Príncipes negros

En un reino muy bello aunque decante reinaba parcialmente un rey que por aquel entonces tenía muchos varones como hijos que eran todos ellos príncipes malvados a excepción de una hija, que por el contrario, estaba colmada de lindeza y de buen corazón. Los destellos del día se plasmaban en sus ojos, el rostro era adorablemente agraciado y decían que cuando cantaba hacía brillar los ríos, iluminaba y alegraba a los tristes y hacía florecer los árboles. Todos la conocían bajo su nombre: Maril. Intentaba, siempre que la joven podía, distanciarse y no relacionarse con la vida de castillo y con el resto de su familia y de la realeza, porque a todos ellos les corrompía la traición, la codicia y la malignidad.
      Y, claro está, para verles lo menos posibles en esas ocasiones se iba a dar largas caminatas por las praderas que rodeaban el palacio de su padre que era tan anciano, que, aún siendo el soberano de esas tierras, poseía menos potestad y mandato por la vejez y la muerte que se cernía vecina sobre sus desgastados y arrugados hombros, que un emperador fuera de las fronteras de sus grandes dominios. 
     Por eso, Maril se evadía y no trataba apenas con sus hermanos a los que llamaba ella personalmente: “los príncipes negros” por la oscura maldad, que años atrás, les llevaba entenebreciendo el alma y por ser tan contrarios a la bondad y al amor, desenfrenándose en la vida a medida que maduraban y crecían. ¡Qué familia tan mala le tocó a la princesa! ¡Si su fallecida madre, la reina, levantara la cabeza!... ¡Lo que haría! ¡¡Lo que lloraría!! Hubo una mañana de primavera que Maril contaba con algo de tiempo libre y salió a pasear por una arboleda de almendros para tomar el aire y relajarse, llevándose consigo un cantero para llenarlo en la fuente más formidable del reino y de la que manaba el mejor agua, decían, del mundo entero. Maril no se entretuvo y, cuando estaba llenando el recipiente de barro, se le apareció delante un hada que le concedió un deseo. 
    La princesa, que era sencilla, la mayor ilusión que tenía es que tuviera salud y que el bien reinara por encima de todo; pero como daba por hecho que, a pesar de tener unos hermanos malévolos y su padre estaba enfermo, consideraba y creía, en verdad, que el reino estaba en buen estado. Y como estaba en buen estado para qué querría arreglarlo; por tanto, no tendría sentido. “Sí, el mal que tienen mis hermanos cuando vayan creciendo y hereden el trono se les irá pasando esa bobería y empezaran a ser buenos y maduros. 
    Pero demasiada ingenua era la princesa para creer en eso; por ser poco inteligente y fiel hija de la ingenuidad pidió que su voz fuera la más hermosa de la faz de la Tierra y que poseyera un laúd y una armonía y una musicalidad inigualables. Con los años Maril se fue arrepintiendo de pedir ese deseo, porque a la muerte del rey los príncipes se mataron entre ellos para ver quién heredaba el trono hasta que, como era imaginable, el mayor de todos y sucesor verdadero y legítimo que era el más malvado de toda esa panda de malas y desangeladas criaturas, fue, sin duda, el que fue coronado nuevo rey. Los cadáveres de los príncipes muertos los arrojó al foso del castillo y a la única que dejó con vida es a la princesa que la trataba a patadas y que la decía de todo menos palabras bonitas. Maril, por eso mismo, pasaba el menor tiempo bajo los techos enmohecidos del castillo que iba perdiendo belleza y hasta la memoria de su padre se oscurecía bajo la perversidad que flotaba en el ambiente. 
     Cada día morían inocentes, las leyes no se cumplían y a los buenos se les trataba como malos y a los malos como buenos. Maril iba mucho a los bosques colindantes y con esa voz prodigiosa tocando el laúd de oro alejaba su corazón de la oscuridad y de la maldad de su hermano, acudiendo miles de pájaros y a veces de aves enormes que venían de países vecinos al escucharla y se quedaban degustando los momentos musicales e inolvidables. Los animales, los árboles, las plantas, las criaturas fantásticas y hasta hombres, mujeres y niños se acercaban, cuando les permitían los deberes y labores, y oían el celestial canto de la princesa que parecía una diosa caída, tañendo las cuerdas chispeantes del laúd. Entretanto, el rey se entretenía yendo de caza, insultando a su corte cuando le placía, malgastando sus riquezas y amenazando o matando a aquel que no ejecutara sus órdenes. 
     Aquel que no cumpliera con lo que el joven y egoísta monarca quisiera se le ahorcaba y luego los cuervos se comían sus hediondos restos, como les ocurrió a muchos que le llevaron la contraria, que se interpusieron, que se revelaron o se levantaron en armas contra el rey. En las fiestas y grandes banquetes el gobernante ridiculizaba a sus generales, se reía de sus mujeres, minusvaloraba a sus siervos y ponía a parir a los que tenía delante de una forma de lo más impresentable y zafia. 
