento para potenciar las técnicas de repostería y para enseñar, asimismo, el oficio al trol que le nombró con gusto ayudante de pastelería. Las semanas que vinieron: se consolidó mucho más la amistad y se convirtieron en amigos inseparables a la vez que la criatura que no iba a encoger (pues su altura juvenil no decrecía más), aprendió satisfechamente el oficio y las virtudes de aquel tan bonito gremio.

        Con el paso del tiempo la clientela bajó de una manera preocupante por lo que no tenían que amasar y trabajar tantas harinas y masas. Pero, todo tiene un límite, y ambos, por duro que fuera reconocerlo, se las había ido al traste el negocio. Y, desafortunadamente, tuvieron que cerrar la pastelería entera y el obrador, y quedar tristemente desempleados. ¡Cómo era la vida a veces! ¡Qué dura y cruel! ¡Qué difícil e inesperada! El pastelero se dedicó a ganarse la vida haciendo bizcochos en su vieja casa donde aún le quedaba un horno pequeñuelo, y, consiguió, aunque difícilmente, acabar con la libertad vigilada que tenía la policía sobre la criatura.

        El pastelero pagó una buena multa que le dejó más pobre de lo que estaba. La gente poco a poco le empezó a negar el saludo, no querían saber nada de él, porque, se relacionaba con un, como decían ellos, monstruo horrible sin corazón.

        Al pastelero los bizcochos se los compraban sólo las ancianas de la aldea, viejas amigas de sus difuntos padres que también eran pasteleros; y asimismo los viejos amigos de vecindad que le quedaban, que eran menos de los que se contaban con los dedos de una mano. Gracias a ellos el hombre se pudo ganar el pan como el trol que se construyó una casa pequeña en el jardincillo del pastelero. Nadie les hacía a ambos normalmente visitas, ni les escribían cartas, ni se interesaban por ellos, a excepción, de sus buenos colegas.

          Sin embargo eso no le importaba, porque, claramente, le tenían manía al hombre por el simple hecho de que el pastelero convivía con un trol. Aunque eso, si no lo sabíais, terminó por acabarse, pues una mañana de suave sol, cuando el calor del verano huyó con los vientos del joven otoño, el pastelero vendió esos bizcochos y más cosas ricas en medio de la plaza de la aldea, cosa que antes, durante esa temporada anterior, no se atrevió. Las gentes les miraban ceñudas e inconformes, pero el pastelero gritaba: - … ¡Galletitas, pasteles, trenzas, bollos, bizcochos, bizcochos, muchos bizcochos…! ¡Tenemos de todo! ¡No os lo perdáis, no lo podéis rechazar, vecinos! ¡Y también con chocolate, con mucho chocolate!

         A lo que el pequeño trol acompañaba con voz pregonera, tamboreándose con las manos la barriga y haciendo resonar sus botas que le llegaban hasta las rodillas: - … ¡Y las mejores ensaimadas! ¡Las mejores ensaimadas de las aldeas de las montañas! ¡Y pastas…, pastas con almendras y golosinas!

         Los aldeanos se fueron acercando con lentitud: primero los menos reticentes y contrarios; luego los que estaban más amargados y en desacuerdo. Al final, uno por uno, fueron comprando, porque los que adquirían el producto decían cosas como: “¡Buenísimo! ¡Es una delicia! ¡Quiero otro!” Después de que el pastelero escuchase esas buenas críticas y de que los vecinos empezasen a verles con otros ojos, dijo: - ¡Esto que decís que está muy bueno y todo eso es producto y obra del trol, de mi amigo el trol para que lo sepáis! –Esa aldea y otras muchas que también estaban allí le observaban con expectación-. ¡Sí, en efecto, yo se lo enseñé, yo le aleccioné en este oficio, pero la mayoría de lo vendido es el resultado final de sus manos!

          La sociedad igual de necia que siempre era por fuera y por dentro mezquina y mentirosa. Aun así al trol le felicitaron mucho, le dijeron que las elaboraciones eran una auténtica delicia e incluso llegaron a admirarle y a alabarle. Los dos policías que no hace mucho le arrestaron y maltrataron, le pelotearon y expresaron falsamente palabras bonitas, por el hecho, expreso, de que la mayoría lo hacía; pero no por voluntad real. ¡Eso les sirvió para saber cómo era el mundo! 

           Desde ese momento, el pastelero no dejó nunca de ser amigo del trol, se montaron una pastelería más grande y mejor, y aprendieron que la sociedad valora a uno de primeras su aspecto o por su apariencia física en vez de por los valores internos, sin molestarse, si quiera, en conocer a una persona como se merece antes de criticarla y juzgarla.

FIN


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