La Mujer de la Costa
Una vez un capitán de un buque de guerra naufragó y sus hombres fallecieron ahogados. Él fue el único superviviente y, para cuando se despertó, se hallaba en la playa de una isla. Vagó por aquel lugar, apartado de la civilización, dentro de la inmensidad del mar, distinguiendo al fin, tras recorrer leguas y leguas de selva, una choza deslustrada por los años, que se ubicaba en una de las costas de la recogida isla.
Antes de llamar a la puerta, una anciana jorobada, de nariz prominente y con un sombrero mínimamente picudo, sin previo aviso, le abrió.
- ¿Qué hay, señor? –dijo con una sonrisa arrugada-. No ha hecho falta ni que haya llamado. Le visto desde lejos. ¿Es usted militar?
- Sí, cierto, señora. Mi buque se ha hundido camino de mi patria por derribarnos la flota una inmensa orca... Mis marineros, lamentándolo, han muerto. He sobrevivido por poco, pero me siento morir por mis chicos caídos.
- Ay, eso es una lástima…
- He naufragado y el agua me ha traído hasta esta isla. He recorrido tierras y tierras para dar, por casualidad, con vuestra casa, señora –dijo con un gesto agotado. Tenía las ropas enfangadas pero no rotas, excepto algún descosido.
- No rechazará entonces mi invitación aque entre usted, capitán.
El capitán sonrió con alivio porque no sabía dónde caerse muerto.
- Por supuesto –dijo tras un momento-. No, no puedo declinar el grato ofrecimiento, señora.
De tal manera, el capitán de buque entró en la choza dejada, pestilente y oscurecida por las sombras de la isla.
- Aguarde, aguarde, capitán. Menos pronto de lo que crea estaré con usted otra vez. A más tardar será un segundo.
El capitán se sentó mientras en un sofá orientado a la terraza trasera. La choza tenía polvo y los muebles y todo era viejo y chirriaba. Eso no le inspiró confianza al capitán que temió haberse metido en la boca del lobo.
Al pronto, la vieja bajó las escaleras (pues era una casa de dos pisos y antes al ausentarse había subido). Las escaleras, también, como el resto de maderas poseídas, rechinaron.
- Bien –dijo la mujer-, deseo que se le haya hecho breve la espera. He supuesto que siendo usted militar y encima marinero podría acompañarme a pescar algo. Hay un lago muy bonito, a media mañana de mi casa. Ya sabe, nunca viene de más que un hombre fuerte y experimentado en el mar como usted coopere con una débil y vulnerable anciana como yo. Encima comeremos los dos por cuatro; hay truchas y salmones grandes en el lago y las aguas son muy limpias.
El capitán de buque con ganas de llevarse bien con la mujer, aceptó. No le salía negarse a un cometido así, y encima, en beneficio, podría comer. Cuando estuvieron pescando por el lago, en una barquilla oxidada y negra de la anciana, el capitán tras tirar varias veces y mostrarse paciente le dio a la rueda de la caña y sacó un buen salmón del tamaño de un brazo.
- ¡Bueno podremos comer como marqueses con esto! –dijo, cogiéndolo de la cola que se meneaba.
- Sí, señora, la destreza hoy me ha acompañado a pesar de no ser pescador.
Después permanecieron otra hora más y estuvieron a punto de picar otros dos peces, pero no hubo suerte y marcharon a casa, no sin antes, felicitarse mutuamente. Aunque, en verdad, había sido gracias al marinero. La Mujer de la Costa, que así decidió llamarla para sí el capitán, lococinó, marinó y lo comieron después y lo degustaron como buen plato que era.
El hombre se olvidó porsegundos de los marineros de guerra caídos y de la patria a la que pretendía atracar.
No obstante le entró tanta nostalgia que no se negó a recordarles y eso fue para después de la cena. Entonces le entraron unas tremendas ganas de volar de allí y de escapar, de ser necesario. A la mañana siguiente cuando se lo iba a decir a la anciana, la mujer le cortó y le dijo: - Escúcheme, escúcheme, mire qué plan tengo para hoy: iremos a una playa estupenda que es muy arenosa y que las aguas son del color de las estrellas. Le encantará; le encantará. Aquí tendremos muchos más tipos de peces para pescar. Ya verá, ya sabe usted que no acepto un no por respuesta.