     Pero, francamente, a la gente le corroía tanto el miedo y el espanto que no intervenían, sin embargo. Manteniéndose al margen y no opinando era la manera en que actuaban, por sensatez, los subordinados del rey. Maril siempre que charlaba con su hermano lo hacía interpretando un papel distinto y mostrando diferente a como era en realidad, puesto que le entraban ganas de vomitar y se le revolvía hasta las tripas cuando se tenía que dirigir a él, pero no le queda otra que disimularlo. Y siempre que podía, desde luego, la princesa le evitaba. El único espacio del día en el que no podía salir del castillo, pues su hermano se lo prohibía, era al anochecer. Hubo una noche, sin embargo, que Maril logró con agilidad escurrirse por varias escaleras y esquivando un par de guardias se escapó del castillo con el laúd entre los brazos. 
     Bien llegó al lindero del bosque cuando, de repente, Maril se fijó que la luna estaba en cuarto menguante y que las estrellas salpicaban y colonizaban los cielos con una hermosura invalorable. La princesa comenzó a tocar el laúd con encanto, con sensibilidad, con sentimiento y, al alzar la vista, se encontró que descendía de la aguja dorada y polvorienta que era ahora la luna, un hombrecillo con barba platina que, chupando una pipa de la que salía un humo dorado y brillante, aterrizó perfectamente sobre la hierba soltando con destreza y bastante habilidad la cuerda, resoplando con gracia. “Ups, ups…”, dijo sonriendo. “¡Puf! Casi caigo mal, ¡pero al final ha ido formidablemente!” “Quién sois”, preguntó Maril confundida. “¿Me buscabais?” “Pues sí”, contestó el pequeño con holgada barba. “La verdad es que sí que os buscaba a vos, alteza. ¡Y he dado al final, por ventura, con vuestra graciosa persona!” 
      Sin decir más, el hombrecillo con barba le dio una flor negra, y antes de desaparecer entre chispas mágicas y destellos, le dijo a la princesa: “Alteza, vos debéis saber que esta flor sólo con comerla a quién se la deis morirá en el acto. Me han dicho muchas estrellas, puesto que cada una de estas damas se tira todas las horas nocturnas, colgadas, contemplándote, que sufres mucho y que hay un gobernante que no respeta a nadie, y que no ama lo que crece y prospera en este mundo…” Antes siquiera de que terminará, el pequeñín con barba se volatilizó momentáneamente en el aire tras una nube de resplandor. Maril estuvo los siguientes días tocando el laúd y repensando qué es lo que haría respecto a la flor. 
     Lo primero que pensó la princesa es que, sin duda, se le iba a dar al cruel rey, a su hermano mayor, para liquidarle y acabar con el mal de una vez por todas. Pero la chica entraba y entraba en contradicciones con bastante constancia, hasta que, una noche, un mes más tarde, se decidió definitivamente a asesinarle. Maril lo planeó todo con cautela y lo mantuvo con la mayor discreción y en soberano sigilo. Ssshh… ¡Sin levantar sospechas! 
     Lo que hizo la princesa fue otra cosa para que no fuera llamativo, pues no le podía servir la flor entera y decirle: ‘Oye, mira hermano: ¡cómetela!’ De tal modo, la picó y le dijo al cocinero real que era una pimienta molida y que le salpimentara la carne con esto que era delicioso y era una sorpresa que le quería brindar Maril. El cocinero asintió y no puso problemas. La princesa así cenó, al cabo de un rato, con el rey (que aún no se esposó) y con muchas autoridades y celebridades importantes del Estado. Bien estaban, al final, tomando el postre cuando, de repente, el rey comenzó a toser y a toser y la cara se le puso roja y se le desorbitaron los ojos. 
    Los camareros y ayudantes de sala le intentaron evitar el ahogo, e incluso algún miembro mañoso de la guardia real, pero nadie consiguió evitar el ahogamiento instantáneo que sufrió, desplomándose sobre la mesa como si fuera una ficha de ajedrez. Maril, disimulando, se llevó la mano a la cabeza y lloró y lo lamentó y los demás le copiaron e imitaron y realizaron el mismo burdo y teatral papel, pues, francamente, era un fingimiento. Nadie quería ni quiso a ese rey; todos desde que tomó posesión después del amado viejo monarca supieron que era el demonio en persona. 
     Así es que, para finalizar este cuento, debo decir que a Maril después se le coronó reina y se casó con un hombre justo y noble, y el reino prosperó y el castillo recuperó la grandeza de antes y la melodía de los pájaros que acompañaba con su formidable laúd, reinando el bien, la cordura y la prosperidad en adelante. 

             FIN

Comentarios

Entradas populares de este blog

El hombre de los pensamientos

La princesa mariposa

El rey de hielo