Ante la voz suplicante y excesivamente grata de la señora, el capitán estuvo a punto de poner una excusa, pero la lengua tropezó con las palabras… y sólo sonrió y asintió con la cabeza.
A las pocas horas, antes de caer la tarde, a unos minutos escasos de la choza de la Mujer de la Costa, se sentaron en la arena, prepararon las cañas y con paciencia e ilusión el capitán intentó capturar algo pero sólo pensaba en irse de la isla y estar con los suyos y con la familia, en su tierra natal. Por tanto, fue escaso lo que pescó y en un par de ocasiones, a pesar de disimularlo la mujer, muequeaba a su espalda gestos de rabia y perversidad. Allí, entonces, con previo aviso, el capitán se coscó de cómo era esa señora oscura, aparentemente fiable, aunque oscurecida por algo malo. El capitán hizo como si no se enterase de nada, pero, antes, cuanto antes, tenía decidido abandonar la isla de una vez por todas.
Encima la zona donde ejercieron la pesca fue en la playa esa que dijo la anciana, que en vez de ser una playa de fina arena y transparente agua como rezaba y prometía; era un vertedero arenoso con el agua oscurecida de algas y cosas flotantes y viscosas. ¡Qué ganas tenía de dejar atrás todo aquello! ¡El capitán se estaba empezando a cansar!
Comieron igual de bien que la víspera, y bien entonces es cuando el militar le dijo con franqueza a la Mujer de la Costa: - Señora, ya sabe que tengo que partir de la isla lo antes que pueda. ¿Hay maneras de salir? Debo y necesito llegar a mi patria.
- Descuide, descuide, usted, capitán. No se alarme. No se encontrará con ningún impedimento, con ninguno. Encima va a tener un golpe de suerte, porque en menos de una semana pasan barcos pesqueros que sacan mucho provecho de las costas. Hay mucho pescado en estas aguas como podrá comprobar usted.
- ¿Cuánto, señora?
- ¿Perdón?
- ¿Cuánto tardarán los barcos pesqueros?
- A lo sumo, como le digo, en unos seis días más o menos estarán atracando o costeando la isla…
No le quedaba otra. - Aguardaré en ese caso.
- Diga que sí –pretendió parecer: cercana y amiga la viejucha-, sacaremos partido estos días. En esta isla nunca hace buen tiempo, pero, siempre hay algo con que ocupar las manos o la mente, ya sabe usted de lo que hablo capitán… Todos tenemos aficiones o actividades de las que ocuparnos.
- El deber, claro –asintió, estando, en verdad, en otras cosas-. El deber es lo que nos hace ser personas, no cabe duda.
El capitán de buque estuvo esos días durmiendo en la choza maloliente de la Mujer de la Costa.
Cada noche que acababa y cada día que renacía tropezaba con inimaginables y terroríficas sorpresas. ¡Cosas que ni el capitán en las batallas de buques ni en las guerras en océanos y mares experimentó en el pasado! Por ejemplo, hubo un par de noches en los que vio salir a la Mujer de la Costa al jardín trasero bajo las sombras de la ventana desde su estrecho cuarto. Se quedó aterrado, porque, la mujer, abrió un candado y levantó una puerta que escondía, entre la oscuridad, escaleras que bajan hacía las sombras. Se metió y la anciana coja no tardó en volver, tan pronto, a su negro cuarto. El segundo día, sin embargo, fue peor, y al tardar más que la víspera pasada, salió de la choza el capitán y se internó, bajando las escaleras, engullido por la oscuridad absoluta, en busca de la extraña dueña.
<<¿Qué planeará? ¿Qué se traerá entre manos? La veo de corazón, negra, cuán cuervo, pero, no la subrayaría sin embargo de mala persona. No sé, qué extraño…>>Al bajar las escaleras, el capitán se dejó guiar por sí mismo, pues era fácil; no tenía más que enfilar un estrecho pasillo aparentemente sin fin. Pasos y pasos, y pensaba mientras en que no sería para tanto…
Tras recorrerlo, temeroso de tropezar de cara con la Mujer de la Costa,dio con la puerta de lo que era aparentemente el pie de una torre. El mar azotaba al otro lado de los oxidados muros y se oían voces, voces como de hombres bravosos gimiendo al viento. Los ecos eran heladores. Nuestro marinero se quedó sin aliento.
La puerta de la torre, grande y medio roto, estaba abierta. No cabe duda de que el capitán de buque no se resistió y, no aguantando la tentación que en este caso se hacía llamar curiosidad, accedió sin pensarlo. Al subir las escaleras, las sombras le estremecieron, y mientras rebasaba escalones, veía, patidifuso, como cadáveres y esqueletos era la sucia carroña de los cuervos y de las gaviotas que los picoteaban y recomían, volando sobre él. Por las ropas huecas parecía que en otros mejores tiempos fueron marineros, mariscadores y pescadores vivaces que tuvieron larga vida en el mar, pero que un mal destino los había condenado a morir en la isla maldita.
Así tras dejar atrás ese reguero de esqueletos decapitados y ese enjambre de gaviotas y telarañas, vio que antes de pisar el último escalón, en lo alto de la torre, había alguien. << ¿Será esta anciana? ¡Ya me lo dije: me estoy metiendo en la boca del lobo!>> No se arriesgó a que lo que hubiera ahí le descubriese, sería seguramente la Mujer de la Costa, pero eso lo sabría sin embargo pronto, muy pronto.
No convenía arriesgarse ya mismo.
El capitán estuvo al resto de la noche, espiando tras la ventana del cuarto de invitados, escuchó el chirriar de la casa maldita. Cuando iban a asomar los primeros rayos amarillos y resplandecientes del sol, la anciana resurgió de la oscuridad de las escaleras, llena de algas y enfangada de pies a cabeza.En la mano agarraba una red de pesca y una pala de jardín. Algo inquietó al capitán, que, agotado y con ojeras, se mantenía escondido tras la ventana. Y lo que le llamó la atención fue que escondía un saco.
Pronto la anciana cerró la puerta del dormitorio y se encerró en su cuarto.
A la mañana siguiente,la Mujer de la Costa estuvo más contenta y maja de lo normal y, para cuando levantó el capitán, le desplegó en la mesa un desayuno muy abundante y rico. El marinero no dijo nada de lo que presenció la noche pasada y la anciana se ausentó para limpiar la ropa en el jardín trasero. El capitán, confuso, se dedicó en ese tiempo a rebuscar por la casa ese saco que había visto agarrar a la vieja.
Buscó y buscó… y no se rindió con facilidad. Miró en armarios, detrás de muebles, debajo de meses y entre cajones, pero no descubrió rastro de nada. Esa misma tarde comieron de nuevo juntos y la Mujer de la Costa le dijo: - Ya sabe que en cuestión de unos días pasarán por aquí ese barco de pescadores… y… bueno, como no creo que nos crucemos una segunda vez, había pensado si quería pescar algo para mí.
- Pero ya hemos pescado dos veces, señora.
- Ya, pero quería darme un último lujo con usted y celebrar que podrá salir de la isla, pues es lo que desea, ¿no?
- No cabe duda, señora.
- Entonces no se diga más, me da mucha pena que se vaya –se puso falsamente sentimental-. Es una pena, una tragedia, pero la vida sigue. Ya verá usted que bien lo pasamos. Le voy a recomendar un sitio, mejor que el de los dos de ayer.
- ¿Recomendar?
- Pero usted vendrá conmigo, ¿no es así, señora? O eso he creído entender.
- Bueno, me tengo que ocupar de unos asuntos del hogar, capitán. Y quisiera montar una mesa decente y celebérrima para festejar su pronta partida y que no se olvidase nunca de la noche de hoy.
- Bueno, eso me agrada. ¿Y qué sitio me aconseja, señora?
- No se lo aconsejo, le aliento a que vaya, porque encontrará de los mejores manjares del mar. ¡Hay hasta marisco! Pero bastará con que coja un buen salmón, lo haré a la plancha y será una velada formidable.
El capitán de buque que no le apetecía mucho eso de tenerse que ir a pescar para cenar luego con una mujer que no sabía de qué pie cojeaba, se dirigió hacia la cala que le recomendó la vieja. Bien cuando estuvo ahí, se dio cuenta de que era un espacio de arena estrecho, acuchillada la orilla y las costas por afiladas piedras como espadas, que no dejaban desplazarse a uno con facilidad.
La marea se presentaba violenta y golpeaba furiosamente las rocas, mientras el marinero de guerra intentaba pescar a duras penas. Hubo una ola que fue más fuerte que las anteriores y casi le derribó y ahogó. La ola al estamparse contra la orilla vomitó cadáveres putrefactos, todos ellos decapitados, sin cabezas, como los cuerpos sin vida que presenció en la torre subterránea de ayer. Allí es cuando decidió dejar la pesca y cargar a cuestas al único pez que capturó que era, a su juicio, un hermoso salmón. Aunque lo pescado, a mayor entender, era secundario.
Le reconcomía por dentro tanto lo que acababa de ver... “¡Encima eran marineros!”, se dijo de camino a la choza de la misteriosa anciana. “Eran gente de la mar, hombres de flota. ¿Porqué me ha enviado la vieja hasta la cala si sabía que era un campo de muertos y que las olas mataban? Está claro que es autora de esos horrores, confesión que he vivido con mis ojos. ¿Hasta dónde querrá llegar? ¿Hasta dónde? ¡Ella ha asesinado a los hombres de ahora y a los de la torre! ¡Y es verdad, estoy convencido de que en un par de días estarán costeando la isla esos marineros con sus grandes barco de pesca, por lo que, es lógico, que la Mujer de la Costa tenga un as bajo la manga para matar a esos como ha hecho con otros muchos malditos que se han aproximado a la isla!”.
Pronto, el capitán, entró en la casa de la anciana y la mujer tenía preparada una mesa muy bonita con velas, verduras frescas y pan para picar.
El militar para no levantar sospechas decidió hacerse el tonto y la propietaria no se inmutó..Tome, señora –le dijo el capitán, confuso al sentarse en una silla-, aquí tiene una buena pieza de salmón. El mar estaba revuelto y no acompañaba en exceso el tiempo pero, al final, no ha ido mal.
- Me alegro –esbozó una corta y negra sonrisa-, me alegro, capitán. Pasaremos una velada formidable, ya lo verá usted.
Disfrutaron de la cena (porque esta vez era una buena cena, mejor que las anteriores comidas) y hablaron como si fueran dos buenos amigos. Eso sí, el capitán no se le quitaba ni quitó de la cabeza aquello de los muertos y todo eso. Fue astuto y se calló. Aguardaría a que llegasen los pescadores. Al llegar, porque no tardaron en llegar, eso sí, con un retraso de un par de días, el barco pesquero atracó en una playa vecina a la cala donde había pescado el capitán, que estaba a media legua de la choza de la Mujer de la Costa. La tarde era avanzada. Los pescadores pasarían allí la noche. Así que, el capitán sacando provecho a la siesta de la peligrosa vieja, avisó a los marineros de lo que sucedía.
Les previno, les enseñó la cala de muertos de allá, les mostró pruebas irrebatibles de la maldad de la señora y les dijo lo que había sufrido desde que naufragó su buque de guerra por culpa de la orca. Al saber que era un buen militar, y que encima esos marineros y pescadores eran de su misma patria, le apoyaron y se presentaron con él al cabo de una hora delante de la terraza trasera y del jardín de la mujer.
Les enseñó la puerta y las escaleras que llevaban al pasillo y a la torre subterránea, y les enseñó asimismo el reguero de muertos que sembraba aquel infierno.
Después sacaron de la cama a la Mujer de la Costa que le cortó con la pala de jardín la cabeza a un marinero gordo y despistado y a otro le tajó el cuello con las uñas. Los sobrantes que eran vigorosos hombres de mar, con ayuda de la habilidad del capitán, la cogieron en volandas violentamente y la arrojaron a las escaleras que descendían en donde estuvieron minutos antes. Luego bajaron la especie de trampilla y pusieron una enorme piedra encima, cerrándola antes con llave.
- ¡Liberadme! –gritaba la viejucha rabiosamente dentro, atrapada sin poder respirar y salir-. ¡Sacadme de este nido de mugre! ¡Malditos, seréis maldecidos!...¡¡Dejadme, gusanos!!
Los marineros y el capitán de buque se quedaron con la choza y la reformaron. La torre la reconstruyeron y se transformó en un gran faro y ese antro fue a partir de aquello una casa de marinos. La Mujer de la Costa se pudrió encerrada al cabo de los años y el capitán de buque y el resto de hombres retornaron a sus tierras y convirtieron la vivencia en este cuento que os he contado.
FIN
Muy bueno
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